Malasia (CEDOC)
Malasia: el último apartheid del mundo que nadie quiere ver
En Malasia, un país de 30 millones de habitantes con una mayoría musulmana, se desarrolla desde hace décadas un sistema de discriminación estructural que equivale a un apartheid étnico y religioso.
Esta discriminación, institucionalizada en leyes, políticas y prácticas sociales, afecta directamente a la población de origen chino en ese país, privándola de derechos plenos y colocándola en una posición de ciudadanos de segunda categoría. Lejos de mejorar, el escenario se endureció en años recientes, impulsado por una islamización del Estado y la sociedad, un clima político cada vez más conservador y la consolidación de partidos islamistas como el PAS, que ya domina varios estados y apunta al gobierno central en 2028. Lo más inquietante es que esta situación, no despierta indignación internacional, sino que pasa inadvertida o es deliberadamente ignorada por todos, incluidas potencias como China, que deberían velar por la seguridad y los derechos de las comunidades chinas en el exterior.
Las raíces del apartheid malasio se encuentran en la política de “derechos especiales” para los bumiputera —literalmente “hijos de la tierra”, es decir, los malayos musulmanes y ciertas comunidades indígenas— introducida en la Nueva Política Económica (NEP) de 1971. Bajo este paraguas legal, esta población goza de privilegios en educación, empleo, licitaciones públicas, propiedad de tierras y acceso a créditos, mientras que los chinos y otros no bumiputera están excluidos o severamente limitados. En la práctica, esto significa que un joven chino malasio, por brillante que sea, tiene menos posibilidades de acceder a una universidad pública de prestigio que un malayo con notas mediocres, porque los cupos están reservados por cuotas étnicas. En el sector público, el favoritismo es explícito: el acceso a la función pública está mayoritariamente vedado a los chinos, y en las fuerzas armadas o la policía su presencia es marginal. El mercado inmobiliario también está segmentado: los bumiputera reciben descuentos obligatorios del 5% al 15% en la compra de propiedades, mientras que los chinos pagan el precio completo. En licitaciones y contratos estatales, la participación está restringida por normativas que privilegian a empresas con mayoría de accionistas bumiputera.
Este sistema, que ya de por sí establecía una desigualdad estructural, se agravó por la deriva islamista de Malasia. Desde la década de 1980, la UMNO —partido dominante durante décadas, adoptó un programa de islamización para competir con el PAS en la captación del voto malayo-musulmán, con la intensificación de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas y el refuerzo de la asociación entre identidad nacional e islam. En consecuencia, los jóvenes malayos crecieron en un entorno donde religión y política se funden, y donde el islam se presenta como inseparable de la definición de ser malasio. Esto deja a los chinos, en su mayoría no musulmanes, aún más fuera del marco identitario nacional.
Hoy, con el PAS como fuerza parlamentaria dominante y expandiendo su influencia de los bastiones rurales a las áreas urbanas, el riesgo para las minorías es mayor que nunca. Este partido no oculta su aspiración de convertir a Malasia en un Estado regido por la sharía, un escenario en el que las comunidades no musulmanas tendrían todavía menos derechos y libertades. La islamización acelerada ya produjo un endurecimiento social visible: casos como el de un anciano malayo que abofeteó a un adolescente por comer en público durante el Ramadán se vuelven virales y son celebrados por sectores que ven en la imposición pública de las normas religiosas un deber cívico. Según encuestas recientes, el 86% de los musulmanes malasios apoya que la sharía sea la ley nacional, y entre los jóvenes malayos el principal criterio de voto es “defender el islam”.
En este contexto, los chinos malasios están atrapados en una situación de vulnerabilidad política y social. No solo se enfrentan a barreras legales y económicas, sino también a un clima de creciente hostilidad que asocia “lo malasio” con “lo malayo-musulmán”. Si las tendencias actuales se mantienen, y este país avanza hacia un Estado teocrático, las minorías no musulmanas quedarán en una posición todavía más precaria, sin protección efectiva ni dentro ni fuera del país.
Lo más llamativo es la indiferencia de China ante esta realidad. A diferencia de Israel, que despliega recursos diplomáticos y militares para proteger a los judíos en cualquier parte del mundo, o de Estados Unidos, que interviene políticamente ante la detención o maltrato de ciudadanos estadounidenses en el extranjero, Pekín guarda silencio. Ni la diplomacia china ni los organismos oficiales denunciaron las políticas de apartheid que marginan a una población con la que comparten vínculos étnicos y culturales. Esto se explica en parte por la naturaleza del propio régimen chino, que prioriza los intereses estratégicos y comerciales sobre la defensa de los derechos de su diáspora. Malasia es un socio importante en la Iniciativa de la Franja y la Ruta, y Pekín no arriesgará sus inversiones o su influencia regional para defender a una minoría cuya situación, además, incomoda a sus propios aliados musulmanes en el mundo islámico.
La pasividad china es doblemente irónica porque el régimen de Pekín utiliza el discurso de “la nación china global” para fines internos y propagandísticos, pero lo abandona cuando esa retórica choca con intereses geopolíticos. Para los chinos malasios, esta falta de apoyo externo significa que no tienen un Estado dispuesto a respaldarlos, lo que los deja completamente expuestos a las políticas discriminatorias de Malasia. Tampoco hay una reacción significativa de Naciones Unidas, que mostró una tolerancia inexplicable hacia un sistema de segregación étnica institucionalizado, ni de las potencias occidentales, más centradas en otras crisis como el conflicto en Ucrania o las tensiones en Oriente Medio.
El riesgo de este desinterés es evidente. La historia reciente muestra que cuando un país adopta políticas cada vez más islamistas, el espacio para las minorías religiosas se reduce. Estados con tendencias similares se convirtieron en santuarios para grupos extremistas, en sociedades donde las libertades individuales son aplastadas y en fuentes de inestabilidad regional. Si a eso se añade una minoría significativa, económicamente activa y claramente diferenciada por su religión y cultura, el resultado es un blanco perfecto para políticas represivas o incluso episodios de violencia étnica. Malasia, en su trayectoria actual, se acerca peligrosamente a ese escenario, y cada paso en la radicalización política y social agranda el riesgo.
Que este proceso ocurra a plena vista del mundo, sin sanciones ni condenas internacionales, convierte a Malasia en un caso único: el último Estado con un apartheid reconocido por sus propias leyes y mantenido sin disimulo. La diferencia con otros regímenes represivos es que aquí la discriminación es abierta, codificada en políticas públicas y defendida como parte esencial de la identidad nacional. Los chinos malasios lo viven cada día en las aulas, en el acceso a empleos, en las oportunidades de negocio y en la representación política. Entre tanto, el país avanza hacia un modelo de Estado cada vez más alineado con las corrientes islamistas más duras, y nadie parece dispuesto a frenar esta deriva.
En este silencio cómplice, el apartheid malasio contra los chinos no solo se perpetúa, sino que se refuerza, impulsado por una ideología nacionalista-religiosa que fusiona identidad étnica e islamismo. Si la tendencia continúa, no será una sorpresa que, en unos años, el país figure no solo como un ejemplo de discriminación estructural, sino como un foco de inestabilidad regional con consecuencias que irán mucho más allá de sus fronteras. Y entonces, como tantas veces, los discursos de “nadie lo vio venir” serán tan falsos como inútiles.
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