Si bien los dirigentes políticos, obligados como están a llamar la atención a sus propios méritos, sean éstos auténticos o meramente ficticios, no suelen destacarse por su humildad, pocos son tan ególatras como Javier Milei. Acaso lo supere en dicho ámbito el dictador norcoreano Kim Jong Un que se atribuye un sinfín de hazañas extraordinarias, pero se trata de un caso muy especial. De todos modos, para poner en el lugar que les corresponde a Kim, Vladimir Putin, Xi Jinping, Joe Biden y los mandatarios de docenas de otros países, algunos muy prósperos, Milei se afirma “uno de los dos políticos más relevantes del planeta Tierra”; el otro es el norteamericano Donald Trump que espera regresar pronto a la Casa Blanca.
A Milei, la Argentina le queda corta. Es comprensible, pues, que le moleste la resistencia de tantos a entender que el país está en manos de una persona fenomenalmente dotada, un prodigio que, respaldado por las fuerzas del cielo, lo está conduciendo hacia un futuro glorioso. Será por tal motivo que está librando una especie de guerra santa contra periodistas de mentalidad a su juicio jurásica que procuran indagar lo que miembros del gobierno que encabeza están haciendo y a veces tienen la temeridad de revelar secretos que muchos preferirían guardar bajo llave, de ahí el decreto que acaba de firmarse para obstaculizar el acceso de los malditos escribidores y sus cómplices a la información pública.
Hombre sensible, a Milei no le gusta para nada tener que contestar preguntas sobre su pasado, sus voluminosos escritos o las peripecias de sus hijos de cuatro patas. Para poner fin al injusto asedio periodístico del que es víctima, Milei está resuelto a disciplinar a los participantes tratándolos como agentes de una potencia hostil o esbirros de una mafia extorsionista. Su actitud hacia el periodismo es idéntica a la de aquellos militantes kirchneristas que exhortaban a los chicos a cubrir de escupitajos a los retratos de quienes manifestaban interés en las contradicciones ideológicas y, desde luego, en la corrupción que era tan típica del orden instalado por Néstor Kirchner y su esposa.
Aunque es de suponer que pocos mileístas -para no hablar de aquellos que lo votaron porque no confiaban en ningún otro integrante del elenco político nacional y querían castigar a “la casta”- toman al pie de la letra sus bravuconadas acerca de su importancia mundial, el Presidente sigue contando con una cuota envidiable de apoyo popular. Para frustración de sus adversarios, a pesar de la caída continua del nivel de vida aproximadamente la mitad de los consultados por quienes procuran registrar lo que está sucediendo en la mente colectiva aún está dispuesta a darle el beneficio de la duda.
Quienes lo respaldan valoran su voluntad de defender sus principios sin preocuparse por los costos políticos, razón por la cual Milei estima que le perjudicaría menos vetar el aumento jubilatorio impulsado por el Congreso que resignarse a dejarlo pasar. Puede que, en términos políticos y no sólo económicos, tenga razón, ya que no le convendría en absoluto que se difundiera la impresión de que haya comenzado a batirse en retirada.
Más preocupante desde su punto de vista ha de ser la postura de economistas de ideas liberales que dicen creer que, por razones que debería entender muy bien, su proyecto podría fracasar. Hay insolentes, como el radical Martín Tetaz -un hombre que, antes de probar suerte en política, era un periodista conocido-, que se atreven a criticar su manejo de la economía nacional porque en su opinión debería devaluar el peso oficial cuanto antes para reducir la peligrosa brecha cambiaria. Huelga decir que Milei y el ministro de Economía Luis Caputo se mofan de tales reparos; temen que una devaluación reanimaría la inflación y por lo tanto privaría a Milei del aura de infalibilidad que tantos beneficios le ha brindado.
Como muchos que lo antecedieron en la Casa Rosada, Milei tiene motivos para sentirse satisfecho con lo logrado en la fase inicial de su gestión. Pasa por alto el que, luego de medio año en el cargo, Cristina Kirchner, Mauricio Macri y, por desopilante que parezca a la luz de lo que sucedería después, hasta Alberto Fernández se creyeran bien encaminados, ya que las encuestas les sonreían. Sin embargo, pronto se amontonaron problemas difíciles que no lograrían solucionar y poco a poco, o de súbito, la opinión pública se les volvió en contra.
