Vladimir Putin (AFP)

Entre el chantaje y la ruina: la encrucijada nuclear de Rusia

La doctrina nuclear rusa plantea reglas, pero la verdadera decisión depende de percepciones, miedos y cálculos políticos en el Kremlin.

El problema de entender cuándo y cómo Rusia usaría un arma nuclear no estratégica se resuelve descifrando la lógica detrás de esa decisión. Hay una especie de fe implícita en que existe un conjunto de reglas, escritas o no, que guían el momento en el que Moscú pasaría de la amenaza a la acción. Rusia misma esbozó en documentos oficiales ciertas condiciones para el uso nuclear, siempre bajo el principio de la defensa de la existencia del Estado o frente a amenazas que desborden su capacidad de respuesta convencional. La tentación de Occidente es suponer que esas reglas son firmes, claras y que se cumplirán de manera automática. Es una forma de buscar seguridad en medio de un escenario plagado de incertidumbres: si conocemos las condiciones, entonces podemos calcular cuán lejos o cuán cerca estamos de un conflicto atómico. La realidad, sin embargo, es más ambigua.

Lo que sabemos con relativa certeza es que esas doctrinas rusas hablan de escenarios extremos: un ataque con armas de destrucción masiva, un golpe devastador contra la infraestructura crítica que amenace la supervivencia del régimen, o una ofensiva militar que haga peligrar la integridad territorial del país. A partir de ahí, el resto son conjeturas. Porque más allá de esos lineamientos, lo que realmente importa es la interpretación que en un momento dado hagan los dirigentes rusos de lo que constituye una amenaza existencial. Y en ese terreno entran factores de percepción, de narrativa interna, de cálculo político y de desesperación que ninguna doctrina escrita puede contener del todo. Lo que se intenta es leer entre líneas de una cultura estratégica que se moldeó durante siglos de invasiones, derrotas y reconstrucciones, con una visión de suma cero en la que todo retroceso se vive como un riesgo de desaparición.

El debate más inquietante gira en torno a cuán dispuesto estaría el Kremlin a bajar el umbral de uso si se siente desplazado en otras dimensiones, especialmente en la tecnológica. Rusia quedó rezagada en sectores clave, desde la inteligencia artificial hasta la fabricación de semiconductores. En un mundo donde la relevancia internacional se mide cada vez más por la capacidad de innovar y dominar cadenas de suministro críticas, esa sensación de pérdida puede convertirse en un detonante psicológico. Si el chantaje nuclear fue hasta ahora un mecanismo para recordarle al mundo que Rusia debe ser tomada en serio, el problema aparece cuando ese chantaje deja de surtir efecto. Llegado ese punto, Moscú enfrenta un dilema: aceptar que sus amenazas son huecas y que su palabra carece de peso; o dar un paso más allá para demostrar que aún conserva poder para alterar el tablero global.

Ese paso sería de una gravedad enorme porque, a diferencia de otras demostraciones de fuerza, cruzar la línea nuclear no puede quedar en un gesto reversible. La detonación de un arma, aunque sea de bajo rendimiento y en un escenario limitado, rompería un tabú que desde 1945 contuvo a todas las potencias. La consecuencia inmediata sería aislar a Rusia todavía más. En su fuero interno, Moscú sueña con volver al mundo occidental y ser reconocida como parte del club europeo, recuperando la centralidad perdida con el colapso soviético. La alianza con China es circunstancial y utilitaria: lo único que comparten es un enemigo común. Ni la historia, ni la cultura, ni la geografía los unen de manera natural. Rusia sabe que China no es un aliado de largo plazo y que depender de Pekín la reduce a una posición subordinada. Por eso la opción de reincorporarse al sistema occidental siempre permanece en la mesa, aunque parezca lejana. Lanzar un arma nuclear cerraría esa puerta para siempre.

El costo sería descomunal no sólo en términos políticos, sino económicos. El uso de un arma atómica, por limitado que sea, destruirá la economía mundial de manera instantánea. Interrumpirá flujos comerciales, disparará el precio de la energía, derrumbará mercados financieros y obligará a los gobiernos a tomar medidas drásticas. Será un golpe en cadena que afectará incluso a China, cuyo crecimiento depende de la estabilidad global.

A Pekín, presentándose como potencia responsable, le resultará desastroso que un socio se lance por ese camino, porque minará su propia narrativa de alternativa confiable frente a Estados Unidos. Moscú no puede ignorar que un movimiento semejante lo transformará en paria absoluto, no ya frente a Occidente sino también frente al resto del mundo.

Por eso, aunque el fantasma nuclear nunca desaparece del todo, es importante dimensionar el terreno en el que realmente se materializaría. Nadie amenazará la existencia de Rusia como país en términos convencionales. Ningún ejército marchará hacia Moscú ni cercará todo su territorio. La idea de un uso nuclear sólo aparece en la lógica de escenarios extremos que no están en el horizonte. Lo que queda entonces es la tentación de usarlo como herramienta de shock, para romper balances y recuperar centralidad. Ahí es donde la discusión se vuelve más incierta, porque ya no se trata de doctrina formal sino de percepciones y de la necesidad de demostrar seriedad frente a un mundo que empieza a desatender sus amenazas.

Aun en esa posibilidad, el cálculo de costos y beneficios es abrumador. Rusia sopesará que un ataque atómico, incluso uno simbólico, disparará reacciones difíciles de controlar. La OTAN responderá de algún modo, no necesariamente con armas nucleares, pero sí con un paquete de represalias militares y económicas que dejarán a Moscú aún más debilitado. Y a diferencia de otros conflictos, aquí la posibilidad de error de cálculo se multiplica, porque una vez que se rompe la barrera nuclear nadie puede garantizar el rumbo de la escalada.

Además, hay un efecto colateral que suele pasarse por alto: si Rusia rompe el tabú, abre la puerta para que otros países con tensiones latentes consideren más viable hacer lo mismo. India y Pakistán, que viven en una rivalidad permanente y ya cuentan con arsenales nucleares, estarán menos atados a la autocontención. Irán reforzará su justificación para avanzar en ese camino. Incluso Corea del Norte estará legitimada para usar su arsenal de manera más agresiva. El golpe no será sólo en Europa del Este, sino en todo el sistema internacional.

De ahí que la pregunta sobre cuán lejos o cuán cerca estamos de un conflicto nuclear no tenga una respuesta matemática. Sabemos lo que dicen los documentos oficiales rusos, conocemos las líneas rojas que declaran y entendemos, en teoría, que no se cruzarán salvo en circunstancias extremas. Pero también sabemos que en política internacional las percepciones, los miedos y las necesidades de demostrar poder pueden pesar tanto como las doctrinas escritas.

Lo único claro es que Rusia se mueve en un delicado equilibrio entre la tentación de ser reconocida como potencia indispensable y el miedo de quedar marginada en un mundo que avanza en otra dirección. Mientras ese equilibrio se mantenga, el chantaje nuclear será una amenaza latente más que una acción concreta. Lo inquietante es que nadie puede asegurar cuánto tiempo más esa cuerda se estira sin romperse.

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Mookie Tenembaum aborda temas internacionales como este todas las semanas junto a Horacio Cabak en su podcast El Observador Internacional, disponible en Spotify, Apple, YouTube y todas las plataformas.

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