El Donald Trump que regresó a la Casa Blanca luego de un intervalo de cuatro años en que sus enemigos trataron de destruirlo por todos los medios concebibles, es un personaje bastante distinto de aquel de su primera temporada como el “hombre más poderoso del mundo”. Es mucho más vengativo. En casa, ha puesto en marcha una purga despiadada de las instituciones de lo que llama el “estado profundo”, echando a decenas de miles de sospechosos de wokismo, sujetos que a su juicio son “lunáticos izquierdistas”, y se propone hacer lo mismo en el exterior.
Para alarma de los acostumbrados al estilo relativamente amable de gobiernos norteamericanos anteriores, Trump II está actuando y hablando como un nacionalista muy rencoroso. Puesto que cree que, durante muchas décadas, los canadienses, mexicanos, europeos y chinos se han comportado como parásitos para sacar provecho de la bondad candorosa que a su entender es intrínseca a Estados Unidos, quiere forzarlos a cambiar de actitud. Su visión del mundo está empapada de autocompasión, de la convicción de que su país –como él mismo– ha sido víctima de injusticias terribles por parte de otros y que le corresponde castigarlos por lo malo que han hecho. Quiere humillarlos para que no quepan dudas de que Estados Unidos es el más fuerte y que, por lo tanto, tendrán que acatar sus órdenes.
¿Servirán las embestidas arancelarias con las que Trump está presionando a aquellos países que tiene en la mira? Parecería que sí. Para satisfacción de sus adherentes y decepción de sus muchos adversarios, el presidente de Colombia, Gustavo Petro, su homóloga mexicana Claudia Sheinbaum y el primer ministro canadiense Justin Trudeau no tardaron en ceder ante la ofensiva que, para asombro de los atacados, emprendió en su contra. Luego de pensarlo, el colombiano se resignó a aceptar a los compatriotas que Trump deportaba en aviones militares, mientras que la mexicana y el canadiense decidieron que sería de su interés colaborar con él enviando contingentes de tropas a sus fronteras respectivas para impedir o, por lo menos, para reducir la entrada a Estados Unidos de drogas y de inmigrantes indocumentados.
En Europa, donde casi todos los gobiernos se habían acostumbrado desde la segunda mitad de los años cuarenta del siglo pasado a dejar que Estados Unidos se encargara de la defensa, los distintos países están preparándose para aumentar mucho el gasto militar, aunque los políticos responsables saben que hacerlo les ocasionará un sinfín de dificultades. Por su parte, los chinos, que habían previsto que Trump adoptaría una postura aún más dura hacia ellos que la de Joe Biden y han estado diversificando sus lazos comerciales con el resto del mundo, han reaccionado con calma. Estiman que a la larga la ofensiva frenética de Trump será contraproducente para Estados Unidos, sobre todo en el “sur global”, donde muchos la toman por una reedición del imperialismo europeo de otros tiempos.
La voluntad de Trump de usar el poder de consumo estadounidense como un arma ha desconcertado a todos los gobiernos del mundo, en especial a los de países vulnerables. Por mucho que los mexicanos y canadienses insistan en que los norteamericanos de pie pagarían un precio muy elevado si, luego de suspender por un mes la aplicación de aranceles del 25 por ciento, Trump opta por tomar la medida punitiva con la que sigue amenazándolos, ellos mismos sufrirían mucho más.
De los dos vecinos inmediatos de la superpotencia, el peor ubicado es el que Trump quisiera anexar. A pesar de sus imponentes dimensiones geográficas y su status como integrante del G7, Canadá no está en condiciones de salir airoso de una guerra comercial con Estados Unidos que a buen seguro le sería casi tan calamitosa como una convencional. Las economías de Texas, California y Nueva York son mayores que la canadiense, razón por la cual Trump pudo afirmar que, de concretarse un día la incorporación a la Unión del escasamente poblado vecino norteño, bastaría con agregar una sola estrella a la bandera nacional.
Huelga decir que sigue siendo escasa la posibilidad de que los canadienses acepten la invitación poco amistosa del presidente norteamericano a abandonar su independencia y someterse a los dictados de Washington. Si bien no puede sino preocuparles la creciente diferencia que se da entre el dinamismo de la economía de Estados Unidos y el letargo exasperante que se ha hecho característico de la suya, se trata de un problema que preferirían procurar solucionar a su propia manera. Con todo, la conciencia de que serían devastadoras las consecuencias de una ruptura económica con el ogro hambriento que, de tomarse en serio a Trump, quisiera devorarlo, virtualmente asegura que en adelante Canadá sea un Estado vasallo obediente. Lo entendió muy bien el premier saliente Trudeau, de ahí su rendición apenas condicional a las exigencias trumpistas.
