No es fácil tomar en serio a Kim Jong-un, el joven dictador de un país paupérrimo que colecciona armas nucleares como si fueran juguetes, que despedazó con un cañón antiaéreo a un ministro que se había permitido dormitar durante un desfile militar y que difunde videos en que la Casa Blanca se desintegra bajo una lluvia de misiles flamígeros. Pero Kim no es un personaje creado por Hollywood para dar batalla a Batman, Superman, James Bond o cualquier otro héroe imaginario. Es bien real y, a menos que los líderes de lo que los optimistas llaman la “comunidad internacional” consigan disciplinarlo, en cualquier momento podría provocar una catástrofe apocalíptica.
¿Lo entienden el ruso Vladimir Putin, su homólogo chino Xi Jinping y docenas de otros potentados que, con regodeo indisimulado, están mofándose de los esfuerzos de Donald Trump por privarlo del arsenal nuclear que está acumulando con el propósito declarado de hacer de Estados Unidos un mar de fuego? Parecería que no. Es como si tales personajes hubieran llegado a la conclusión de que la amenaza planteada por el joven rechoncho –el que, entre otras cosas, suele liquidar a miembros de su propia familia, como su hermano que en febrero murió asesinado en un aeropuerto de Malasia–, es fruto de nada más que la agresividad irresponsable del narcisista norteamericano y que, si apostara al “diálogo”, no le sería del todo difícil alcanzar un acuerdo mutuamente satisfactorio.
Por desgracia, todo hace pensar que el asunto no es tan sencillo como muchos quisieran creer. A Kim no le importan ni los gestos de buena voluntad ni las reacciones desafiantes. El mundo en que vive es binario: por un lado están él, por el otro el resto del género humano. En su caso particular, un “diálogo” sólo serviría para darle más tiempo en que prepararse para la gran ofensiva contra sus enemigos principales, comenzando con Estados Unidos.
Sería reconfortante suponer que lo único que quiere Kim es obligar a los demás a rendirle homenaje y reconocer que merece un lugar destacado en el Olimpo internacional. Si fuera cuestión de un régimen menos siniestro que el suyo, tal aspiración podría considerarse aceptable; al fin y al cabo, son muchas las dictaduras, entre ellas la nominalmente comunista de China y la monárquica de Arabia Saudita, que se ven tratadas como integrantes respetables del establishment planetario, pero sucede que la tiranía de la dinastía Kim es aún menos previsible que aquella de los ayatolás iraníes y otras que esporádicamente adquieren notoriedad por su salvajismo.
Aunque es habitual calificar el régimen norcoreano de estalinista porque emplea métodos represivos que son similares a los perfeccionados por el genocida georgiano, también tiene mucho en común con el de Hitler. Es el más racista del mundo. Si una norcoreana llega embarazada después de ser expulsada de China, la obligan a abortar para impedir que ensucie con genes impuros “la raza más limpia”. Para más señas, a los propagandistas norcoreanos les parece natural tildar de “mono” a Barack Obama; nunca han ocultado el desprecio que sienten por los negros.
Al Trump instintivamente aislacionista y a la mayoría de sus compatriotas no les gusta para nada sentirse constreñidos a desempeñar el papel ingrato y sumamente costoso de gendarme internacional, pero son conscientes de que no les queda más opción que la de oponerse a los intentos de aprovechar la debilidad, más moral que física, del país que sigue siendo la superpotencia reinante. Es por tal motivo que Trump ha dejado de hablar de lo anacrónica que en su opinión es la OTAN y lo bueno que sería que los afganos, iraquíes y otros se encargaran de sus propios asuntos.
Con todo, en la actualidad los desafíos supuestos por países que, sin la molesta ayuda norteamericana, podrían convertirse muy pronto en reductos yihadistas son menos urgentes que el norcoreano, por tratarse de un enemigo que, siempre y cuando no lo frenan a tiempo, pronto estará en condiciones de incinerar ciudades como Nueva York, Chicago y San Francisco y que, a juzgar por la retórica furibunda de sus líderes, sería plenamente capaz de hacerlo. Es más: puede que el temor a brindar la impresión de sentirse intimidados por Trump los tiente a disparar más misiles sobre los cielos de aliados de Estados Unidos, como el Japón, y continuar detonando más bombas nucleares.
