Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 08-06-2017 16:37

El verdadero problema: demasiados diputados

Argentina quiso copiar el sistema norteamericano, pero se garantizó un piso clientelista. Cómo se originó el desfasaje. El congreso inconstitucional y cuántos diputados son necesarios.

Ahora que se puso de moda volver a indignarnos con los salarios –perdón, con las "dietas"– de nuestros legisladores nacionales, entramos nuevamente en la discusión de si está bien o mal que un diputado nacional cobre lo que cobra. Sin embargo, a través de un dato que arrojé en Twitter, me encontré con una controversia que parece que molesta: cuántos diputados tenemos en comparación a otros países. Puntualmente, afirmé que Estados Unidos tiene un representante en la cámara baja por cada 737.000 habitantes, mientras que Argentina se da el lujo de contar con uno cada 163.000, aproximadamente. 4.5 veces más que nuestros vecinos lejanos.

Las comparaciones no siempre son desafortunadas, y menos cuando hablamos de instituciones políticas relativamente modernas. Todos coincidimos en el excesivo número, pero no faltará quien, con cierta lógica, afirme que hay países que tienen muchos más diputados por habitante. Incluso, pueden llegar a sostener que el sistema electoral norteamericano es distinto al nuestro, cuando el sistema electoral define cómo se selecciona a un candidato, no cuántas vacantes hacen falta cubrir.

Lo cierto es que, a la hora de comparar números, lo ideal es hacerlo con pares. En este caso, la Argentina del sistema presidencialista pleno no puede fijarse en los números de diputados de países europeos, donde prevalecen las monarquías constitucionales y los sistemas semipresidencialistas. El lugar al que hay que mirar es a la casa matriz, ahí donde nació el sistema que nos rige a los países presidencialistas, donde patentaron el invento. Sí, Estados Unidos.

Antes que nada, recordemos lo que aprendimos en Ciencias Sociales durante la escuela primaria: los senadores representan a las provincias, los diputados a los ciudadanos. En Estados Unidos no son muy creativos y los llamaron "representantes" a secas.

Los norteamericanos llevaban 66 años de sistema bicameral en funciones cuando en Argentina se aprobó la Constitución Nacional de 1853. Es lógico que les hayamos copiado los esquemas, pero ya partimos con aires de grandeza de entrada.

La sección segunda, cláusula tercera del artículo 1ro de la Constitución norteamericana establece la necesidad de llevar a cabo un censo para determinar cuántos habitantes residen en cuántos lugares y así establecer la cantidad necesaria de representantes, partiendo de un mínimo de uno por cada 30 mil habitantes para garantizar la representación de los habitantes de los Estados menos poblados. El censo lo realizaron un año después. En Argentina, en cambio, se estableció en 1853 que merecíamos un diputado por cada 20 mil habitantes hasta que tengamos un censo. El censo se realizó cinco presidencias más tarde, en 1869 bajo el mandato de Domingo Sarmiento. Porque nos gusta tomarnos las cosas con calma. Aquel censo arrojó una población de 1.877.490 de habitantes pastoreando por las pampas.

Convenientemente, se modificó el sistema de acceso a la Cámara de Diputados a través de una reforma constitucional en 1898.  Y digo convenientemente porque, en caso de regir el principio de nuestro textos constitucional original, hoy Argentina contaría con 2.171 diputados, un número insufrible. Esto ocurrió durante la presidencia de José Evaristo Uriburu, quien impulsó una reforma constitucional para modificar el numerito de un diputado cada 20 mil y llevarlo a uno cada 33 mil. Tenía cierta lógica: dos años antes se había realizado el segundo censo y Argentina había pasado a tener 4.044.911 habitantes. Con el sistema vigente para la época, el Congreso debía tener 202 diputados. El número bajó a 123.

