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MUNDO | 17-02-2017 00:00

Carta abierta de un argentino musulmán a Trump

El 76% de los republicanos cree que el Islam es incompatible con los valores estadounidenses. Lo de Trump es solo una consecuencia.

Assalamu aleikum, señor Trump. Tal vez, en alguno de sus tantos viajes de negocios por el mundo árabe, lo han saludado de este modo y no supo cómo responderles. Un hombre de negocios no se detiene ante estas formalidades que no añaden ni quitan ceros a su cuenta. Una pena: el del islam es un saludo bello. Literalmente, significa: “La paz sea con ustedes”. ¿Por qué lo dicen en plural? Como verá, un musulmán tiene tan presente a sus ángeles de la guarda que no sólo saluda a aquel a quien estrecha la mano, también a ellos: el ángel a su derecha, que apunta los buenos actos –y lo hace rápido, sin perder tiempo-. Y el de la izquierda, que apunta los malos y se toma su tiempo, cuando uno se arrepiente.

Ni aun en la cumbre del Everest, un musulmán se siente solo. El imam Bujari, autor de la compilación más célebre de dichos y hechos del Profeta Muhammad, tenía tanta conciencia de Dios que comía sólo tres dátiles al día por el pudor que le daba ir al baño. El pudor en el islam, no es signo de mojigatería, es signo de fe.

“El islam nos odia”, ha dicho usted presidente. Y no hay mejor inyección de miedo que advertirle a la gente que otro nos odia. Escenificar una religión con los parámetros de una rivalidad de cancha, sin embargo es algo apresurado. Si el islam fuera una religión de odio, este mundo estaría en serios problemas. Hay 1500 millones de musulmanes, un cuarto de la población mundial –hay, de hecho, más musulmanes que católicos-, y es la religión de más crecimiento del planeta: en el 2030, se proyecta que uno de cada cuatro habitantes será musulmán.

Desde hace tiempo, el islam es el malo de la película porque casualmente las grandes reservas naturales del crudo mundial, están debajo de naciones musulmanas. Si hubiera petróleo en el Tíbet, esta nota trataría sobre por qué el Dalai Lama no es el anticristo.

Años atrás, Charles Kurzman publicó un libro que lo dice todo: “Los mártires que faltan”, donde se preguntaba no por la gran cantidad de atentados y de grupos terroristas, sino por su escasez. “Los terroristas se preguntan, ¿por qué no hay más musulmanes que se rebelen ante el avance y la explotación de Occidente? ¿Cuántas provocaciones más necesitan antes de tomar las armas?”, escribe Kurzman en su libro. Las cabezas visibles del terrorismo islámico han puesto el grito en el cielo ante la aparente pasividad de sus hermanos. Y hasta el propio Bin Laden escribió: “Cada día, la oveja del rebaño espera que los lobos no la maten, pero sus súplicas no sirven de nada”.

Hay ciertas cosas, señor presidente, que no deben ceñirse a lecturas livianas. Sería como sostener que la frase “Todo es relativo” resume la teoría de la relatividad, que Picasso hacía caricaturas o que Miguel Angel trabajaba de techista de iglesias.

La historia del Islam en Occidente es la historia de un gran malentendido. El profeta del Islam, por ejemplo, no se llamaba Mahoma. Se llamaba Muhammad. Mahoma es una deformación. Sería como si en lugar de Jesús, uno lo llamara Jessy. ¿Confiaría en un analista o en un diario que insista en revelarle “La verdad sobre Jessy”?

Y está el tema que seguramente lo espante, señor Trump: la yihad. El Corán advierte que matar a alguien es como matar a la humanidad entera. Y la yihad más importante es la guerra contra nuestras malas características. El yihadista no es aquel que corta cabezas y se detona en espacios públicos. Es aquel que corta sus malos rasgos, y detona todo aquello que oscurece su corazón.

Muhammad dejó, al igual que Jesús, una serie de ejemplos de cómo lidiar con el odio y la rivalidad. El día que recuperó Meca, su ciudad natal, luego de que torturaran y asesinaran a sus seguidores, luego de que atentaran contra su vida, no hubo revancha ni odio. A veces, era tan diplomático que hasta su propia gente juzgaba, por momentos, que sus tratos con el enemigo eran demasiado flexibles.