Los simpatizantes del líder norteamericano pueden señalar que las barreras arancelarias que está erigiendo y bajando a un ritmo alocado ya han resultado ser más baratas e incomparablemente más eficaces que las tradicionales presiones militares. No le costó un centavo obligar a Sheinbaum y Trudeau a prometer ayudarlo a frenar el ingreso del fentanilo y otras drogas que están causando estragos horrendos entre los norteamericanos. Aunque la adicción a sustancias tóxicas de tantas personas puede atribuirse a las deficiencias culturales de Estados Unidos y a la desesperanza de quienes se han visto depauperados por la desindustrialización que ha llevado a la eliminación de una multitud de puestos de trabajo que antes estaban bien remunerados, el que otros países estén involucrados en su distribución es una realidad que Trump no se propone pasar por alto.
Si bien hasta ahora ha sido muy limitado el impacto global de las “guerras arancelarias” desatadas por el presidente impulsivo de la superpotencia, se ha intensificado el temor a que haya llegado a su fin una época signada por la libertad de comercio en que se vieron beneficiadas miles de millones de personas que, por desgracia, no incluían a muchos argentinos porque el aislamiento económico voluntario del país le impidió participar del gran boom mundial que fue posibilitado por la globalización. Si hasta nuevo aviso los vínculos comerciales dependerán más que antes del alineamiento de los diversos países, los gobiernos tendrán que tomar en cuenta los eventuales costos de desviarse demasiado de la estrategia norteamericana. Para Javier Milei, sentirse obligado a solidarizarse con Trump no planteará dificultades aun cuando las ideas económicas de su “amigo” sean radicalmente diferentes de las suyas, pero para muchos la relación así supuesta sería muy ingrata.
Al optar por hacer valer la supremacía económica de Estados Unidos para conseguir sus objetivos geopolíticos, Trump ha planteado un desafío a los dirigentes de todos los demás países que, les guste o no, tendrán que elegir entre subordinarse a la estrategia norteamericana o intentar vincularse con un bloque rival como el que está construyendo China. Aunque la mayoría preferiría mantenerse equidistantes de los dos gigantes, la neutralidad dejaría de ser una opción atractiva si, como a esta altura parece inevitable, ambos deciden endurecer sus posturas.
Hasta hace relativamente poco, los líderes de los países de la Unión Europea se imaginaban capaces de ofrecer una alternativa a Estados Unidos, pero, lo mismo que Canadá, últimamente la agrupación ha perdido tanto terreno económico y tecnológico que el desánimo, para no decir derrotismo, que sienten es de por sí motivo de preocupación. Habituados como están a dar prioridad, por razones electoralistas, a lo social, los políticos europeos no saben cómo hacer frente a los desafíos planteados a sociedades ricas pero envejecidas que serían incapaces de defenderse contra los enemigos de su estilo de vida sin la ayuda norteamericana.
La guerra feroz que, en Europa oriental, está librando Ucrania contra Rusia les advirtió que sería un grave error continuar aferrándose a la ilusión de que el mundo ya había entrado en una etapa utópica en que el “poder blando” importaría mucho más que el militar, pero gobiernos como el alemán han tardado en adoptar una actitud más realista. Reconocen que, en principio, Trump tiene razón cuando critica a integrantes de la OTAN que se niegan a invertir el dos por ciento de su producto bruto en defensa, pero se resisten a gastar más. Aunque en teoría los europeos deberían haber estado en condiciones de suministrar a los ucranianos una cantidad enorme de armas ultramodernas que les hubieran permitido expulsar a los invasores rusos, pronto se dieron cuenta que sus industrias no podían producirlas. Para más señas, si bien las fuerzas armadas europeas existentes se destacan por su eficiencia, son tan pequeñas que les sería difícil desempeñar el papel de “cascos azules” que velarían por la paz en el caso de que, como quisiera Trump, en los meses próximos se firmara un armisticio; según el presidente ucraniano Volodimir Zelensky, sería necesario que hubiera en el terreno por lo menos 200.000 soldados bien entrenados para cumplir adecuadamente dicha tarea, pero parecería que para la mayoría de los dirigentes europeos se trata de una propuesta absurdamente exagerada.
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