Friday 19 de April, 2024

OPINIóN | 02-02-2021 00:56

Alberto Fernández y el Coronavirus: comenzó la contraofensiva

Aunque las vacunas consigan frenar la propagación del coronavirus, no podrán eliminarlo por completo. Lo más probable es que sea necesario modificarlas todos los años.

No sólo Alberto Fernández sino también todos los demás mandatarios rezan para que las vacunas que se han desarrollado –en distintos lugares, ya han comenzado a aplicarse más de media docena–, hagan que las hasta ahora indómitas huestes virales se batan en retirada para que el género humano pueda reanudar las actividades que en otros tiempos se tomaban por “normales”. Sin embargo, aun cuando las vacunas resulten ser tan potentes como prevén sus creadores, tal proeza no significaría el fin de la guerra extraña que está librando la especie más inteligente del universo que conocemos contra patógenos tan humildes que ni siquiera son capaces de sobrevivir por mucho tiempo fuera de las células de organismos menos rudimentarios.

En comparación con otros virus, el responsable de la pandemia que ha provocado tantos estragos es relativamente benigno; de haber sido cuestión de aquel de la “gripe española”, digamos, ya estaríamos lamentando la muerte de decenas, tal vez centenares, de millones de personas, entre ellas muchísimas jóvenes, pero aquel patógeno que nos atacó un siglo atrás dista de ser el más letal de los que están en el radar de los epidemiólogos. Hay otros que son llamativamente peores.

En la lucha que están librando contra la ciencia humana, los virus cuentan con ventajas que andando el tiempo podrían serles decisivas; forman parte de un ejército que, guiado por la evolución que funciona como una supercomputadora que aprende de sus errores, puede adaptarse con rapidez a circunstancias nuevas. Con frecuencia desconcertante, incorpora a sus filas mutantes, como los llamados británicos, sudafricanos y brasileños por los países en que los detectaron por primera vez, que son más infecciosos que los chinos originales y por tal razón se las arreglan para reemplazarlos.

De todos modos, si bien es razonable esperar que las vacunas logren protegernos contra los invasores microscópicos que en pocos meses lograron llegar a la Antártida, persisten dudas en cuanto a la eficacia y la seguridad de los distintos productos que están apareciendo, en especial de los que todavía no han sido aprobados por las agencias correspondientes de los países más avanzados. Así pues, mientras la Sputnik V rusa y sus equivalentes chinas no hayan sido autorizadas por los reguladores norteamericanos y europeos, habrá motivos legítimos para aguardar hasta que, luego de haber completado la llamada “fase tres”, se hayan publicado todos los resultados en una revista internacionalmente prestigiosa.

Por supuesto, puede argüirse, como hacen los lideres de Austria, Dinamarca, Grecia y otros países, que por ser tan grave el impacto de la pandemia en la vida de casi todos, la cautela extrema que siempre ha sido característica de la Administración de Alimentos y Medicamentos estadounidense y la Agencia Europea de Medicamentos es contraproducente, ya que sería mejor iniciar cuanto antes el uso de las vacunas más promisorias aun cuando pudieran existir algunos riesgos, pero los gobiernos democráticos entienden que es necesario que la ciudadanía confíe plenamente en la seguridad de las que se proponen emplear.

Tal actitud puede comprenderse; de difundirse la sensación de que los gobiernos están jugando con la vida de las personas, tratándolas como cobayos, podrían desatarse rebeliones inmanejables en países –entre ellos Francia, Alemania e Italia–, en que la resistencia a los encierros, toques de queda y otras medidas draconianas que se han tomado, ya han provocado muchos problemas. No es que todos los rebeldes estén convencidos de que el coronavirus es sólo un cuco inventado por los medios o por políticos siniestros, es que tienen motivos para suponer que, desde su propia perspectiva por lo menos, sería mejor apostar al sentido común de cada uno.

Cuando de la eventual efectividad de los programas de vacunación se trata, los legos dependemos de lo que dicen los epidemiólogos, pero sucede que ellos también tienen sus preferencias, de suerte que es inútil pedirles hablar con una sola voz. Para colmo, aquí como en el resto del mundo, a menudo los presuntos expertos son militantes de facciones políticas que, por alguna que otra razón, se han comprometido con una vacuna determinada y reaccionan con indignación cuando alguien se anima a criticarla.