Un sondeo concluyó que el 76% de los republicanos en Estados Unidos cree que el Islam es incompatible con los valores de su país, y usted con astucia, empleó ese slogan para su campaña, lo cual es muy curioso. Que algo no se adapte al modo de vida norteamericano, eso, entre usted y yo, más que crítica suena a elogio.

Los 2,75 millones de musulmanes que viven en Estados Unidos, son conscientes de lo que se pierde un país que no acepta otros modos de abordar la vida. Un musulmán es alguien que no bebe. No se droga. No va de putas. Si quiere acostarse con alguien, debe, primero, estar casado. Un musulmán es alguien que cree que la vida es una prueba, y lo que está en juego es su propia alma.

En el islam no hay opresión ni explotación bancaria –la usura está fuera, algo que Jesús quiso imponer, sin suerte-. Tener paciencia ante la adversidad, más que ser un mentecato, en el Islam es un acto de fe: en un mundo donde todo es palpable, concreto y valuable, el musulmán hace cinco veces al día un paréntesis para rezar.

Cuando uno ve gente que se dice musulmana, atribuirse atentados, hacer comentarios que avivan el odio mutuo, cuando ve que el nombre del Islam recibe más trato en la sección política internacional de los medios que en valores religiosos, le recuerda a gente como usted, señor Trump, una historia de Muhammad, en Medina, el lugar donde debió emigrar para que no lo maten. Tenía un vecino que lo detestaba tanto que para mostrarle lo poco que lo quería –el odio, por alguna razón, siempre tuvo representantes más visibles que el amor- le arrojaba todas las mañanas en la puerta de la casa su basura. No había bolsa de consorcios para aquella época, como se imaginará. Así que el Profeta debía limpiar sus desperdicios todos los días. Pero una vez, el hombre no arrojó nada. Y al día siguiente tampoco. El Profeta preguntó por aquel hombre a un vecino y le dijo que estaba enfermo. En lugar de celebrarlo, lo fue a visitar, rezó por él y rogó por su pronta mejoría.

Señor presidente, el crimen es crimen y no tiene etiquetas. A veces, los periodistas cometemos el error de etiquetar y caemos en esa trampa simplista. Si verdaderamente alguien fuera extremista y aplicara el islam al mínimo detalle, no sería terrorista. Sería un nuevo Jesús o una encarnación de la Madre Teresa. Un santo.

Muhammad Alí, el gran campeón del boxeo, ese sí que era un musulmán extremo, y fue tan pacifista que se negó incluso a pelear en Vietnam –por eso le quitaron sus títulos, y tardó años en reconquistarlos-. Una de sus últimas apariciones públicas antes de morir, señor presidente, fue para pedirle que tenga cuidado con asociar el odio al Islam. Y, por lo visto, fue al divino botón.

Cuando uno conoce a fondo las religiones descubre que, en verdad, las diferencias entre musulmanes, judíos y cristianos se cuentan con los dedos de una mano. El Islam cree en Jesús. Cree en la Virgen María y la Inmaculada Concepción. Cree en el cielo y en el infierno. Y cree que no hay mejor respuesta al agresor que el perdón. Cree en la limosna –de hecho, dar el 2,5% de los ahorros al año es un pilar de la fe-. Y cree, como creía Jesús, que el ayuno es uno de los remedios para ponerle riendas al león que todos llevamos dentro. El Papa Francisco, cada vez que puede, defiende al islam como si estuviera defendiendo a la misma Santa Iglesia. “Si hay crímenes islámicos”, dijo el Papa. “También hay crímenes cristianos”.

Cuando le preguntaban qué era lo que más gente arrastraría al infierno, el profeta Muhammad se llevaba una mano a los labios. “Esto”, decía. “La lengua”. Desde entonces, muchos de sus seguidores se colocaban piedras en la boca para no decir nada de lo que pudieran arrepentirse. Esperemos, señor presidente, que encuentre a tiempo alguna de su tamaño.

*Periodista y docente. Instruye a instituciones y

universidades con “Islam para principiantes”.

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por Emilio Cicco*

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