Puede que Matteo Salvini sea un xenófobo ultraderechista y racista despreciable como dice la buena gente y casi toda la prensa mundial, pero de ahora en adelante la política migratoria de la Unión Europea se asemejará mucho más a la propuesta por el nuevo hombre fuerte italiano que a la reivindicada hasta hace poco por la supuestamente todopoderosa alemana Angela Merkel y, con matices, por el francés Emmanuel Macron. También es de prever que en Estados Unidos la “tolerancia cero” de Donald Trump hacia la inmigración ilegal sobreviva a la contraofensiva furibunda de quienes quisieran permitir que todos los pobres del mundo encuentren asilo en su país.
Mal que les pese a los que, sin admitirlo de manera explícita, están en favor de la abolición de todas las fronteras, en el mundo aún rico la mayoría está convencida de que ha llegado la hora de detener la marejada inmigratoria por los medios que fueran ya que, caso contrario, sus propias comunidades terminarán como los lugares de los que tantos están procurando escapar.
¿Exageran los que piensan así? Es posible, pero la reacción popular frente a lo que algunos califican de una invasión no carece de lógica en un época como la nuestra en que muchos temen verse excluidos de los beneficios del progreso económico que propenden a monopolizar sectores minoritarios que raramente se sienten perjudicados por la proximidad de grupos nutridos de cultura radicalmente distinta.
En el Occidente, la lucha centenaria entre la izquierda y la derecha, entre quienes se suponen progresistas y sus adversarios conservadores, se ha visto remplazada por una entre cosmopolitas que creen que, en el fondo, todos queremos las mismas cosas y nativistas que subrayan las diferencias. A juzgar por lo que está ocurriendo en América del Norte y Europa, están ganando los decididos a hacer cuanto puedan para frenar la globalización.
En Estados Unidos, Trump se siente víctima de una campaña – una que, como pronto se dio cuenta, ha sido bastante exitosa -, de chantaje emocional basado en lo feo que es para muchos ver a niños separados de sus padres. Sin equivocarse, los simpatizantes de Trump señalan que las leyes que el magnate está tratando de aplicar fueron introducidas durante las administraciones de Barack Obama y Bill Clinton, el que, entre otras cosas, en 1996 posibilitó la expulsión inmediata de ilegales sin la intervención de los tribunales, pero pocos militantes de “la resistencia” se dejan impresionar por tales detalles. Sea como fuere, no cabe duda de que el grueso de los norteamericanos coincide con Trump en que es necesario poner fin a la anarquía inmigratoria actual aun cuando simpatice con los habitantes de países paupérrimos gobernados brutalmente por corruptos que sueñan con trasladarse a Europa, América del Norte o Australia.
Con la ilusión de vivir mejor, estén dispuestos a atravesar montañas, desiertos y mares para alcanzar la tierra de promisión que a diario ven en las pantallas de su televisor, computadora o teléfono celular. Desgraciadamente para ellos, están perdiendo vigencia los ideales generosos preconizados por los representantes del establishment progresista internacional. Al hacer oír su voz los resueltos a privilegiar los intereses inmediatos de la comunidad de la que se sienten parte, les será cada vez más difícil escapar del lugar deprimente en que el destino los ha puesto.
Si sólo fuera cuestión de una cantidad limitada de aventureros ambiciosos, los europeos, norteamericanos y australianos mantendrían abiertas las puertas, pero ya se cuentan por decenas de millones, de los que muchos, demasiados, carecen de las aptitudes y conocimientos necesarios para aportar algo útil a una sociedad tecnológicamente avanzada. Con el propósito de resolver el problema así supuesto, los gobiernos de los países receptores han empezado a discriminar nuevamente entre los considerados capaces de valerse por sí mismo por un lado y, por el otro, los muchos que dependerán de por vida de subsidios sociales.
Es lo que siempre han hecho Canadá y Australia. Dejan entrar a médicos, ingenieros, científicos, académicos destacados y otros, además de disidentes políticos bien conectados, mientras excluyen a los que no están en condiciones de satisfacer sus exigencias. No les inquieta el que, al actuar así, priven a los países atrasados de los únicos que podrían permitirles desarrollarse. Al repartir visas entre los más talentosos y más emprendedores, ayudan a hacer aún más sombrías las perspectivas frente a los atrapados en sociedades disfuncionales.
