Javier Milei (CEDOC)

La armadura de Javier Milei

La mayor ventaja del Gobierno es el desconcierto y la falta de figuras con buena imagen en la oposición. Los desafíos que vienen.

Felizmente para Javier Milei, hasta ahora ninguna facción opositora ha logrado elaborar una alternativa coherente, de apariencia realista, al proyecto que representa. Todas están divididas y carecen de dirigentes con el “carisma” que necesitarían para adoctrinarlas, dominarlas y conseguir el respaldo de amplios sectores de la población por un programa de gobierno distinto.

Asimismo, si bien habrá muchos peronistas que han conservado su proverbial vocación de poder, los más astutos sabrán que les convino que Milei se encargara del país en medio de una crisis tremenda que ellos mismos no hubieran podido enfrentar.  Conforme a las tradiciones populistas, les correspondía a los militares asumir el poder cuando todo se venía abajo, de suerte que no les ha sido difícil convencerse de que le ha tocado a Milei, acompañado como está por Victoria Villarruel, una nacionalista con vínculos castrenses, desempeñar tal papel.

Si Milei tuviera que enfrentarse con una agrupación que mereciera la confianza de una minoría sustancial, estaría en problemas muy graves; pocos días transcurren sin que provoque escándalos que, de no ser por el desconcierto que aún impera entre sus adversarios, serían más que suficientes como para ponerlo en apuros.  De ocurrírsele a un mandatario europeo soltar palabrotas, no tardaría en verse abandonado por sus seguidores, pero Milei se ha habituado a hablar en público de forma asombrosamente soez sin indignar a sus fieles.

Tampoco le ha ocasionado dolores de cabeza su costumbre de denigrar, con un grado de ferocidad propio de un adolescente hipersensible, a todos aquellos que se atreven a criticarlo, o el plagio serial al cual es adicto. Si bien Milei dista de ser el único político que a menudo cae en la tentación de apropiarse de palabras ajenas, como hizo –es de suponer con el aporte del encargado de escribir sus discursos– al dirigirse a la Asamblea General de la ONU con una arenga que resultó ser casi idéntica a una pronunciada por un presidente norteamericano ficticio en la seria televisiva West Wing. En 1987, Joe Biden tuvo que abandonar la campaña presidencial que había emprendido cuando, al aludir a sus orígenes supuestamente humildes, recicló lo que había dicho un político británico, Neil Kinnock, acerca de los suyos, pero parecería que Milei no se ha visto perjudicado por sus muchos deslices en tal sentido.

Para más señas, nadie puede ignorar que, cuando se trata de transformar amigos en enemigos, Milei es un experto consumado. En esta empresa cuenta con la cooperación entusiasta de su hermana Karina y otros miembros de su entorno a quienes les gusta alejar a personas que de otro modo estarían más que dispuestas a colaborar con la administración que el presidente ha improvisado. ¿Milei obra así por cálculo, por estimar que es de su interés dar a entender que es radicalmente diferente de virtualmente todos los demás integrantes del mundillo político nacional e internacional con la eventual excepción de Donald Trump y Jair Bolsonaro? ¿O será que le es imposible convivir amablemente con quienes no comparten ideas que, insinúa, son tan esotéricas que sólo los miembros de una pequeña minoría de elegidos están en condiciones de comprenderlas?

En tiempos de confusión, como los que corren no sólo aquí sino también en el resto del mundo, puede ser muy ventajoso convencer a los demás, comenzando con los colaboradores inmediatos, de que uno tiene acceso a una fuente de saber secreto que se ve negado a otros.  Salvando las distancias que, por suerte, son enormes, es lo que hicieron en su momento personajes como Vladimir Lenin y Adolf Hitler; ambos impresionaban a todos por la firmeza pétrea de sus convicciones y por su voluntad de aferrarse a ellas en circunstancias muy difíciles. Parecería que, para medio país, Milei sí está al tanto de algo muy importante que sus rivales no alcanzan a entender. Aunque hay indicios de que la confianza ciega en su buena estrella ha empezado a agrietarse, hasta que surja otro presunto iluminado, continuará permitiéndole dominar el escenario nacional.

Además de los ingredientes extraños como “las fuerzas del cielo” que ha mezclado con otros menos extravagantes para producir un credo de apariencia novedoso, Milei ha hecho suyo algo que no es un secreto sino una verdad evidente, una que otros preferirían pasar por alto. Sabe que los recursos genuinos están limitados y es peligrosísimo fingir creer lo contrario, de ahí su voluntad de defender cueste políticamente lo que le cueste, el equilibrio fiscal.

