Monday 7 de October, 2024

OPINIóN | Ayer 13:08

El Oriente Medio a punto de estallar

Por qué la guerra fue disparada por la falsa presunción de que Israel es un Estado débil. Las repercusiones en Estados Unidos y Europa.

Cuando de la geopolítica se trata, no hay nada más provocativo que la debilidad. Si, como tantos temen, ya ha comenzado en el Oriente Medio lo que resultará ser una devastadora guerra regional entre Israel e Irán, será porque a partir del 7 de octubre del año pasado, cuando combatientes del grupo terrorista Hamas, acompañados por contingentes de “civiles inocentes” igualmente sanguinarios, irrumpieron desde Gaza para perpetrar una matanza horrenda, se difundió la sensación de que el Estado Judío era mucho más débil de lo que la mayoría suponía, y que por lo tanto sería factible aniquilarlo.

Así las cosas, los israelíes no tuvieron más alternativa que hacer todo cuanto les parecería necesario para convencer a los yihadistas, liderados por los ayatolás iraníes, de que la “entidad sionista” distaba de ser tan vulnerable como afirmaban los más exaltados. En las semanas últimas han hecho mucho para eliminar las dudas en cuanto a su capacidad militar que había planteado el pogromo de un año atrás. Tal vez exageren quienes comparan el momento actual con el de 1967 cuando, luego de triunfar en “la guerra de los seis días”, Israel derrotó decisivamente a una presuntamente muy fuerte coalición enemiga, pero ha mostrado que se equivocaban los que creían que sería una presa fácil.  

A pesar de un sinfín de dificultades ocasionadas por el empleo de “escudos humanos” por enemigos que, por motivos propagandísticos, festejan el sufrimiento de la población civil, lograron decapitar tanto a la milicia sunita de Hamas que está atrincherada en Gaza, como a la poderosa milicia chiita Hezbolá del Líbano, matando a sus jefes, comenzando con Hassan Nasrallah, un líder brutal cuya muerte fue celebrada con júbilo en muchas localidades del país multiétnico que había transformado en una satrapía, además de Siria e Irán.

Al hacer estallar simultáneamente miles de beepers anticuados que usaban sus operativos para reducir los riesgos que planteaban los celulares modernos que son fácilmente rastreables, los israelíes -que aún no han asumido responsabilidad por aquella operación extraordinariamente exitosa-, pusieron fuera de combate a centenares de efectivos clave de Hezbolá y desbarataron su sistema de comunicaciones internas.

Para los muchos israelíes que creían que sería posible alcanzar una paz permanente si trataban bien a sus vecinos musulmanes, incluyendo a los integrantes de Hamas, lo que sucedió hace casi un año en el sur de su país fue un baño de realidad. La matanza sádica de más de mil civiles, incluyendo a centenares de jóvenes que asistían a una fiesta musical, además de la toma de 253 rehenes, les enseñaron algo que hubieran preferido olvidar; su supervivencia personal, y la de su país, dependería por completo de su poder militar.

Se trata de una verdad que las víctimas de la masacre, en su mayoría pacifistas que estaban acostumbrados a ayudar a los habitantes de Gaza, se habían resistido a reconocer. Igualmente reacios a enfrentarla han sido aquellos dirigentes occidentales, encabezados por el presidente norteamericano Joe Biden, que siguen hablando de las bondades de la “vía diplomática” y, según ellos, de lo positivo que sería que Israel dejara su destino en manos de la “comunidad internacional”.

Con escasas excepciones los israelíes se han dado cuenta de que, para ellos, una sola derrota en el campo de batalla tendría consecuencias terribles. Aunque  por distintos motivos muchos se oponen a Netanyahu, un hombre acusado de cometer varios delitos de corrupción, comparten con él la conciencia de que sería un error fatal confiar demasiado en la presunta amistad de Estados Unidos, Francia y otras potencias. Entienden muy bien que, cuando los clérigos iraníes y los jefes de las bandas terroristas que financian se declaran resueltos a borrar a “la entidad sionista”, y a su población judía, de la faz de la Tierra, hay que tomar sus palabras al pie de la letra. No es una cuestión de retórica “oriental” florida, es la presentación en público de un programa de exterminio plenamente comparable con el de Adolf Hitler, un personaje que, por cierto, no carece de admiradores en el mundo musulmán.  

Aunque la ideología, y la metodología, de Hamas y Hezbolá son virtualmente idénticas a las del “Estado Islámico” o ISIS, los gobiernos occidentales no quieren tratarlos de la misma manera. Si bien los califican de “terroristas”, son reacios a enviar tropas propias para liquidarlos como hicieron con ISIS en 2017 sin preocuparse demasiado por las muertes de civiles; en “la batalla de Mosul” en Irak, murieron más de 9000. Para Biden, el que Hezbolá haya matado a centenares de sus propios compatriotas norteamericanos es un detalle que preferiría pasar por alto.

