La cocina de vanguardia, moderna, molecular o como quieran llamarla (a los gourmets nunca les vienen bien las definiciones) consiste, a grosso modo, en una deconstrucción de los alimentos a través de procesos físicos y químicos que modifican su forma y textura, conservando, al menos en esencia, su sabor.
El mayor exponente mundial de esta corriente gastronómica es el mítico chef catalán Ferran Adriá, mentor de Dante Liporace, chef de “Tarquino”, quien practica una cocina lúdica y novedosa pero con un sabor muy presente, alejado de las sutilezas de la modernidad. Como el toro que le dio nombre a “Tarquino” (así llamaron al primer exponente de la raza Shorthorn traído a la Argentina para mejorar la calidad de la carne), Liporace cruzó lo más refinado de la estirpe culinaria europea con el producto y gusto argentinos.
Para muestra, basta la pizza de provolone. Es uno de los platos emblemáticos de “Tarquino” y, en la versión de Liporace, consiste en una espuma de provolone espolvoreada con sofrito de cebolla y panceta más migas de pizza, servida en una copa de martini. Las instrucciones indican llegar hasta el fondo con la cuchara, previa deglución de una esfera de morrón, para alcanzar la cebolla caramelizada del fondo.
Como porteño, uno se acerca a este plato con todo prejuicio y escepticismo, pero si cierra los ojos, la pizza está allí. Todos los sabores están presentes, potenciados, aunque el provolone sea una espuma salida de un sifón y el morrón una bolita cuya receta está en un manual de química. La copita sale lo mismo que una grande en la pizzería más cara de Buenos Aires, pero a “Tarquino” uno llega para vivir una experiencia única y eso se paga.
En “Tarquino” todo es lujo y excentricidad. Ubicado en el exclusivo hotel boutique “Hub Porteño”, se entra por una recepción de inmaculado mármol blanco y un botones nos guía hasta el bar, cubierto de alfombras persas y paredes revestidas en piel de zorrino. En seguida está el salón: pocos cubiertos, techo transparente con un árbol que lo atraviesa, paredes de lana de llama y pájaros de colores colgantes.
A la mesa llega una mantequera de cristal con el más exquisito puré de ajos y panes caseros. El sommelier propone maridajes originales, como un especiado Cabernet Franc para acompañar la pesca de río, un surubí con cintas de calamar, de sabor potentísimo. Liporace utiliza la cocción al vacío, que concentra los sabores llevándolos al extremo de sus posibilidades.
Otras experiencias gastronómicas de la carta son el langostino y molleja con puré de limón y esfera de mango; la sopa de tomate y manzana, que se sirve en la mesa sobre melón, menta y helado de pepino; y de postre, un flan golosísimo, con reducción de limón y espuma quemada. Para el café, macarrón de yerba mate.
Adriá en persona le dio a Liporace la idea de hacer la “Secuencia de vaca”: un menú degustación de la vaca entera en diez platos, de los sesos al rabo. Los extranjeros caen a sus pies, tanto que, a fin de año, “Tarquino” inaugura sucursal en Nueva York.
por Cayetana Vidal Buzzi
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