Kast, Milei y la motosierra (Presidencia)

Orden mata relato: qué hay detrás de la victoria de Kast y la alianza con Milei

El balotaje chileno dejó atrás identidades ideológicas: ganó la promesa de control frente a la fatiga política.

El balotaje presidencial chileno del 14 de diciembre de 2025 no fue simplemente una alternancia de nombres, sino una señal política de mayor densidad: marcó la consolidación de un nuevo orden dentro de la derecha y, al mismo tiempo, desmontó varias lecturas simplistas sobre el voto “antisistema”. La victoria de José Antonio Kast fue amplia y estructural. No se explicó solo por el rechazo a su rival, Jeannette Jara, sino por su capacidad de transformar una primera vuelta fragmentada en una segunda vuelta disciplinada, casi sin fugas, algo poco frecuente en la política chilena reciente.

Kast logró lo que parecía improbable semanas antes: absorber prácticamente la totalidad de los votos de los candidatos de derecha que habían quedado fuera del balotaje y, además, captar una porción decisiva del electorado de Franco Parisi. La derecha chilena, que en la primera vuelta se había expresado de manera dispersa entre opciones conservadoras, liberales y libertarias, encontró en Kast un punto de convergencia. La lógica del “mal menor”, combinada con una campaña centrada en seguridad, orden y control migratorio, redujo al mínimo el costo de coordinación de ese espacio político. Allí donde antes había competencia, en la segunda vuelta hubo alineamiento.

El dato más revelador del balotaje no estuvo solo en el reparto final de votos, sino en la participación. Contra la idea de que el electorado “outsider” tiende a retirarse del sistema en instancias decisivas, la segunda vuelta convocó casi la misma cantidad de votantes que la primera: la caída fue de apenas 0,4%. Es decir, no hubo deserción significativa. Esto es clave para entender el comportamiento del voto de Parisi. Sus seguidores, definidos por el propio líder del PDG como “ni fachos ni comunachos”, no se comportaron como un bloque antisistema en sentido estricto. No se quedaron en sus casas ni eligieron masivamente el voto nulo. Fueron a votar y se dividieron entre Kast y Jara, confirmando que su identidad política no es ideológica sino pragmática, orientada por problemas concretos más que por pertenencias partidarias.

Ese comportamiento terminó favoreciendo a Kast. Una parte sustantiva del electorado de Parisi se inclinó por el candidato que ofrecía respuestas más simples y directas frente a las dos grandes ansiedades del momento: la inseguridad y el desorden migratorio. El resto se repartió entre Jara y opciones residuales, pero sin alterar el cuadro general. En términos políticos, el voto “ni-ni” funcionó como un electorado bisagra que, esta vez, se volcó mayoritariamente hacia el orden antes que hacia la continuidad.

La derrota de Jara, en ese marco, no puede leerse solo como una falla de campaña. Su candidatura cargó con el desgaste acumulado del ciclo político abierto tras el estallido social de 2019: procesos constituyentes fallidos, expectativas sobredimensionadas y una percepción extendida de fatiga con un oficialismo asociado —justa o injustamente— a la incapacidad de traducir demandas sociales en estabilidad cotidiana. En la segunda vuelta, el eje ya no fue cambio versus continuidad, sino control versus incertidumbre. Y en ese terreno, Kast logró correr el debate desde lo ideológico hacia lo operativo.

El triunfo, sin embargo, abre un escenario complejo. Kast llega al poder con un mandato claro en términos simbólicos —ordenar la economía, recuperar la seguridad, endurecer la política migratoria—, pero con fuertes restricciones institucionales. Gobernará con un Congreso fragmentado, lo que lo obligará a negociar para convertir promesas de campaña en leyes efectivas. En economía, el desafío será combinar señales promercado y recorte del gasto con una sociedad que vota obligatoriamente y que exige resultados rápidos sin un deterioro visible del tejido social. El margen para un ajuste brusco es menor del que su discurso sugiere.

En materia de seguridad, su capital político depende del corto plazo. La promesa de “mano dura” requiere resultados visibles en los primeros meses para no quedar reducida a un eslogan. El riesgo es que la expectativa supere la capacidad real del Estado. Algo similar ocurre con la cuestión migratoria y las deportaciones de bandas criminales extranjeras: la demanda social es alta, pero la implementación es compleja, costosa y jurídicamente delicada. Sin coordinación judicial, acuerdos internacionales y logística efectiva, el énfasis punitivo puede chocar rápidamente con límites legales y diplomáticos.

Finalmente, Kast deberá administrar la heterogeneidad de la coalición que lo llevó al poder. Su fortaleza electoral —haber absorbido a toda la derecha y parte del voto outsider— puede transformarse en una debilidad si no logra equilibrar a sectores con agendas distintas sin perder coherencia. El balotaje mostró que Chile no giró simplemente “a la derecha”, sino que votó por orden frente a un escenario percibido como desbordado. La incógnita que se abre no es si Kast ganó, sino si podrá convertir ese voto de control en un gobierno eficaz, capaz de sostener autoridad sin erosionar la institucionalidad que, paradójicamente, fue la que permitió que ese electorado “ni zurdo ni facho” eligiera participar en lugar de retirarse.

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