Puesto que el pecado original de la clase política nacional, o sea, de “la casta”, ha sido su negativa a respetar el principio así resumido, la actitud asumida por Milei dista de ser arbitraria.  Muchos que no son economistas entienden que fue la flexibilidad supuestamente generosa en el manejo de los recursos financieros de gobiernos anteriores lo que causó la larga serie de catástrofes sociopolíticas que ha llevado la Argentina a su trágica situación actual, y que por lo tanto Milei tiene razón cuando insiste en que cualquier decisión de aumentar el gasto público en un área determinada tendría que verse acompañada por una reducción correspondiente en otra.

Así, pues, advierte que si se aumenta el presupuesto universitario, sería forzoso dar menos a salud porque será forzoso impedir que el gasto total exceda la capacidad del país para financiarlo. Si bien para ahorrarse males mayores casi todos los gobiernos del mundo están dispuestos a tolerar déficits fiscales en períodos de vacas flacas, son conscientes de que sería un error suicida hacerlo por mucho tiempo y raramente vacilan en apagar cualquier foco de inflación con ajustes muy antipáticos.

Huelga decir que es colosal el precio que millones han tenido que pagar para mantener vivas las ilusiones de políticos persuadidos de que el país es más rico de lo que harían pensar los malditos números. Mientras que en el transcurso de las décadas últimas se ha reducido mucho la proporción de pobres en el resto del planeta, en la Argentina, un país que no ha sufrido ninguna guerra civil, invasión extranjera o calamidades naturales terriblemente destructivas, ha seguido aumentando.

Según el Indec, afecta al 52,9 por ciento de la población. ¿Están en lo cierto los encargados de medir lo que está sucediendo en el país real? Puede que no, ya que se estima que casi la tercera parte de la economía está en negro, pero no cabe duda de que, además de los “pobres estructurales”, a los que sobreviven debajo de la línea de pobreza oficial se han sumado muchos que, hasta hace relativamente poco, lograban llegar a fin de mes sin experimentar dificultades insuperables.

Aunque el ajuste que Milei ha puesto en marcha ha perjudicado económicamente a la clase media, todos salvo los directamente beneficiados por la miseria ajena entienden que el desastre descomunal así supuesto se debe a décadas de facilismo populista.  Se equivoca el arzobispo de Buenos Aires Jorge García Cuerva, cuando dice que no hay que buscar “culpables”; será imposible encontrar las “soluciones” que pide -y que a buen seguro no provendrán de la Iglesia encabezada por Jorge Bergoglio-, sin identificar a los errores perpetrados por individuos de carne y hueso que, con sinceridad o por interés personal, impulsaron las formas de pensar que, andando el tiempo, depauperaron a la mitad de la población.

De todas maneras, no sólo aquí sino también en otras latitudes, se ha consolidado el consenso de que, para derrotar la pobreza, no hay arma más poderosa que la educación. Sin embargo, la educación no se presta a soluciones rápidas del tipo que pueden aprovechar políticos obsesionados por las próximas elecciones. Será por tal motivo, y también porque en todas partes abundan estudiantes que se sienten atraídos por el activismo político -a veces a favor de causas aberrantes-, y participan gozosamente de protestas callejeras, que tantos gobiernos propenden a concentrarse en los problemas planteados por las universidades y manifestar menos interés en las escuelas primarias y secundarias.  

En muchas partes del planeta, dicha propensión ha impulsado a los gobiernos a brindar a casi todos los jóvenes la posibilidad de recibir una educación universitaria. En este ámbito, la Argentina, con el ingreso irrestricto y la gratuidad sacralizados desde hace más de un siglo, ha estado entre los países pioneros. Los resultados han sido poco satisfactorios. Para aprovechar debidamente las oportunidades brindadas por la universidad, los estudiantes tendrían que haberse preparado adecuadamente en los colegios primarios y secundarios. Si bien hay excepciones notables, en demasiados casos los alumnos aprenden muy poco, de suerte que, conforme a las pruebas que esporádicamente se realizan, la mayoría apenas logra entender textos sencillos o sabe sumar.

¿Contribuye el ingreso irrestricto universitario a este estado de cosas deprimente? Es probable que sí. En China y otros países de tradiciones culturales afines, el que para poder estudiar en una universidad auténtica los jóvenes tengan que aprobar un examen que es muy pero muy exigente -el célebre "gaokao"-, tiene una influencia fuerte en todo el sistema educativo desde el jardín de infantes hasta los colegios de elite más prestigiosos. Se trata de un ejemplo que los preocupados por la educación de la generación venidera deberían tomar muy en cuenta.

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