A diferencia de otros estados paria como el Irak de Saddam Hussein y la Libia de Moammar Khaddafy, Corea del Norte puede aprovechar la proximidad de un vecino rico que le sirve de rehén. Sin tener que emplear armas nucleares, podría matar en un lapso muy breve a miles, acaso millones, de surcoreanos que viven a escasos kilómetros de la frontera. Se supone que, de reanudarse la guerra en la península dividida luego de una tregua precaria de más de sesenta años, el poderío norteamericano, combinado con el surcoreano, sería más que suficiente como para aplastar a Corea del Norte, pero nadie ignora que el costo en vidas humanas sería astronómico.
La triste verdad es que todas las opciones son malas. Resignarse a que Kim se pertreche de bombas de hidrógeno y los misiles necesarios para llevarlos a Estados Unidos, Europa, Rusia, Japón o China entrañaría muchos riesgos. Sorprendería que tuvieran las consecuencias deseadas más sanciones económicas, como las que acaba de anunciar el Consejo de Seguridad de la ONU; antes bien, podrían estimular a los norcoreanos a adoptar actitudes todavía más beligerantes. Por lo demás, para que funcionara la política de estrangulación lenta favorecida por los miembros del Consejo, sería preciso que China colaborara, pero el régimen de Xi Jinping siempre ha sido reacio a tomar medidas que a su juicio de sus estrategas podría llevar al colapso de su presunto aliado.
Puesto que la raquítica economía de Corea del Norte depende casi por completo de China, su vecino gigantesco es el único país que posee la capacidad para incidir en su evolución con medios pacíficos. Será por tal razón que Trump insiste, con palabras más belicosas que las empleadas por sus antecesores en la Casa Blanca cuando decían lo mismo, que en circunstancias determinadas Estados Unidos estaría dispuesto a aprovechar su inmenso poder militar. Espera que China abandone la ambigüedad que durante décadas la ha caracterizadopara dejar saber a Kim que ya ha cruzado demasiadas líneas rojas y ha llegado la hora de que se tranquilizase, pero aunque es evidente que Xi Jinping está harto de tener que soportar las extravagancias brutales del joven adicto a los videojuegos y al manga japonés, todavía vacila en llamarlo al orden.
A China no le convendría una implosión porque, de hundirse la dinastía Kim, Corea del Sur podría terminar anexando a su disfuncional hermano norteño. Los chinos temen que, andando el tiempo, tal desenlace significaría tener que convivir con una vigorosa potencia mediana, equiparable al Japón, que tendría vínculos estrechos con Estados Unidos. Tampoco les entusiasma la perspectiva de que su país se viera inundado por millones de refugiados norcoreanos hambrientos, si bien entenderán que tal eventualidad sería preferible a la destrucción y contaminación que ocasionaría una guerra atómica dentro de lo que toma por su propia esfera de influencia.
Por su parte, los surcoreanos no quieren que la sociedad próspera que han sabido construir se vea forzada a dar la bienvenida a hordas de famélicos procedentes de un estado totalitario en que rigen valores que son muy distintos de los suyos. Dicen estar convencidos de que las diferencias, tanto culturales como materiales, entre el Sur y el Norte de su país se han hecho decididamente mayores que las que separaban a los alemanes de la DDR sovietizada de los de la Alemania Federal occidental y capitalista.
Por ser tan atroces las otras alternativas, está ganando terreno la idea de que lo menos malo sería que el mundo se habituara a la existencia de un “reino ermitaño” nuclear de costumbres tan exóticas que a menudo parecen incomprensibles, para entonces rezar para que el poder seductivo de un mundo cada vez más globalizado logre superar las barreras erigidas por los Kim y sus secuaces para mantenerlo a raya. Aunque dicha política supondría abandonar a una suerte terrible a 25 millones de personas, víctimas de una dictadura cuya crueldad es comparable con la del Estado Islámico, sería una versión de la vigente desde hace muchos años que al menos ha servido para prolongar la paz en Asia oriental.
Así y todo, la pasividad frente a Corea del Norte acarrearía una desventaja: estimularía la proliferación nuclear. Lejos de resistirse a compartir sus logros nucleares y balísticos con otros “estados canalla”, a través de los años los norcoreanos se han manifestado más que dispuestos a colaborar, a cambio de dinero, con los iraníes, yihadistas de otras ramas del islam e incluso organizaciones criminales. Por un rato, una decisión colectiva de no hacer nada podría ahorrarle al mundo una pesadilla, pero sería a costa de permitir que surjan otras, tal vez muchas otras, en los meses y años venideros. Si bien desde 1945 las armas nucleares han permanecido en manos de personas que han preferido la vida a la muerte, no hay garantía alguna de que, tarde o temprano, no las consigan sujetos capaces de inmolarse para cumplir un rol protagónico en alguno que otro gran drama cósmico.
por James Neilson
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