¿Será éste el destino de Milei? Lo sería si hubiera alternativas más convincentes que las visibles, pero, felizmente para el Presidente, por ahora no las hay. El peronismo aún no se ha recuperado del trauma que le supuso la derrota electoral del año pasado, mientras que una parte sustancial del ideario del macrismo se ha visto apropiado por Milei que, por mundialmente célebre que se haya hecho, todavía carece de una base de sustentación partidaria suficiente como para permitirle llevar a cabo el proyecto sumamente ambicioso que se ha propuesto.
Antes de convertirse en Presidente de la República, Milei se vio beneficiado por la distancia que lo separaba de los demás políticos, pero una vez en el poder no le fue dado ningunearlos. Mal que le pese, la Argentina no es una monarquía absoluta en que la palabra del rey o reina es ley, sino una democracia en que el jefe de Estado tiene que tomar en cuenta las opiniones ajenas, incluyendo a las de los legisladores.
Por ser Milei el representante de una versión extrema de una corriente de opinión muy importante, sería lógico que pactaran formalmente con quienes la apoyan, pero tanto su deseo de continuar subrayando lo que lo diferencia de otros políticos como la voluntad de sus seguidores de defender contra intrusos los nichos que se las habían arreglado para ocupar, ha frustrado todos los esfuerzos por “fusionar” La Libertad Avanza, el PRO de Macri y algunas agrupaciones menores para construir un partido liberal lo bastante amplio como para darle más poder de fuego parlamentario.
Para La Libertad Avanza, el que ninguna fuerza opositora esté en condiciones de causarle dificultades al Gobierno a menos que se combine coyunturalmente con otras con las cuales tendrá muy poco en común, dista de ser beneficioso. Antes bien, la sensación de impunidad que genera motiva indisciplina. Asimismo, en parte porque muchos libertarios se afiliaron al partido porque querían aprovechar la popularidad de Milei, no porque compartieran su compromiso intelectual con la prédica de un conjunto de pensadores vieneses del siglo pasado, demasiados privilegian sus propias aspiraciones inmediatas y, huelga decirlo, su vanidad personal por encima del proyecto que el jefe encarna.
Sin sentirse unidos por la adhesión a un programa político determinado, algunos pasajeramente poderosos no vacilan en boicotear para entonces expulsar a quienes no quieren. Aunque Milei es un ideólogo que se imagina convocado por un ente espiritual a propagar por el mundo entero lo que le enseñó, no se ha dado el trabajo de adoctrinar adecuadamente a sus acompañantes, de suerte que, a diferencia de los miembros de otras sectas revolucionarias, pocos parecen entender muy bien lo que el líder está procurando hacer. Le guste o no al profeta, le convendría que la “batalla cultural” a la que tantas veces alude comenzara en casa.
Para aquellos que no tienen mucho interés en tales asuntos pero así y todo se sienten atraídos por el mileísmo, lo único que realmente importa es la veta realista que, resumida en eslóganes escuetos como “no hay plata”, nos recuerda que, a la larga, tratar de vivir por encima de las posibilidades genuinas suele tener consecuencias tan desastrosas como las que el país está experimentando. Sin embargo, mientras que, para Milei, ordenar las finanzas nacionales para que en adelante no haya inflación, golpes de mercado, devaluaciones sorprendentes y así por el estilo sería sólo la primera etapa de una transformación sin precedentes en el mundo, para casi todos los demás sería más que suficiente.
Lo que quieren es que la Argentina sea un “país normal” según las pautas que siguen imperando no sólo aquí sino también en otras latitudes, aunque en los que se aproximan al ideal así reivindicado hay señales de que dicho modelo podría estar agotándose. La notoriedad mundial de Milei se debe en buena medida a que se cree capacitado para idear un modelo superador que los demás países no tardarán en adoptar.
Sea como fuere, aun cuando la gestión de Milei resulte ser un éxito contundente, tendría que transcurrir mucho tiempo antes de que la Argentina llegue a la frontera que divide lo ya probado de lo meramente especulativo. A esta altura, no cabe duda alguna de que el capitalismo liberal, con sus rigores suavizados por instituciones públicas eficaces, funciona mucho mejor que cualquier alternativa que se ha ensayado. Quienes apoyan a Milei sin por eso aprobar sus características más antipáticas, lo hacen porque dan por descontado que, para que el país y sus habitantes tengan un futuro digno, será forzoso desmantelar el intrínsecamente corrupto sistema corporativo que les impide aprovechar sus dotes naturales. Creen que, una vez completada la tarea así supuesta, el gobierno actual y sus sucesores podrán limitarse a administrar el resultado sin perder el tiempo intentando inventar algo que sea tan radicalmente nuevo como lo que pretende Milei.
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