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CULTURA | 19-06-2019 15:53

San Martín: cómo se construyó su figura de héroe

Qué operaciones políticas e ideológicas transformaron al militar de la Independencia en el prócer más aceptado del panteón argentino.

José de San Martín murió el 17 de agosto de 1850 rodeado de sus afectos y alejado del escenario que lo había tenido como protagonista de la independencia sudamericana. Las resonancias de su muerte en Chile y en el Perú dieron lugar a días de luto y homenajes que incluyeron, como no podía ser de otro modo, un obituario de Sarmiento que publicó La Tribuna. El presidente del Perú, Ramón Castilla, dispuso realizar exequias en la iglesia matriz, decretó luto oficial y ordenó erigir una estatua que se inauguró tiempo después. Homenajes semejantes se realizaron en Chile a instancias del ministro Rosales, quien había tenido el privilegio de conversar con el general en París.

En cambio, en Buenos Aires, las réplicas de su deceso fueron discretas. El ministro de Rosas, Felipe Arana, transmitió el pésame oficial a su familia, y un mes más tarde, La Gaceta Mercantil publicó una breve nota necrológica. Por su parte, en 1851, la evocación ideada por quien se declaró rival de Rosas, Justo José de Urquiza, prometía ser más relevante al decretar rendirle honores y erigir una estatua en Paraná. El recuerdo fue simultáneo al que le dedicó Bernardo de Irigoyen en el Archivo Americano donde expondría el “desinterés” sanmartiniano que vertebraría la lectura argentina en torno al legado republicano del difunto.

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Treinta años más tarde sus restos arribaron al puerto de Buenos Aires como resultado de la voluntad de una nueva generación de políticos e intelectuales que aspiraban clausurar la violencia política que el pacto constitucional de 1853 no había conseguido erradicar. La repatriación de las cenizas del héroe de Chacabuco y Maipú constituía un acontecimiento propicio para saldar la deuda con el Padre de la Patria. No era la primera vez que aparecía como candidato a liderar el panteón de los padres fundadores de la nacionalidad argentina. En 1862 el presidente Bartolomé Mitre había dispuesto emplazar la primera estatua ecuestre erigida en su memoria en sintonía con el homenaje que Vicuña Mackenna había encabezado en Santiago de Chile. Un año después, el clima evocativo obtuvo carácter institucional mediante una ley del Congreso que dispuso la repatriación de sus restos por la que Juan M. Gutiérrez había instado en la biografía del general que apareció en la Galería de Celebridades argentinas.

No se trataba de una iniciativa ajena a las circunstancias. La caída de Rosas había propiciado la edición de memorias y documentos que recuperaban el pasado revolucionario por lo que San Martín no podía estar ausente de ninguna evocación. En particular, para quienes habían escuchado el relato de sus padres sobre el austero militar que había terminado sus días olvidado por sus compatriotas, ni tampoco para los veteranos de las guerras de independencia que habían guardado con devoción testimonios de la gesta emancipadora.

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Mito. Pero el rescate del héroe del olvido no fue inmediato. Sería recién en 1877, y en sintonía con la política de conciliación de partidos, cuando el presidente Avellaneda activó el proyecto e instauró que el día de su natalicio fuera recordado con rituales semejantes a las celebraciones del 25 de mayo y el 9 de julio.

La empresa de erigir a San Martín en el máximo héroe nacional se clausuró en 1880 cuando sus restos arribaron al puerto de Buenos Aires para ser depositados en una capilla anexa a la Catedral metropolitana, en medio de manifestaciones y desfiles multitudinarios de los que participaron las dirigencias políticas, militares, empresariales y étnicas, junto a grupos de escolares, periodistas, estudiantes, sociedades barriales y asociaciones de afroargentinos.

Aquel monumental funeral cívico, equivalente a otros tantos del siglo XIX latinoamericano, se convirtió en pieza angular de la mitología nacional. Y en ese clima, habría de ser de vuelta Mitre quien percibió la oportunidad de escribir una historia de San Martín y la emancipación americana en la que el periplo del héroe le permitía proyectar la revolución rioplatense a escala continental, y articular un relato fundador que imbricaba el pasado, el presente y el porvenir auspicioso del nuevo país transformado por la inmigración europea, y el crecimiento económico.

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La difusión y aceptación de ese influyente juicio histórico dependería de la eficacia de la pedagogía patriótica reproducida en cada escuela del país, y de la multiplicación casi infinita de publicaciones, homenajes y monumentos. En 1933 esa saga memorial obtendría un giro sustancial. Para entonces, el escritor Ricardo Rojas publicó una nueva biografía, “El Santo de la Espada”, mediante la cual intentaba refutar la visión militarista que había ofrecido José Pacífico Otero, el fundador del Instituto Sanmartiniano. En su lugar, Rojas ubicaba el trayecto del héroe en un plano trascendental, no humano, y de santificación laica con la que aspiraba hacer de sus virtudes y valores un héroe civil que fuera capaz de no restringir la identidad nacional al sector castrense.

Pero esa operación intelectual habría de avanzar más allá de la simple “hagiografía” en la que había sido atrapada por su autor. Así, mientras el presidente Agustín P. Justo decretó la obligatoriedad del recuerdo cada 17 de agosto, el gobierno de los coroneles filofascistas que demolió el régimen fraudulento instalándose como reserva moral de la Nación, hizo de San Martín un dispositivo medular de la liturgia oficial.

La conmemoración del centenario de la muerte del Libertador llevaría a la apoteosis el culto sanmartiniano, y dotaría al régimen peronista de un dispositivo de inigualable impacto para afirmar la identidad nacional en una clave uniformizadora en la que las Fuerzas Armadas tenían un lugar central desde 1943. Pero la representación del San Martín evocado en 1950 no habría de permanecer intacta en los años que siguieron a la caída del régimen, y el exilio de Perón. Por el contrario, su figura sería objeto de nuevas lecturas e intervenciones públicas insertas en la antinomia peronismo / antiperonismo.

En ese contexto, el mito sanmartiniano habría de erigirse en un punto fijo. Un punto casi inmóvil, aunque efectivo para establecer filiaciones y representaciones contrarias a la tradición liberal en la cual su accionar se había inscripto, y en la que sus primeros devotos, los románticos argentinos, habían abrevado para rescatarlo del olvido, y hacer de su legado un factor de cohesión política y cultural. Ese selectivo despojo que mantuvo la exclusividad de San Martín como Padre de la Patria a lo largo del siglo XX, sedimentado en el nacionalismo militar, y la extendida convicción del peso del pasado en la formación de la conciencia nacional, serían rasgos comunes de quienes apelaron a su figura para intervenir en el combate político y cultural. Un personaje capaz de ser interpelado por todos, y puesto al servicio de filiaciones divergentes, aunque estructuradas todas en concepciones nacionalistas y revisionistas, marxistas o hispano-católicas.

** Historiadora. Autora de “San Martín. Una biografía política del Libertador”.

por Beatriz Bragoni*

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