Los argentinos padecemos un constante ciclo de ilusión y desencanto, como versa el título del libro de Gerchunoff y Llach. Desde hace casi 100 años solo hemos observado el ascenso meteórico y la caída estrepitosa de nuestras esperanzas.
No importa de qué lado estemos, seamos peronistas o antiperonistas, liberales, nacionalistas, socialistas o la clasificación que se nos ocurra, la constante, es la frustración. Quizás Borges se haya equivocado al definir a los peronistas como incorregibles, pues toda nuestra sociedad lo es, ya sea que se defina por afirmación o negación.
Nuestra constante consiste en encontrar elementos monocausales externos para explicar nuestros desaciertos, responsabilidad que se atribuirá, dependiendo de que grupo haga el cuestionamiento. Pero sin dudar, el problema siempre es exógeno. En el pasado lejano el culpable de nuestros males fue la oligarquía, la sinarquía internacional, en otros tiempos, el marxismo cubano, los organismos internacionales de crédito o la intromisión de Estados Unidos en nuestras decisiones y hoy lo es el estado.
Los culpables nunca fuimos nosotros, sino que siempre fue una especie de microorganismo externo, un parásito introducido en nuestra sociedad inocente que era engañada, como se puede engañar a un niño con una fantasía religiosa, creyendo que son “las fuerzas del cielo” las que nos gobiernan. Lo cierto es que nuestra sociedad en general, y quienes poseen más recursos en particular (intelectuales y personas formadas) somos los que miramos al costado frente a lo que sucede ante a nuestros ojos.
Cada día que pasa se nos hacen más presentes las reflexiones del escritor Eduardo Mallea, quien en aquella "Historia de una pasión argentina", reconocía con dolor medular la existencia de una sociedad que ha sustituido al ser por el parecer ser. Los argentinos vivimos de la mentira, disfrazamos nuestra apariencia detrás de principios que declaramos en público, pero que despreciamos en privado. Hemos sustituido la virtud de la mesura por el ocultamiento y la construcción de fachadas que solo se validan por sentimientos y afiliación a determinados entornos, donde las apariencias esconden por lo menos, negocios oscuros.
Si quien realiza la ardid ilusorio es un amigo, miembro de nuestro club, organización o practicante de nuestra religión, y comete un acto que perjudica a los demás, siempre, pero siempre desconfiamos del denunciante, sin siquiera preguntarnos que la pertenencia a un grupo no garantiza su honestidad. La corrupción ha ganado en argentina y se esconde bajo el hábito de la religión, la chaqueta de un abogado o el peluquín de un economista. Todos estamos en el gran negocio del silencio, aún a quienes no se los puede acusar formalmente de corruptos.
Desde ya, que ningún lector se va a sentir identificado con lo que escribimos, creyendo que el problema invariablemente esta fuera de su órbita, y esa, no es más que la señal de que estamos enfermos como sociedad. En algún sentido, quienes toleran con el silencio y el ocultamiento lo que saben, son igualmente culpables, como los deshonestos, por ser cómplices en la reserva o por esperar que, sin ensuciarse, puedan obtener algún rédito de ello.
Aunque parezca alocado, nuestras desventuras económicas, la falta de coherencia de nuestros gobernantes, pasados, presentes y probablemente futuros, solo son el reflejo de nuestra perdida de rumbo. Pero bajemos a la realidad: Argentina no saldrá a flote porque un trasnochado y delirante iluminado hipnotice a un sector de la sociedad con prestidigitaciones e infundios.
Más allá de la mirada cómplice de quienes viven de la falsa esperanza, se esconde un entramado de corrupción e intereses que atraviesa a la sociedad en forma transversal. No importa, si somos parte de un selecto grupo de lobby, sea este empresarial, gremial, asociativo, religioso o miembros de un prestigioso estudio de consultores, abogados, etc. siempre hay un plano invisible donde más allá de las diferencias, el engaño y la corrupción institucional siempre triunfan.
Argentina padece de falta de institucionalidad y dicha enfermedad esta alimentada por el hecho de que existe una ley (mafiosa) por encima de la ley. De ello deriva que se diga que en el país tenemos dos constituciones: una formal, la de Alberdi, que en realidad poco se aplica, y otra, material, constituida por su sinnúmero de normas de excepción y/o inconstitucionales, que verdaderamente rigen la vida de los argentinos. Por ejemplo, la propuesta del Juez Lijo para integrar la Corte no es un hecho aislado. El cepo cambiario es otra muestra, donde salta a la luz que la política de confiscación es una política de estado.