En la segunda mitad del siglo pasado, no sólo los defensores de los regímenes poscoloniales subsaharianos y musulmanes sino también muchos occidentales atribuían al imperialismo la condición desastrosa de muchas sociedades que se habían independizado luego de la Segunda Guerra Mundial, dando a entender que, de no haber sido por la conducta predatoria de los británicos y franceses, sus comunidades serían tan ricas y tan democráticas como las europeas. Aunque algunos siguen insistiendo en que todo es culpa de los imperialistas de otros tiempos, en la actualidad la mayoría entiende que los problemas enfrentados por sociedades pobres y pésimamente manejados son mucho más profundos de lo que los enemigos tardíos del expansionismo europeo intentan hacer pensar. Por cierto, no comparten sus opiniones los millones que, más que nada, quisieran vivir en países gobernados por los hijos o nietos de los nunca adecuadamente denostados imperialistas o por quienes se adhieren a los mismos principios.
Los argumentos esgrimidos por los partidarios más fervorosos de un mundo sin fronteras suelen basarse en conceptos éticos. Afirman que es deber de los ricos acoger a los pobres y, de todos modos, que sería inhumano negarse a socorrer a los que corren peligro de ahogarse en el mar o morir de hambre en el desierto. Para contestarles, Salvini y muchos otros responsabilizan por la muerte de miles de migrantes indocumentados a quienes en efecto los han invitado a venir a Europa, asegurándoles que les aguardaría una bienvenida calurosa, como hizo Merkel en agosto de 2015, y a las ONG que, a escasos kilómetros de la costa de Libia, rescatan a quienes viajan a bordo de embarcaciones precarias, que pronto se hunden, para entonces llevarlos a Italia. Por antipático que suene, no se equivocan Salvini y compañía; en las circunstancias actuales, la buena voluntad mata.
Además de distinguir entre los refugiados auténticos que huyen de zonas de guerra o de persecuciones feroces y los que por razones socioeconómicas dejan atrás países sumidos en la miseria, los preocupados por la inmigración multitudinaria quieren construir centros de recepción fuera de Europa donde podrían seleccionar a aquellos que tendrían el derecho a entrar y excluir a quienes a su juicio merecerían ser devueltos a su país de origen. A pesar de las ofertas de financiarlo con mucho dinero, el plan no ha motivado mucho entusiasmo en África del Norte. En Libia, el gobierno formal controla sólo una parte del territorio nacional; el resto se ve dominado por señores de la guerra, islamistas, esclavistas y “mafias” que se especializan en el tráfico de personas que es un negocio casi tan lucrativo como el de las drogas. En Argelia, las autoridades solucionan, por decirlo así, el problema planteado por el ingreso de contingentes numerosos de subsaharianos forzándolos a regresar de pie a su propio país, lo que para miles equivale a una condena a muerte.
La idea de que les corresponda a los vecinos de la Unión Europea encargarse del problema migratorio tiene connotaciones colonialistas. Lo mismo podría decirse de otra propuesta que se discute, según la cual es preciso intentar resolverlo en los países de origen para que, por fin, se produzca la tan demorada convergencia del “tercer mundo” con el “primero”.
Exactamente cómo lo harían los europeos y norteamericanos sin violar la soberanía nacional de los países africanos y musulmanes permanece un misterio; hasta ahora, han fracasado todos los intentos de implementar medidas que podrían brindar los resultados deseados. Entre otras cosas, los reformistas occidentales tendrían que eliminar muchas tiranías feroces que han prosperado merced al saqueo sistemático de sus feudos y, una vez completado dicho operativo, impulsar programas educativos destinados a cambiar la mentalidad de poblaciones enteras. Los resultados de los esfuerzos por “modernizar” Afganistán, Irak y Libia hacen pensar que las potencias occidentales no están en condiciones de emprender una tarea tan ardua.
Cuando de la inmigración masiva, legal o no, se trata, los dilemas ante los norteamericanos son menores en comparación con los enfrentados por los europeos. Andando el tiempo, casi todos los mexicanos, hondureños, salvadoreños, guatemaltecos y otros latinoamericanos que logren cruzar la frontera se convertirán en estadounidenses cabales, pero sólo una minoría de los africanos, árabes, paquistaníes y bangladeshíes que quieren hacer la Europa manifiesta interés en adoptar las costumbres y las formas de pensar de su nuevo país de residencia. Como para su desazón han aprendido los británicos y franceses, una proporción significante tiende a aferrarse a sus propias tradiciones que, a juzgar por el estado de los países que esperan abandonar, son incompatibles con las europeas.
por James Neilson
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