Hay un poder de veto, con V corta, de vicepresidenta. Y hay un poder de Beto, con B larga, que es el de Alberto, el Presidente.
La cuestión en este nuevo Gobierno es si se impone el poder de veto o el poder de Beto.
El poder de veto es capaz de sacar a un ministro de Economía que ya parecía puesto, Guillermo Nielsen, y también de tachar al que era su reemplazante cantado, Martín Redrado.
El poder de Beto consiste en aceptar esas bolillas negras de la jefa y tener a mano una tercera opción, un plan C, como Martín Guzmán, y así y todo manejar la economía.
El poder de veto significa marcarle la cancha a Alberto en plena Plaza de Mayo y decirle delante de todos: “No se olvide de su pueblo, Presidente, y no se preocupe por las tapas de los diarios”. O sea, nada de gestos amables al establishment o al Grupo Clarín.
El poder de Beto consiste en hablar de unión, de superar las divisiones, y abrazarse con Macri en medio del traspaso de mando, mientras la vicepresidenta le da vuelta la cara al Presidente saliente y le estrecha la mano con gesto de asquito.
El poder de veto es desarmar un Gabinete que ya estaba armado, sacar a los aliados de Sergio Massa y poner a los amigos y las amigas de Máximo aquí y allá.
El poder de Beto es hacer de equilibrista, gobernar a pesar de esas imposiciones y disimularlas ante la opinión pública.
Hay un poder de Beto, con B de botonera. Y un poder de veto, con V de votos.
Hay un poder de Beto, con B de banda y bastón. Y un poder de veto, con V de venganza y de volvimos.
¿Podrán convivir?
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