Así, pues, Alberto y quienes lo rodean, además de Axel Kiciloff y sus colaboradores, son partidarios entusiastas de la Sputnik V que está llegando aquí en vuelos especiales, mientras que integrantes de Juntos por el Cambio nos recuerdan que, fuera de la esfera de influencia rusa, aún escasean los países que están dispuestos a usarla. Huelga decir que la voluntad generalizada de politizar el tema y aprovechar las oportunidades que brinda para criticar con furia el desempeño pasado o actual de quienes se atreven a opinar, no ayuda en absoluto a crear el clima de confianza que el país precisa. Antes bien, contribuye a ampliar la grieta que separa a la clase política nacional de quienes no comparten las obsesiones particulares de sus miembros más locuaces.

Hace algunos meses, pareció que en el hemisferio norte la pandemia tendía a perder fuerza, pero entonces la “segunda ola” puso fin al optimismo tenue que tantos sentían. El relajamiento, además del frio otoñal seguido por un invierno gélido, contribuyeron a un aumento abrupto del número de contagios y de muertes en todos los países, incluyendo a algunos, como Alemania, en que se habían registrado menos casos que en sus vecinos durante la “primera ola”, de ahí la introducción de cuarentenas aún más severas que la ensayada aquí, con patrullas policiales y hasta militares en las calles de algunas ciudades y multas altísimas para los infractores, todo lo cual alarma a los preocupados por las libertades civiles.

En vista de las tasas elevadas de mortandad que se registraba, la voluntad de los gobiernos europeos y, últimamente, de muchos estados norteamericanos, de tomar medidas muy duras puede entenderse, pero aunque es evidente que el virus no podrá difundirse si nadie se acerca a nadie, también lo es que la parálisis generalizada causada por el distanciamiento social obligatorio postergó hasta nuevo aviso la prevista recuperación económica y por lo tanto la posibilidad de que, una vez terminada la pandemia, la mayoría pueda salir pronto de la pobreza denigrante en que tantos ya han caído, sobre todo los que dependen de las actividades más perjudicadas como las vinculadas con el turismo, la hotelería, la gastronomía y la aviación.

¿Lograrán los programas de vacunación que se han emprendido cambiar el panorama económico nada bueno que enfrentan casi todos los países del mundo con la excepción aparente de China? Los más ambiciosos y, por ahora, los más exitosos han sido los de Israel, donde más del 30 por ciento de la población ya ha sido inoculado, y el Reino Unido, en que más de cinco millones, empezando con los trabajadores médicos y los ancianos, han recibido la primera dosis de las dos que necesitarán, pero aún es temprano saber si la campaña británica resultará en una reducción dramática de la cantidad de fallecimientos diarios.

Por lo demás, se ha informado que en Noruega murieron más de treinta personas luego de recibir el producto juzgado más eficaz, el de Pfizer; por tratarse de ancianos de salud sumamente precaria, acaso sería un error atribuir los decesos a la vacuna, pero es innegable que tales episodios tienen un impacto desalentador. Sea como fuere, el que una proporción muy grande de las víctimas mortales de Covid-19 sean personas que están acercándose al fin de su vida natural hace muy difíciles los esfuerzos por estimar la eficacia tanto de los remedios que están ensayándose como de las vacunas. ¿Mueren todos de Covid o con Covid? En la mayoría de los países, cualquiera que se ha visto afectado por el virus se ve incluido en la lista de víctimas aunque es posible que haya muerto por otra causa, lo que, desde luego, motiva las sospechas de los tentados a creer que muchos gobiernos están exagerando la peligrosidad del virus porque les brinda un pretexto para adoptar medidas de control autoritarios.

Para más señas, si bien el “exceso de mortalidad” notable que se ve en los países más golpeados hace pensar que las estadísticas oficiales reflejan la realidad, muchos habrán fallecido a causa de otras enfermedades que, debido a la voluntad universal de dar prioridad a Covid-19, no fueron consideradas lo bastante urgentes como para justificar la internación de quienes las sufrían.

Aunque las vacunas consigan frenar la propagación del coronavirus, no podrán eliminarlo por completo. Lo más probable es que, como ocurre con las que se usan contra la gripe común, sea necesario modificarlas todos los años. Estará en lo cierto, pues, Stéphane Bancel, el CEO de Moderna, una de las empresas cuyas vacunas han sido autorizadas para usar en la emergencia que ha puesto buena parte del mundo de rodillas, cuando advierte que “vamos a convivir con este virus para siempre”. Es lo que hacemos con muchos otros parecidos que, a pesar de los intentos de mantenerlos a raya, resurgen esporádicamente para sembrar la muerte, sin que, hasta hace aproximadamente un año, a nadie se le ocurrió tratar de combatirlos obligando a virtualmente todos los habitantes de los países más desarrollados a quedarse donde están hasta que el peligro haya pasado.

 

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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