Es el momento más crítico desde el inicio de la era nuclear con el lanzamiento de las bombas atómicas que destruyeron Hiroshima y Nagasaki. Jamás el mundo estuvo tan cerca de una conflagración apocalíptica. Y el peligro es mayor que el desenlace de la guerra contra el imperio nipón, porque las de 1945 fueron sólo dos bombas y de una capacidad destructiva inmensamente inferior a las actuales ojivas, que además serían lanzadas de a decenas.
A mediados del siglo 20 sólo había una potencia nuclear. No podía haber escalada más allá del holocausto doble que sufrió Japón y obligó al emperador Hirohito a que se firme en su nombre la humillante capitulación a la sombra del general Mac Arthur, sobre la cubierta del acorazado Missouri anclado en la bahía de Tokio.
En cambio ahora, si Rusia usara contra Ucrania u otro país europeo un misil con ojivas nucleares, el ataque sería respondido por Occidente lanzando varios proyectiles con cargas de uranio o plutonio (bombas de fisión) y posiblemente con hidrógeno (de fusión). Sería un fuego cruzado con decenas de cohetes, lo que podría incluso acelerar el calentamiento global hasta el umbral de la destrucción de la biósfera.
Es una escalera que lleva hacia el borde de un abismo. Rusia ya había lanzado sobre Ucrania misiles Iskander, que pueden portar ojivas nucleares. Aumentó el calibre de sus disparos al lanzar misiles aire-tierra Kinzal, que son hipersónicos y también pueden llevar carga nuclear. Y su último salto hacia el umbral del averno atómico fue en respuesta a los proyectiles de mediano alcance ATACMS y Storm Shadow, que Joe Biden y el primer ministro británico Keir Starmer permitieron a los ucranianos usar contra territorio ruso.
Lo bautizaron Oréshnik, en español sería avellano, el nombre del árbol caducifolio que crece en Europa y Asia Central. Pero no es un vegetal sino un misil hipersónico, que puede recorrer entre mil y cinco mil quinientos kilómetros alcanzando velocidades de nivel Mach 10 (3 Km por segundo) lo que lo vuelve indetectable. Además, puede portar ojivas nucleares que disemina sobre el área atacada al reingresar en la atmósfera.
El Oréshnik no es intercontinental pero desde Bielorrusia y la costa rusa sobre el Mar Negro quedan a su alcance muchas ciudades centroeuropeas, mientras que desde su costa sobre el estrecho de Bering, las ciudades a las que puede llegar son canadienses y norteamericanas. Tras modificar la doctrina nuclear rusa, Vladimir Putin autorizó disparar estos misiles contra la ciudad ucraniana de Dnipro, poniendo al mundo al borde de un abismo: la palabra cuya raíz griega hace referencia a lo insondable, lo desconocido.
A renglón seguido de la explosión que sacudió Ucrania y levantó una columna de humo en forma de hongo, desde Rusia llegaron al mundo otras postales del infierno tan temido. Por caso, las imágenes de los KUB-M. Durante 48 horas, medio centenar de personas pueden permanecer en el interior de esos cofres con formas de contenedor, protegidas de la onda de choque, de la radiación luminosa y de la contaminación radioactiva que produce una explosión nuclear.
Los KUB-M están siendo distribuidos masivamente en Rusia. La distribución ordenada por Putin es otra señal de que el presidente sabe que el riesgo de guerra nuclear es inmenso. No hay antecedentes de una situación tan grave. El primer pico de tensión se vivió en 1960, cuando cazabombarderos Mig abatieron un avión espía U-2 que había despegado de una base norteamericana en Pakistán y volaba sobre territorio soviético, fotografiando bases militares y silos nucleares.
Durante los dos años que el piloto estadounidense, Gary Powers, fue prisionero en la URSS tras eyectarse y ser capturado, hubo varios momentos de alta tensión que desembocaron, en 1962, en la llamada Crisis de los Misiles que puso a pulsear a Khrushev con Kennedy, hasta que acordaron el retiro de los proyectiles soviéticos instalados en Cuba y el retiro de los misiles norteamericanos que apuntaban a la URSS desde la costa turca del Mar Negro.
Sin embargo, el nivel de peligro actual es superior. La escalada comenzó en la retórica de Putin y del número dos del Consejo de Seguridad Nacional de Rusia, Dmitri Medvediev. Ni siquiera los lunáticos líderes norcoreanos han pronunciado tantas veces la amenaza de utilizar misiles nucleares contra sus enemigos, como lo han hecho Putin y Medvediev desde que Ucrania comenzó a recibir armamentos y municiones de la OTAN.
En esta ocasión, teniendo el 20 de enero como tope porque asume Donald Trump (y si cumple lo que anunció Ucrania se queda sin ayuda militar), las fuerzas rusas aumentaron sus bombardeos para que la victoria, que ya está paladeando, incremente lo máximo posible las dimensiones de Rusia a costa de territorio ucraniano. En esa andanada, sus misiles destruyeron el cincuenta por ciento de la producción energética del país invadido.
En ese punto, al que se suma el arribo de diez mil efectivos norcoreanos como refuerzo de las fuerzas rusas, Biden decide modificar los límites impuestos por él mismo que ajustaban el uso de los proyectiles norteamericanos al propio territorio ucraniano, prohibiendo que sean lanzados a territorio ruso. Con el permiso de Washington, Ucrania disparó proyectiles ATACMS (sigla de Army Tactical Misil System) contra la región rusa de Briansk. Y con el permiso del primer ministro británico también disparó sobre Rusia varios misiles Storm Shadow.
La respuesta de Vladimir Putin fue inmediata: por decreto cambió la doctrina nuclear rusa que limitaba el uso de armas nucleares como respuesta al ataque de otra potencia nuclear a su territorio. Ahora se permite usar esas armas contra un país no nuclear que ataque su suelo, si lo hace con armas suministradas por una potencia nuclear. Y para reforzar el mensaje, lanzó el misil Oréshnik, cuya explosión en Dnipro fue tan aterradora como el mensaje que implica: “esta vez lleva una ojiva convencional, la próxima será nuclear”.
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