Otro hecho en espejo lo encontramos en las efímeras penas fijadas, por el art 248 del Código Penal, que sanciona mínimamente a todo aquel funcionario público que dictare resoluciones u órdenes contrarias a las constituciones o leyes nacionales o provinciales o ejecutare las órdenes o resoluciones de esta clase existentes o no ejecutare las leyes cuyo cumplimiento le incumbiere. Es evidente que a estos desvíos no los queremos castigar, al contrario, de esta forma los estimulamos.
¿No le llama la atención al lector, que ninguna asociación rural, empresarial, banco o cerealera hayan presentado demandas de inconstitucionalidad contra el cepo y/o las retenciones? ¿No sería lógico que hubiese miles de amparos presentados contra estas injustas y confiscatorias medidas?
Somos especialistas en cambiar el sentido a las cosas, llamamos “reperfilamiento” al “default”, “reservas negativas” a la “deuda en dólares” del BCRA, “calibración cambiaria” a una “devaluación”. Inventamos nuevos conceptos redundantes como “equilibrio general de stocks” para aplicarlos a “artilugios contables” que disfrazan lo que no queremos ver. Declamamos un “cepo al gasto público” en el Presupuesto Nacional, cuando en realidad aplicamos un impuestazo sobre el sector privado.
¿No les resulta extraño que uno de los candidatos a la presidencia haya sido acompañado, como probable Ministro de Economía, por quien estableció el cepo en 2019, que aún perdura? ¿O que quien hoy dirige el Palacio de Hacienda sea una de las personas tildadas como responsable de dinamitar la independencia de la Autoridad Monetaria? ¿y que desencadenó la debacle económica de 2018? ¿No fue nuestro actual presidente quien lo cuestionó entonces? No cabe también preguntarnos: ¿Por qué no se envió un proyecto de ley para modificar la Carta Orgánica del Banco Central para dotarlo de la debida independencia?
Podríamos escribir un tratado con ejemplos similares, pero confiamos que el lector sea quien comience a hacerse estas preguntas, de lo contrario, como se explicará más adelante, nada cambiará. Mientras tanto, todos se verán las caras el domingo en sus clubs, countries, templos, todos asistirán a los faustuosos eventos, comidas corporativas, convenciones o rezarán las mismas plegarias, porque al final lo que importa es el parecer ser, la discreción formal, llevar agua para su molino sin importar el del vecino y el no querer reconocer que nuestros males están en casa.
Hoy mucha gente, a pesar de que la verdad salta a la luz, por ser palmaria y manifiesta, vive auto engañada y con falsas esperanzas, creen que logros en materia de precios y dólar no serán transitorios, pero todos sabemos que está perdiz tiene vuelo corto.
Estos frutos efímeros en el tiempo nos ciegan. Todo indica que esta administración no es distinta a las anteriores. Se comportan como adolescentes caprichosos, convirtiendo el gobierno en una especie de neo-fascismo periférico, oportunista y delirante. En el futuro los hoy aplaudidores serán los primeros en levantar el dedo acusador. La salida de esta interminable crisis, generada por la corrupción y la desconfianza resultante, únicamente provendrá de nosotros mismos, de un cambio copernicano en nuestra forma de comportarnos como sociedad. La ética, el respeto a las normas, el correcto funcionamiento de las instituciones, deberá ser la prioridad, castigando mediante el pleno ejercicio del estado de derecho, y sin ningún tipo de contemplaciones, a quienes se desvíen.
Esto es priorizar el bien común sobre los intereses miopes. Es tener una visión de largo plazo donde todos saldremos muy beneficiados. El cambio debe ser radical, de 180°, pues dado nuestro prontuario como nación, tanto el mundo como los propios ciudadanos desconfían -y con mucha razón- de nuestras instituciones y del efectivo cumplimiento de lo establecido por nuestra constitución formal y el marco legal derivado de ella.
Para crecer necesitamos inversiones, sean propias o extranjeras, y para que ellas se radiquen en el país debemos competir y superar todas las propuestas de los demás países del globo, brindando un mejor clima de negocios que el resto, esto es dejar de ser la “oveja negra” mundial para pasar a ser los más respetuosos de la ley y las instituciones.Solo así, generando confianza, sobraran las divisas en el sistema, que a no dudarlo hoy están en poder de la población, pero guardadas bien lejos. Solo habrá duradera estabilidad cambiaria, de precios, inversiones, empleo, justicia, educación, mejoras en infraestructura, etc. cuando comprendamos el origen de nuestros males. De nosotros depende.
No busquemos soluciones mágicas. Recordemos lo que decía F. Nietzsche, “La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre”.
* Mariano Fernándes es economista, Profesor Full Time, Universidad del CEMA
** Adolfo Paz Quesada es abogado, Profesor de Derecho Constitucional, UBA.
Los puntos de vista de los autores no necesariamente representan la posición de la Universidad del CEMA ni de la UBA.
por Mariano Fernandez y Adolfo Paz Quesada
Comentarios