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MUNDO | 04-01-2016 16:33

El oscuro plan saudita

El reino arábigo, que fomenta el salafismo y la “yihad” contra los chiítas, impulsa una alianza de musulmanes “contra el terrorismo”.

omo Víctor Frankestein cuando decidió acabar con el monstruo que había creado en Ingolstadt, el reino saudita dice por fin que acabará con el terrorismo ultraislamista. Y para mostrar que habla en serio, impulsa una gran alianza de países musulmanes que asociarán sus aparatos de inteligencia y sus esfuerzos militares.

Sin embargo, es precisamente la lista de 34 aliados contra el terrorismo, la que evidencia que la intención saudita no es la que declara, sino la misma que convirtió al reino de la familia Saud en un Doctor Frankestein que creó los engendros que ahora promete erradicar.

Las potencias involucradas en la guerra civil siria detectaron de inmediato que la iniciativa de Riad es una nueva estratagema para un objetivo viejo: liderar el mundo musulmán, conjurando la influencia de Irán y marginando al chiísmo bajo la supremacía sunita. Por eso la alianza deja afuera a Teherán a Bagdad y a Damasco, a pesar de que están en la primera línea de combate al ISIS y al Frente Al Nusra, dos brazos del salafismo wahabita que enfrentan por separado a los regímenes sirio e iraquí.

Sencillamente, si la prioridad fuese derrotar al demencial califato instalado en el Levante y a la milicia con que Al Qaeda participa en el conflicto de Siria, la alianza incluiría a los gobiernos chiítas. Es cierto que la teocracia iraní y su socio en Damasco protegen y potencian al Hizbolá, la organización político-militar del chiísmo libanés que ha cometido cientos de masacres terroristas en su país, en la región y en lugares tan alejados como Buenos Aires. Pero también es cierto que los sauditas no tienen ninguna autoridad moral en la materia.

Está claro que la principal petromonarquía del Golfo lleva décadas difundiendo de mil modos la corriente teológica más radical del Islam: el wahabismo. El adoctrinamiento incluye el odio a la cultura occidental y la consideración del chiísmo como una herejía a la que se debe combatir hasta extirparla de la “umma” (comunidad musulmana) a nivel mundial.

También los drusos y los alauitas son vistos como deformaciones heréticas de lo que Alá expresa en el Corán. Además, para la versión saudita del Islam, la nación árabe (a la que pertenecía el profeta) está por encima de las otras naciones islámicas. Eso explica su fría distancia con los kurdos, pueblo turcomano sunita al que ISIS ataca sin piedad, igual que las comunidades árabes cristianas de los caldeos, los asirios y los siríacos, que tanto en Siria como en Irak apoyaron a los regímenes laicos, tan despreciados por las organizaciones religiosas y por los Estados que aplican la sharía: ley coránica.

Cuando el ayatola Jomeini derrocó a Reza Pahlevy y convirtió la monarquía persa en una teocracia chiíta, intentó impulsar una cadena de revoluciones islamistas que derribaran, como fichas de dominó, tanto a los regímenes del sunismo secular (el naserismo egipcio, Jadafy en Libia, Hafez el Asad en Siria, el Estado libanés que encabezaban los maronitas, el Estado laico que fundó Habib Bourguiba en Túnez, etcétera) como a las monarquías de Jordania y del Golfo Pérsico.

¿Por qué también desafió a esos reinos si, con la excepción jordana, se trata de Estados más fundamentalistas que la propia República Islámica iraní? Porque tanto Hussein, el rey hachemita jordano, como las familias reales Al Maktum, de Dubai; Al Sabah, de Kuwait; Al Jalifa, de Bahrein, Al Thani, de Qatar, y el propio clan Saud, hicieron grandes negocios con Estados Unidos y otras potencias de Occidente consideradas “infieles” y “satánicas” por el fallecido clérigo iraní. La misma razón por la que fue asesinado el rey Faisal y por la que se produjo, en 1979, la “ocupación de Masjid al-Haram al-Sharif (la Gran Mezquita de la Meca), cuando reinaba Jatib con su impronta tímidamente liberal.

También es la razón por la que terminó enfrentando a la Casa Real el millonario Osama bin Laden. Los fundamentalistas que no pertenecían a la familia Saud, ya no aceptan la razón histórica de la asociación con los “infieles” de Occidente: cuando Abdulaziz bin Al Saud fundó el reino en 1932, nació también Aramco, compañía petrolera árabe-norteamericana que introdujo la tecnología para buscar, extraer y refinar el petróleo que está debajo del desierto. Por eso Arabia Saudita nació como un dios Jano, con dos rostros contrapuestos: un Estado con rigor ultrarreligioso en la vida interna, pero pragmático en su política exterior.

Tras reemplazar a Jatib en el trono, el rey Fad comenzó a realizar multimillonarias donaciones a las organizaciones religiosas, calculando que de ese modo calmaría a los integristas y atenuaría la presión para que rompa relaciones con Estados Unidos y cierre la base militar norteamericana de Dharhan, que “ofende a la tierra del profeta”.

El cálculo fue erróneo. De hecho, gran parte de las donaciones terminaron en las arcas y los arsenales de organizaciones terroristas, entre ellas Al Qaeda. El doble juego quedó a la vista el 11-S.

Si Al Qaeda hubiera sido sólo un error de cálculo del rey Fad, sus sucesores no habrían destinado tanto dinero para alentar la “jihad” y difundir el wahabismo, la vertiente teológica más intolerante del islamismo. Su impulsor es uno de los fundadores de la dinastía gobernante. Muhamad bin Abd al-Wahhab predicaba en el siglo XVIII purificar el Islam, para que volviera a ser como el que practicaron las tres primeras generaciones de musulmanes.

Tras el Pacto de Diriyah, que Al Wahhab selló uniendo su familia con la del emir Muamad bin Saud (bisabuelo del fundador de Arabia Saudita), su prédica se convirtió en el brazo religioso del ejército beduino que conquistó el Hiyaz venciendo a los hachemitas. Por eso el reino del clan Saud nació teniendo a esa rigurosa vertiente teológica como doctrina oficial.

En la Península Arábiga, la modernidad está en los edificios y las autopistas, pero el poder está en monarquías oscurantistas con leyes medievales. Con todas sus tinieblas, Irán es más democrática que los países de la otra costa del Golfo. El plan de Jomeini para expandir su revolución justifica la desconfianza árabe. Pero el adoctrinamiento salafista cuya difusión financian los petrodólares sauditas, insiste en convertir la grieta entre sunitas y chiítas en un campo de batalla.

Esa grieta comenzó con la caída del califa Alí, primo y yerno de Mahoma, en la batalla del Camello. Y se convirtió en un sisma definitivo con la muerte de Hussein, nieto del profeta, en la batalla de Kerbala. Los chiítas han sido a lo largo de los siglos una minoría marginada. El ayatola Jomeini hizo de Irán una amenaza para los regímenes sunitas árabes. Parte de la estrategia defensiva saudita fue engendrar monstruos salafistas como ISIS, a los que ahora, como Víctor Frankestein, promete aniquilar.

por Claudio Fantini

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