El placer de comprar, siempre atribuido a las mujeres. (Freepik)
¿Por qué se pierde el hábito de la compra presencial?
Mientras las tiendas son desalojadas por el consumo digital, el acto de comprar se vuelve un lujo que conecta con nuestra identidad cultural.
Ir de compras fue, durante más de un siglo, mucho más que una transacción. Era un plan de fin de semana, un paseo familiar, una forma de entrar en contacto con lo nuevo y de pertenecer. Los grandes almacenes marcaron estaciones en el calendario (Navidad, liquidaciones, cambio de temporada) y convirtieron la ciudad en escenario de deseo y abundancia. Después vinieron los shoppings, donde la experiencia adquirió un clima controlado, con cafés, cines y vidrieras hasta tarde.
Hoy el hábito cambió de piel: el clic reemplazó parte del recorrido, las tiendas funcionan como showroom y hasta las colas virales por un producto son parte del espectáculo. Sin embargo, la compra física resiste como rito urbano. Esa transformación es la que retrata Mercedes Cebrián en "Estimada clientela" (Siruela), un libro que mira con nostalgia y precisión cómo fue cambiando la forma de comprar.
Toda una cultura
En su tiempo, los grandes almacenes fueron mucho más que espacios para comprar. Más bien, inauguraron un modo de vivir la ciudad y fueron la primera gran revolución del consumo urbano. Allí se compraba y también se paseaba, se miraba, se aprendía qué era la moda y qué significaba el progreso. "Una ciudad en España era una ciudad importante cuando tenía su Corte Inglés”, destaca Cebrián.
En Buenos Aires, el Harrods de la calle Florida también condensó esa promesa de modernidad. Hoy, su edificio venido a menos se siente como una herida: “Pasé por el Harrods abandonado. Rompe el corazón", confiesa la autora sobre su último viaje. Esa melancolía condensa el papel simbólico de estos espacios. Más que un lugar de ventas, fueron verdaderos hitos urbanos capaces de definir la identidad de una ciudad.
Y esa identidad no se juega solo en la escala de lo urbano, también en lo personal. Lo que elegimos comprar (y lo que decidimos no) sigue funcionando como una forma de presentarnos ante los demás. “Construimos nuestra personalidad a través de nuestros gustos de consumo y de lo que no compramos. Es una declaración sobre quién somos y quién no”, reflexiona Cebrián. Esa dimensión muestra por qué los negocios son escenarios donde todavía hoy se modelan pertenencias, aspiraciones y memorias colectivas.
El rito y la pantalla
La historia del consumo también tiene una dimensión estética y cultural. Ir de compras nunca fue solo un trámite, porque hasta en las ferias de fin de semana el acto está atravesado por rituales, gestos y un vocabulario propio. “Todo el mundo tiene recuerdos de compra -desde el uniforme escolar hasta el primer disco adolescente-, aunque seamos conscientes de los excesos del consumismo. Todos hemos ido de compras y seguimos yendo, de una u otra manera”, marca la autora.
Pero ese recorrido, que parecía inmutable, tuvo un quiebre en 2020. Durante los meses de confinamiento, los grandes centros comerciales, los negocios de ropa y las tiendas de cercanía permanecieron cerrados. El consumo se desplazó de golpe al terreno digital, con el auge de las plataformas de delivery y las compras online. La experiencia colectiva del paseo se redujo a la pantalla: mirar, elegir y pagar desde casa.
El regreso a la normalidad no significó volver al punto de partida. Desde entonces, las tiendas físicas funcionan cada vez más como showrooms, lugares donde se toca y se prueba aquello que, muchas veces, se termina comprando online. Pero lo presencial, lejos de extinguirse, conserva su atractivo porque ofrece el orden, la abundancia y la experiencia sensorial del espacio compartido (puntos de los que carece la virtualidad). E incluso la cultura digital puede generar ritos presenciales: hoy los jóvenes hacen colas para acceder a locales o productos virales que circulan en redes sociales y se convierten en objetos de deseo.
El nuevo lujo
En medio de la avalancha digital, las ferias y mercados siguen defendiendo un lugar propio. “Ahí hablas no solo con quien lo vende, sino con quien lo fabricó, eligió la lana, tejió. Es un reducto muy pequeño que reivindica el placer de ir de compras”, apunta Cebrián. Esa experiencia, casi artesanal, contrasta con la producción industrial y recupera el costado humano del consumo.
Al mismo tiempo, compone lo que podría considerarse "el nuevo lujo" en el universo del consumo: la experiencia. “El lujo está en que quien vende la carne me haga el corte y me lo explique, mucho más que en comprarlo envasado, por más tiempo que eso me ahorre", razona la especialista. Como en España, cuando un cortador de jamón ibérico (una profesión en sí misma) prepara la pieza en directo. Ese gesto, aparentemente cotidiano, hoy se transforma en un privilegio. Frente a la homogeneidad de la compra online, la singularidad del trato humano adquiere un valor inesperado.
Al mismo tiempo, los negocios son refugios. Lo son en ese rato en el que tenemos que "hacer tiempo", y entonces nos cobijamos en el aire acondicionado los días de calor y la calefacción los de frío, o de la lluvia. Porque somos posibles clientes en cualquier local. "Puedes entrar, mirar y tocar. Y eso no puedes hacerlo en casa de alguien que no conoces, ¿no?", sonríe la autora.
Dos estilos
Por décadas, el acto de ir de compras estuvo asociado a las mujeres. Para muchas, en tiempos en que la vida doméstica las confinaba al hogar, salir a elegir productos era un respiro y, a la vez, la responsabilidad de decidir qué y cuánto se compraba, siempre bajo la mirada de sus maridos. Esa rutina moldeó la idea de que ellas eran naturalmente más proclives al consumo.
Cebrián rescata también cómo la cultura visual reforzó esa imagen: las representaciones de mujeres cargadas de bolsas de tiendas, caminando con paso elegante, fueron instalando un arquetipo femenino vinculado a la compra como ocio y distinción. Frente a eso, los hombres aparecían muchas veces en el rol de acompañantes resignados, aburridos o directamente enojados mientras sus parejas recorrían vidrieras. Una imagen que todavía circula.
Pero esa división empieza a resquebrajarse. El consumo deportivo, la electrónica o incluso el universo de las zapatillas crearon espacios en los que ellos también ejercen su papel de expertos y coleccionistas. Aunque esas excepciones no borran la carga simbólica: ir de compras sigue estando más naturalizado para las mujeres, mientras que a los varones todavía se los piensa “fuera de lugar” si no es en esos nichos.
De cualquier forma, se aplaude la iniciativa. Porque en tiempos en los que cierran cada vez más negocios ("este es un libro que atrasa, cuando se publique habrán cerrado para siempre algunas de las tiendas que menciona", advierte la autora), comprar se vuelve casi un gesto de resistencia. Mucho más que un acto de intercambio, es una manera de estar presentes en el mundo.
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