Jesús palestino (ChatGpt)

Jesús “palestino”: la progresía antisemita que manipula la historia

La causa palestina no necesita falsificar datos para generar relato. Pero la militancia anti judía eligió hacerlo, usando a Jesús como arma retórica.

En los márgenes de la política contemporánea, donde la indignación moral suele imponerse a la precisión histórica, se consolida cada vez más, un fenómeno inquietante: la torsión deliberada del pasado para legitimar un relato ideológico del presente. La reciente circulación del mantra “Jesús era palestino”, amplificado por figuras globales como Greta Thunberg, y replicado sin matices por referentes de la progresía argentina como Juan Cabandié, no es un gesto inocente ni un error menor. Es una operación mediática y de redes, diseñada para reescribir la historia con fines políticos, y sobre todo, para utilizar el conflicto de Medio Oriente y llevarlo una lógica binaria donde Israel encarna el mal absoluto, y “lo judío” queda reducido a una anomalía moral.

El mecanismo maniqueo es conocido: se toma un dato real —Jesús nació en Belén— y se lo somete a una traducción anacrónica. Belén hoy se encuentra en la Cisjordania administrada por la Autoridad Palestina; ergo, Jesús “era palestino”. La falacia es evidente para cualquier lector mínimamente formado en historia antigua. En tiempos de Jesús, Palestina no existía como entidad política, nacional ni identitaria. Jesús nació judío, vivió como judío, predicó dentro del judaísmo del Segundo Templo, y fue ejecutado por Roma como judío. Negar ese dato no es una discusión académica: es una forma de violación identitaria.

Como explicó  Philip C. Almond en The Conversation, llamar “palestino” a Jesús solo es posible a partir de una operación retrospectiva: el nombre “Palestina” fue impuesto por el Imperio Romano recién en el siglo II (doscientos años después del nacimiento del mesías), tras la rebelión de Bar Kojba, precisamente para eliminar toda referencia judía de Judea. Es decir, la categoría “palestino” nace como un castigo colonial contra los judíos. Convertir hoy a Jesús en “palestino” no solo es históricamente incorrecto: reproduce, paradójicamente, la misma lógica romana de negación de la identidad judía.

Conviene detenerse un instante en una confusión habitual, explotada con deliberación por el activismo contemporáneo: la invocación de Heródoto, el llamado “padre de la Historia”, como prueba de que Palestina existía ya en tiempos antiguos. Es cierto que Heródoto -que era griego dicho sea de paso- utilizó el término Palaistinê en el siglo V a.C., pero lo hizo en un sentido estrictamente geográfico, no político ni identitario. En sus Historias, Heródoto describe una franja costera del Levante meridional —la costa oriental del Mediterráneo entre Fenicia y Egipto— a la que denomina “Palestina-Siria”. Ese nombre deriva de los filisteos (Peleshet en hebreo), un pueblo asentado en la zona costera cercana a Gaza, no en Judea, Samaria o Galilea.

Para Heródoto, Palestina no era una nación, ni un Estado, ni una identidad étnica equivalente a la actual, sino una región costera conocida por los griegos a partir de los filisteos y administrativamente integrada a Siria bajo dominio imperial. La oficialización política del nombre “Palestina” para designar a todo el territorio —incluida Judea— es muy posterior al nacimiento de Jesús y se produce justamente recién en el siglo II d.C. Confundir el uso geográfico limitado de Heródoto con una identidad nacional moderna no es ignorancia inocente.

Es que el problema no es solo académico. En el ecosistema militante contemporáneo, esa tergiversación cumple una función política concreta. Al “palestinizar” a Jesús, se busca despojar al cristianismo de su figura fundacional y reapropiarla como arma retórica del mundo árabe y la izquierda global contra el Estado de Israel. Jesús deja de ser un judío de Judea para convertirse en una víctima arquetípica de la “ocupación”, un mártir retroactivo del conflicto actual.

En ese contexto, los posteos de Thunberg y Cabandié no operan como opiniones aisladas, sino como piezas de un relato coral más amplio, donde la causa palestina se fusiona peligrosamente con una narrativa antijudía de largo aliento. No se critica una política concreta del gobierno israelí —algo legítimo y necesario—, sino que se cuestiona la legitimidad histórica, identitaria y hasta espiritual de lo judío en esa tierra. El judío aparece como intruso eterno, incluso cuando se habla de un judío nacido hace más de dos mil años.

La respuesta de Alejandro Bimbi apunta justamente a ese núcleo: no estamos ante una defensa humanitaria, sino ante una pedagogía del odio disfrazada de progresismo. Cuando la historia se simplifica hasta convertirse en moralina binaria, el resultado no es justicia sino propaganda. Y la propaganda necesita símbolos potentes. Jesús, probablemente, es el más eficaz de todos.

El maniqueísmo que estructura este relato no admite ambigüedades: de un lado, los oprimidos eternos; del otro, los opresores absolutos. No hay historia, no hay contextos, no hay pluralidad. Que existan palestinos cristianos, musulmanes y laicos; que existan judíos seculares, religiosos, críticos del gobierno israelí; que el conflicto sea producto de capas sucesivas de imperios, mandatos coloniales, guerras regionales y decisiones políticas fallidas, todo eso estorba.

La figura de Jesús funciona como atajo emocional. Si Jesús “era palestino”, entonces Israel no solo ocupa un territorio,  : subyuga al propio Cristo. El salto lógico es brutal, pero eficaz. Y como toda operación simbólica exitosa, se viraliza rápido, se repite sin chequeo y se defiende con fervor religioso.

La paradoja es total: quienes dicen hablar en nombre de los derechos humanos reproducen una narrativa que borra la historia del judaísmo. Quienes se proclaman antirracistas adoptan una lectura antisemita. Quienes denuncian colonialismos reciclan, sin saberlo o sin importarles, una imposición romana diseñada para castigar a los judíos.

En suma, defender los derechos del pueblo palestino no exige negar que Jesús fue judío. Exige, justamente, lo contrario: aceptar que la historia es compleja, que las identidades no son consignas y que el sufrimiento no se jerarquiza borrando al otro. Todo lo demás es propaganda y prejuicio.

 

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