En mayo de 2003, cuando se mudaron a la Casa Rosada y la Quinta de Olivos, Néstor Kirchner, Cristina y sus sirvientes trajeron consigo la gran aspiradora de dinero que tantos beneficios les había reportado en su feudo patagónico. No tardaron en ponerla en marcha. Poco después, Elisa Carrió los acusaría de formar una “asociación ilícita” para defraudar al Estado, o sea, para desviar la plata aportada por los contribuyentes, que andando el tiempo alcanzaría la friolera de “diez mil millones de euros”, a sus propios bolsillos.
Puesto que no se esforzaban demasiado por ocultar lo que hacían, desde entonces los interesados en tales asuntos han podido aprender mucho acerca de la metodología nada sofisticada usada por el matrimonio y sus secuaces; coimas, sobreprecios, empresas truchas, bóvedas, hoteles vacíos que les servían para blanquear dinero sucio y así largamente por el estilo. La semana pasada, Diego Cabot de La Nación agregó una multitud de detalles al cuadro al difundir el contenido de los ya celebérrimos cuadernos escolares usados por el chofer Oscar Centeno para anotar cómo, día tras día, entregaba bolsos repletos de dólares, euros, etcétera, etcétera a quienes gobernaban el país.
La primicia tuvo un impacto mediático enorme, pero pronto surgieron dudas en cuanto a las eventuales repercusiones políticas. “¡Ya la tenemos!” gritaron alborozados los convencidos de que, por fin, había pruebas tan terriblemente contundentes que en adelante nadie podría confiar en la honestidad de Cristina. Creían que la estocada le sería mortal, que, para satisfacción de la buena gente, la ex presidenta, acompañada por muchos empresarios de la patria contratista, pronto estaría entre rejas.
¿Estamos asistiendo al capítulo final de la rocambolesca saga K? Es poco probable. Puede que algunos kirchneristas vacilantes refunfuñen “ya es too much”, para ir en busca de una alternativa menos oprobiosa que la brindada por Cristina, los muchachos no tan jóvenes de La Cámpora, los vividores que los rodean y una claque variopinta de aplaudidores con pretensiones intelectuales y artísticas, pero la mayoría se negará a abandonarla. A esta altura, no es que se la suponga víctima inocente de nada más que una campaña de desprestigio asombrosamente eficaz, es que se ha acostumbrado a concentrarse tanto en las presuntas intenciones, que en su opinión son malísimas, de quienes la acusan de saqueo en escala industrial, que la veracidad o no de las denuncias les parece insignificante.
Hay países en que una sola mentira sería suficiente como para poner fin a una carrera política promisoria, pero en este ámbito como en tantos otros, la Argentina es diferente.
Aquí, los valores éticos de muchos son premodernos; se basan en la lealtad, la solidaridad y la familia como un baluarte seguro en un mundo hostil. Abundan los dispuestos a perdonarles todo a quienes comparten los prejuicios de su tribu particular y a ser implacables con los demás. Decía el general: Al amigo, todo, al enemigo, ni justicia. Durante décadas, muchos se aferraban al principio así reivindicado: en las canchas de fútbol, cantaban “Puto o ladrón, queremos a Perón”.
En una ocasión, Donald Trump, que de la forma de pensar de quienes quieren sentirse protegidos por un caudillo fuerte entiende mucho, afirmó que “Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”. Y, según parece, Cristina y los suyos podrían apropiarse de una parte sustancial de los recursos del país para su uso personal sin perder el apoyo de casi el treinta por ciento del electorado. Que este sea el caso plantea algunos interrogantes ingratos.
¿Es posible derrotar la corrupción en una sociedad en que a tantos les parece meramente anecdótica? ¿Sirve para algo la investigación periodística, por minuciosa que sea, de las estafas perpetradas sistemáticamente por miembros destacados de la elite política y sus cómplices del sector privado? ¿O es que en el fondo sólo se trata de un show cuyo desenlace dependerá más del estado de ánimo mayoritario en una etapa de vacas flaquísimas que de lo hecho por los encargados de gobernar el país?
Hace treinta años, Jean-François Revel comenzó su libro, “El conocimiento inútil”, recordándonos que “La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”. Señalaba que la abundancia de información no había cambiado mucho.
Tampoco lo haría en las décadas siguientes. Hoy en día, está de moda hablar pestes de las “noticias falsas” propagadas a través de los llamados medios sociales, como si se tratara de una novedad escandalosa que justificaría la censura, pero sucede que los más indignados por la mendacidad ajena suelen pasar por alto aquellos datos que no les gustan o minimizar su importancia.
