Kimmel (CEDOC)

Jimmy Kimmel volvió a la TV y desafió a Trump con un duro monólogo

Entre lágrimas y sarcasmo, Jimmy Kimmel defendió la libertad de expresión y denunció la presión del gobierno tras su breve cancelación.

El regreso de Jimmy Kimmel a la televisión estadounidense, tras una semana de suspensión por parte de ABC, se convirtió en mucho más que un episodio de farándula política. Lo que está en juego, en realidad, es la relación entre la Casa Blanca de Donald Trump, las cadenas y la frágil noción de libertad de expresión en un país que se define a sí mismo como la cuna de la Primera Enmienda.

Disney, dueña de ABC, había retirado el programa luego de que el comediante ironizara sobre el asesinato del activista conservador Charlie Kirk. El comentario fue interpretado por la Administración como un ataque político “insensible” en un momento de duelo nacional, y la amenaza de la Comisión Federal de Comunicaciones de revisar licencias de transmisión aceleró la decisión empresarial. Sin embargo, el retroceso de la compañía, que decidió rehabilitar al conductor tras negociaciones intensas, abrió un nuevo frente: la reacción presidencial.

Horas antes del regreso de Kimmel, Trump escribió en su red Truth Social: “¡ABC le dijo a la Casa Blanca que había sido cancelado!”. El mensaje no solo revelaba la interferencia directa del gobierno en un tema de programación, sino también la intención de exponer públicamente a la cadena como enemiga política. El presidente redobló la apuesta al calificar al humorista de “basura 99% pro demócrata” y deslizó que volvería a someter a examen a la empresa, recordando la indemnización millonaria que Disney le pagó en un litigio en 2024. La lógica es clara: Kimmel no es solo un presentador incómodo, es un símbolo de resistencia mediática que Trump quiere disciplinar.

El propio comediante aprovechó su retorno para escenificar la tensión. Con un monólogo de casi veinte minutos, osciló entre la ironía y el dramatismo, confesando al borde del llanto que nunca quiso burlarse del asesinato de Kirk. “Nunca fue mi intención restarle importancia al asesinato de un joven”, dijo, antes de acusar a la Casa Blanca de usar la tragedia con fines políticos. La defensa fue directa: no se trataba de atacar a un grupo ideológico, sino de señalar cómo el trumpismo buscaba capitalizar un crimen atroz para reforzar su discurso de polarización.

Más allá del pedido de disculpas implícito, Kimmel cargó contra la censura. Denunció que el gobierno intentó controlar el contenido televisivo y advirtió que permitirlo sería “dejar caer en dominó todos los demás derechos”. Recordó sus conversaciones con comediantes de Rusia o Medio Oriente que serían encarcelados por satirizar a sus líderes, y concluyó con una frase que resonó como tesis política: “Una amenaza del gobierno de silenciar a un comediante que no le gusta al Presidente es antiestadounidense”.

El episodio también puso a prueba a los actores del ecosistema mediático. Nexstar y Sinclair, dos conglomerados conservadores, anunciaron que no emitirían más el programa. Disney, en cambio, osciló entre la presión política y la necesidad de proteger a su talento, consciente de que la suspensión alimentaba la percepción de sumisión a la Casa Blanca. Incluso voces republicanas críticas, como Ted Cruz o Tucker Carlson, defendieron el derecho de Kimmel a seguir al aire, marcando una grieta en la estrategia oficialista.

La Casa Blanca, sin embargo, no cedió. Para Trump, la vuelta de Kimmel es una derrota simbólica. Por eso buscó instalar la narrativa de que ABC “traicionó” a su propio gobierno. El presidente sabe que el terreno cultural pesa tanto como el económico: un late night host puede construir más resistencia simbólica que un senador opositor. Al atacar a Kimmel, Trump también envía un mensaje a la industria del entretenimiento: el poder presidencial no se limita a lo legislativo, también puede condicionar las pantallas.

El regreso del comediante dejó una enseñanza amarga para todos los actores. Para la empresa, la evidencia de que las decisiones editoriales ya no son autónomas, sino parte de la puja política. Para los colegas de Kimmel, la confirmación de que el humor puede ser leído como un acto de resistencia. Para la Casa Blanca, la constatación de que la censura puede volverse un boomerang, amplificando la voz que se quería silenciar.

Kimmel cerró su monólogo con un desafío: pidió a la audiencia “hacer diez veces más ruido” si otra figura vuelve a ser perseguida. El gesto de convertir la sátira en militancia revela que la batalla por la libertad de expresión en Estados Unidos ya no es teórica: se juega cada noche en un set de televisión. Y la Casa Blanca, con su reacción airada, confirmó que lo sabe demasiado bien.

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