Números más, números menos, meses antes de las elecciones generales de 1983, el presidente de facto Reynaldo Bignone firma el decreto-ley 22.847/83 mediante el cual se fijó el piso de representantes correspondientes a cada habitante, tomando como base el censo de 1980 y varios artilugios, como tres diputados más por provincia, o mismo piso que en las elecciones de 1973. Desde entonces, no se modificó el número de representatividad fijado en un diputado cada 161 mil habitantes, que es el que nos rige hoy. Y de allí se agarran quienes en una jugada magistral afirman que la Cámara de Diputados necesita más legisladores, ya que según esos cálculos de 1983, nos estarían faltando varios caramelos en el frasco legislativo: deberían ser 364. El horror.

Y aquí viene la gran incoherencia: Que después de tantos años de democracia, de discursos antidictatoriales y de reformas de cuanta ley haya quedado de la dictadura por tratarse de "leyes viciadas" que no surgieron de un congreso elegido por el voto popular, nadie haya modificado ese decreto de la dictadura que, de movida, le regala tres diputados a cada provincia sin tener en cuenta que los mismos no representan a las provincias. Para eso está la otra cámara.

El Congreso posee la facultad de modificar el piso de representación, pero no lo hace por una sencilla razón: es a la alza. O sea, el artículo 45 de la Constitución Nacional vigente afirma que solo se puede aumentar el piso, nunca disminuir. Se ve que alguien previó que podíamos terminar como Brasil, que cuenta con 513 diputados (aunque, así y todo, tienen un piso más alto que el nuestro, ya que eligen uno por cada 221 mil habitantes). Y como nadie atenta contra su propia especie, ya sabemos que no podemos esperar de este Congreso una ley que modifique el derecho divino a cobrar por el laburo patético que realizan.

De yapa, va una aclaración sobre el sistema electoral. En 1902, Julio Argentino Roca cursaba su segundo mandato presidencial padeciendo las protestas anarquistas, las huelgas obreras, y los quilombos que le armaban los radicales. A través del superministro Joaquín V. González (su cartera incluía Interior, Justicia, Gobierno y Relaciones Exteriores), el gobierno impulsa una reforma electoral que implementa la circunscripción uninominal, que no es otra cosa que una vacante por distrito. O sea: chau listas sábanas. Para ello, se dividía el país en tantos distritos hicieran falta respetando el piso de representatividad. No fue un invento argento: era el sistema que los norteamericanos usaban. La ley 4.161 existió, pero duró poco: ni bien asumió Manuel Quintana la presidencia, se volvió al sistema anterior que aún nos rige: lista.  En Estados Unidos, al día de la fecha, siguen usando el mismo sistema que 1790.

Los beneficios del sistema uninominal se puede resumir en un sólo ítem: si el diputado representa al pueblo, qué mejor representación que tener un diputado directo que tenga que rendir cuentas a la circunscripción que lo sentó en una banca. La mejor de todas: si se produce una vacante por renuncia, muerte, u otra cosa, no aparece un suplente que nadie conoce, sino que se debe volver a votar en el distrito que eligió al ahora ausente.

El piso que tenemos en Argentina por diputado no es el más bajo de América, pero es un problema serio que ya abarca varias vertientes: un número democrático impuesto por una dictadura, un sistema de elección legislativa ideado por una clase política que tuvo por principal característica negativa la implementación del clientelismo y el fraude, una representación que no representa (¿Alguno sabe quién es el quinto diputado de la lista que votó en las últimas elecciones? ¿Y en la anterior?), y un costo presupuestario que un país en el que el 35% de la mano de obra ocupada es empleada estatal, sin contar planes sociales ni jubilaciones. Y cuando hablo de cuánto nos cuesta cada diputado, no hablo sólo del salario, sino de los seis asesores con los que cuenta de mínima, salvo que participe de varias comisiones parlamentarias para lo cual se les asigna más asesores, más la ridiculez de los gastos de representación que heredamos de tiempos en los que un diputado jujeño podía demorar una semana en llegar a la Capital.

No soy partidario de proponer ideas desde un teclado de escritorio, pero no estaría mal buscar la forma de redireccionar el presupuesto legislativo. Pero para eso, deberíamos replantearnos, primero, qué clase de representación democrática queremos en el Poder Legislativo. Y eso es mucho pedir en un país en el que son minoría los que conocen la diferencia de responsabilidades de un presidente, un gobernador, un intendente, un diputado y un senador.

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