Mal que nos pese, la realidad siempre ha sido maleable y nuestro mundo está lleno de fanáticos, algunos muy inteligentes y otros no tanto que, como la Reina Blanca que encontró Alicia luego de atravesar el espejo, son capaces de creer en seis cosas imposibles antes del desayuno.
Pues bien: ¿Cree Cristina en su propia inocencia? Puede que sí, que se resista a asumir su condición de jefa de una banda de ladrones que, por su accionar, saboteaban el proyecto político-económico con el cual se sentían identificados al privarlo de recursos. Puede que la ex presidenta se haya persuadido de que necesitaba acumular una cantidad fenomenal de botín para financiar la revolución nac&pop que tenía en mente. Por ser casi infinita la capacidad humana de auto-engañarse, no extrañaría en absoluto que Cristina se viera a sí misma como una defensora heroica del bien en su lucha contra el mal neoliberal representado últimamente por Mauricio Macri. A juzgar por su conducta, no se cree culpable de haberse enriquecido a costillas de los más pobres que confiaban ciegamente en ella.
Tampoco parecen sufrir de mala conciencia otros integrantes de la gran familia política nacional que durante tanto tiempo se las ha arreglado para asegurarse un nivel de vida que sería apropiado para un país mucho más rico que la Argentina con métodos de financiamiento como los perfeccionados por Néstor y Cristina. Exageraban los santacruceños, pero no tuvieron que inventar nada.
De poner fin al sistema de recaudación tradicional, los políticos tendrían que buscar otras fuentes de ingresos, lo que, en vista de su reputación colectiva, no les sería del todo fácil. Por cierto, si tuvieron que limitarse a donaciones voluntarias, les sería necesario resignarse a un tren de vida mucho más humilde.
Merced a los cuadernos, corre peligro, acaso transitoriamente, la relación de la clase política con el empresariado que, de un modo u otro, la ha ayudado a echar mano del dinero que reclamaba.
Para alarma de los hombres y mujeres de negocios, la Justicia ha empezado a tratar a los protagonistas de su gremio como si fueran políticos sospechosos de corrupción. Lo mismo que sus socios, quienes están desfilando por Tribunales están procurando politizar el asunto al jurar que sólo aportaban algunas monedas para las campañas electorales como hacen sus equivalentes en todos los países democráticos de la Tierra. Asimismo, pueden decir que las circunstancias los obligaban a respetar las tradiciones nacionales en materia de obras públicas, ya que, caso contrario, muchos obreros hubieran perdido su trabajo.
A Macri, retoño él de un clan que ocupa un lugar eminente en la patria contratista, le plantea un desafío el que ya no sea cuestión solamente de políticos venales sino también de miembros de su propia familia como su primo, Angelo Calcaterra. Si realmente toma en serio lo de caiga quien caiga, tendrá que tratar con mayor severidad a sus propios parientes y amigos que a los empresarios y políticos del montón. Al actuar así conseguiría el respeto de quienes entienden que al país le beneficiaría muchísimo si la vieja ética, conforme a la cual siempre hay que privilegiar los lazos personales por encima de los institucionales, pero las víctimas propiciatorias de tal decisión le guardarían rencor hasta el fin de sus días.
Según parece, ha optado por anteponer lo público a lo personal por entender que no le queda más opción que la de subordinar todo al ambicioso proyecto modernizador que está liderando.
Para el gobierno de Cambiemos, el que empresarios bien conocidos se encuentren en la mira de la Justicia entraña ciertas ventajas. La fortaleza emocional de la oposición al “rumbo” emprendido por el macrismo se debe a la convicción de que favorece a empresarios que ya son ricos en desmedro del resto de la sociedad.
Al figurar entre los sospechosos de cometer actos de corrupción personajes como Calcaterra, que a buen seguro se verá perjudicado por su relación de parentesco con los Macri, el Gobierno podrá insistir en que las reformas drásticas que está impulsando afectarán no sólo a los sindicalistas y políticos que encarnan el orden anticuado que se ha propuesto desmantelar sino también a empresarios poderosos, lo que, sería de suponer, ayudaría a mejorar la imagen tanto del Presidente como de otros miembros del Gobierno a ojos de los muchos que son proclives a considerarlos hipócritas resueltos a dar una mano a sus familiares y amigos sin preocuparse por el destino de los demás.
por James Neilson
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