Biden y sus asesores insisten en que la creación de un Estado palestino, con fronteras bien claras como las que se trazaron en Europa después de dos guerras mundiales, serviría para asegurar la paz en el Oriente Medio. Se trata de una ilusión. No es por razones territoriales que los iraníes y otros odian tanto a Israel. Es porque lo ven como un injerto ajeno en un lugar que a su juicio tiene forzosamente que pertenecer siempre al mundo islámico.

Puesto que en sus propios países pocos toman muy en serio las creencias cristianas, a los líderes políticos occidentales les cuesta entender que sus homólogos del Oriente Medio, aun cuando se afirmen librepensadores, suelen privilegiar casi automáticamente los prejuicios sectarios de las sociedades en que se formaron. A los europeos y norteamericanos les motiva extrañeza el que, desde el punto de vista de un sinnúmero de musulmanes, haya que subordinar absolutamente todo lo demás a sus convicciones religiosas, y que nunca olvidan que en el Corán, un texto que supuestamente se basa en la palabra de Alá, abundan alusiones virulentas a la malignidad de los judíos que, para indignación de Mahoma y sus secuaces, se negaron a abandonar su fe tradicional.

Es por tal razón que, hasta en países islámicos tan alejados de Israel como Afganistán, Pakistán, Malasia e Indonesia, el anti-sionismo, cuando no el antisemitismo, es endémico, de ahí la obsesión malsana de Naciones Unidas con los abusos de los derechos humanos que sus miembros musulmanes, respaldados tácticamente por China y Rusia, imputan a Israel y su voluntad de minimizar las atrocidades mucho peores que son perpetradas a diario por los regímenes de otros países.

Los islamistas no se sienten conmovidos por el drama de los árabes palestinos. Por el contrario, lo aprovechan por ser cuestión de un arma eficaz en la “batalla cultural” que están librando contra el Occidente infiel. Durante ochenta años, han usado a los palestinos como un escudo humano colectivo y continúan negándose a permitir a los nietos y bisnietos de quienes huyeron del naciente Estado de Israel ser ciudadanos plenos de los países en que viven en “campos de refugiados”. El régimen egipcio rehusó dejar que habitantes de Gaza se trasladaran pasajeramente al norte de su país porque, lo mismo que tantos otros gobiernos árabes, temía que su presencia les sería desestabilizadora.

Si los israelíes fueran musulmanes, los países vecinos habrían absorbido a todos los palestinos como hizo Alemania con los aproximadamente 15 millones de personas que en 1945 fueron expulsadas de la Unión Soviética, Polonia, Checoslovaquia y otros lugares en que sus antepasados habían vivido desde hacía siglos, pero sucede que la mera idea de que una nación no islámica pueda establecerse en la región les resulta insoportable.   

Los gobiernos europeos y, en menor medida, los de Estados Unidos, Canadá y Australia, están sumamente preocupados por los desafíos que les plantean las crecientes minorías musulmanas en que, para su desconcierto, muchos jóvenes se sienten atraídos por la prédica de los extremistas. En países como Alemania, Italia, Francia, Suecia y Dinamarca, las autoridades, asustadas por el surgimiento de partidos de ideas nacionalistas, están tomando medidas para devolver a los yihadistas más peligrosos a sus lugares de origen, medidas que, hasta hace muy poco, hubieran considerado inconcebibles.    

Mientras que, para alarma de quienes son, al menos jurídicamente, sus compatriotas, jóvenes que se criaron en los extensos enclaves musulmanes de Francia, Suecia, Alemania y otros países europeos se sienten atraídos por el extremismo islamista, muchos coetáneos nominalmente cristianos están acercándose a movimientos tildados de ultraderechistas. En el fondo, son fenómenos muy similares. Tanto los musulmanes como los europeos que no los quieren están buscando algo que los movimientos establecidos no les dan: un sentido a la vida. Y, como ha sucedido tantas veces a través de los siglos, lo están buscando en el pasado, reciente o remoto, de sus propias tradiciones. Sin embargo, mientras que los orígenes imaginarios de las tradiciones de raíz cristiana suelen ser relativamente pacíficos, no se puede decir lo mismo de los musulmanes. La suya es una religión de guerreros implacables, de conquistadores que no vacilan en proclamarse los mejores del género humano y confían ciegamente en su derecho a asegurar su propia supremacía sobre aquellos que, por terquedad o ceguera espiritual, se niegan a rendirse a la única fe verdadera. Mal que a muchos les pese, hay millones que están dispuestos a matar o morir por el credo despiadado así supuesto.

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En esta Nota

James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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