Caterpillar (CEDOC)

Noruega juega con fuego y olvida quién sostiene el paraguas

El castigo ético de Noruega a Caterpillar expone su fragilidad estratégica ante EE.UU.: el dinero no reemplaza al poder militar ni a la disuasión real.

Noruega demostró una desconexión infantil con la realidad del poder, así como una temeridad que puede salirle muy cara. Envalentonada por su fondo soberano de dos billones de dólares, se permitió un acto de arrogancia diplomática: vender sus acciones en Caterpillar por motivos supuestamente éticos. Lo hizo para castigar a Israel, alegando que las topadoras de la empresa estadounidense violaban el derecho internacional en territorios palestinos. Pero el país nórdico parece no entender que cuando tu existencia depende de otro país.

El fondo noruego es una ilusión de poder. Es cierto: es el más grande del mundo, con participación en más del 1,5% de todas las empresas cotizadas. Pero ese poder es prestado por un sistema financiero que depende del dólar y de la arquitectura global estadounidense. Noruega no tiene un ejército relevante, ni disuasión nuclear. Sin embargo, comparte frontera con Rusia, un Mar del Norte cada vez más disputado, y la fantasía de que con dinero se compra inmunidad. No es así. El dinero no vale nada cuando la vida está en peligro. Y en el mundo real, el poder militar y la diplomacia coercitiva siguen mandando.

Estados Unidos ya lo dejó claro, el Departamento de Estado calificó la medida como “muy preocupante” y el senador Lindsey Graham advirtió que impondrán sanciones personales a los funcionarios del fondo: visas canceladas, restricciones bancarias, pérdida de acceso al sistema financiero en dólares.

En Brasil, la Casa Blanca aplicó sanciones individuales contra Alexandre de Moraes, juez del Supremo Tribunal Federal, congelando sus activos, bloqueando su acceso a tarjetas Visa o Mastercard y empujando al sistema bancario brasileño a una encrucijada: desobedecer al poder judicial local o exponerse a sanciones de la OFAC, la Oficina de Control de Activos Extranjeros del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos.

Las consecuencias fueron inmediatas. Las acciones de los principales bancos brasileños, Itaú, Bradesco, Santander Brasil, se desplomaron. Sus compliance officers quedaron atrapados entre dos jurisdicciones incompatibles. ¿Qué hicieron? Evitaron el riesgo: cerraron cuentas, congelaron servicios y obligaron al juez a operar en efectivo. El mensaje fue claro: cuando Estados Unidos aplica sanciones, nadie quiere estar del lado equivocado. Y eso fue en Brasil, un país con 200 millones de habitantes, sin dependencia militar de Washington.

Noruega, en cambio, depende para su supervivencia. Si mañana Rusia tensa la cuerda, Noruega no tiene capacidad autónoma de defensa. Todo lo que Estados Unidos tiene que hacer es levantar una ceja. No necesita retirar tropas ni emitir un comunicado. Basta con dejar trascender que considera a Noruega un socio poco confiable. En minutos, la bolsa noruega se derrumba, el petróleo cae, el fondo se vuelve tóxico. Porque el fondo depende del permiso implícito de Estados Unidos. Y ese permiso puede caducar.

El error de Noruega es creer que la ética sustituye al realismo. Y lo peor es que lo hace atacando una empresa como Caterpillar, emblema del músculo industrial estadounidense, en medio de una guerra diplomática con Israel, uno de los principales aliados de Washington. Es exactamente el peor momento, el peor blanco y el peor canal.

Noruega también reconoció al Estado Palestino y redujo su exposición a empresas israelíes. Ya no es un gesto simbólico, es una política. Y las políticas tienen consecuencias. Trump ya demostró que usa las sanciones como herramienta diplomática, no solo contra enemigos, sino contra aliados que no se alinean. Lo hizo con la Unión Europea, Canadá y México; por citar ejemplos recientes. Lo hará con Noruega.

Este no es un mundo donde la justicia internacional guía el comercio. Esa ficción murió con la invasión de Crimea y las sanciones a Huawei. También caducó cuando China sancionó a Noruega por el Nobel de la Paz a Liu Xiaobo -un disidente encarcelado. No existe “ética” internacional sin fuerza que la respalde, y Noruega no tiene fuerza. Sólo tiene una fe ciega en su excepcionalismo escandinavo, con el que se cree un árbitro universal. Como si tuviera derecho a juzgar. Pero no tiene martillo. Y cuando un país sin martillo se mete en el barro, lo pisan.

Lo más ridículo es que Noruega ni siquiera tiene una tradición jurídica ejemplar. No es Suecia ni Holanda. Es una nación de pescadores que encontró petróleo; un Kuwait con bufanda. Y su fondo soberano, en realidad una ficción contable manejada por cinco personas, se arroga el derecho de determinar qué empresa es moralmente aceptable y cuál no. Como si representaran algo más que una combinación de suerte geográfica y buena gestión financiera.

Pero el castigo no vendrá desde el sistema: la banca, la diplomacia y la seguridad. Estados Unidos ya tiene herramientas para aislar a cualquier individuo o entidad que considere riesgoso. Lo hizo con Rusia e Irán; lo hará con Noruega si es necesario. Y no se trata de Caterpillar, es el precedente.

Si Noruega impone castigos por “criterios éticos” sin consecuencias, abre la puerta a que otros fondos soberanos, como el de Qatar o Arabia Saudita, hagan lo mismo contra empresas occidentales por sus propias razones religiosas, políticas o culturales.

En un mundo donde Caterpillar es penalizada por vender a Israel, pero las empresas chinas que explotan a musulmanes uigures reciben inversión sin problema, la doble moral no es sostenible. Y cuando se la aplica contra una superpotencia, es suicida.

Noruega ya perdió el respeto diplomático y el privilegio de ser considerado neutral. La pregunta ahora es cuánto va a pagar por ese error. Y Estados Unidos ya demostró que sabe dónde apretar.

Las cosas como son

 

Mookie Tenembaum aborda temas internacionales como este todas las semanas junto a Horacio Cabak en su podcast El Observador Internacional, disponible en Spotify, Apple, YouTube y todas las plataformas.

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