En esta fotografía compartida por la agencia estatal rusa Sputnik, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, asiste a una ceremonia de firma con el presidente de Mongolia luego de sus conversaciones en Ulaanbaatar. (SOFIA SANDURSKAYA / POOL / AFP)

La IA Acorrala a Putin y a la Estrategia de Washington

La guerra en Ucrania expone una nueva brecha: drones autónomos y sistemas basados en IA redefinen la ofensiva y revelan la fragilidad rusa.

Aun disimulado por los múltiples eventos mundiales, se nota la diferencia tecnológica entre Ucrania y Rusia. Y su raíz no está tanto en el número de armas, soldados o tanques, sino en algo mucho más silencioso y decisivo: el acceso a la inteligencia artificial (IA). En las últimas semanas, una serie de ataques quirúrgicos desde Ucrania contra refinerías rusas desataron una crisis de combustible interna sin precedentes. Se estima que hasta el 20% de la capacidad total de refinación rusa fue eliminada o inhabilitada temporalmente, afectando a instalaciones clave como las de Krasnodar y Syzran, que alimentan directamente al ejército.

Los ataques no fueron improvisados ni simples lanzamientos de cohetes. Fueron llevados a cabo por drones FP-1, fabricados en masa por Ucrania, que vuelan más de 1.500 kilómetros cargando entre 60 y 120 kilos de explosivos e impactan con precisión quirúrgica, incluso atravesando cinturones de defensa electrónica diseñados para neutralizarlos. Para ello utilizan software avanzado de navegación, corrección dinámica de trayectoria y targeting autónomo que, aunque no se lo diga abiertamente, está basado en IA.

Ese nivel de precisión y autonomía no se logra con sensores básicos. Se alcanza con acceso a chips potentes, entrenamiento en entornos hostiles, simulación masiva y aprendizaje de patrones. Todo eso requiere hardware moderno y entornos de desarrollo que Rusia, debido a las sanciones, no puede replicar ni comprar. Las armas rusas desmanteladas en el campo de batalla muestran una y otra vez la dependencia de chips occidentales adquiridos por canales grises, y los parches técnicos no alcanzan para sostener una arquitectura de guerra basada en IA.

En cambio, Ucrania cuenta con el apoyo de Estados Unidos y la infraestructura tecnológica de Occidente, y con ello avanza hacia una guerra dominada por datos, predicción y ejecución autónoma. En los últimos ataques, el software de los drones demostró la capacidad de navegar zonas de interferencia intensa, identificar puntos críticos en refinerías, esquivar defensas y coordinarse con otras unidades en tiempo real, como un enjambre que piensa por sí solo. Esta es la aplicación directa, concreta y letal de la IA en el campo de batalla: una máquina que decide cómo y dónde destruir con la menor intervención humana posible.

Esa brecha recién comienza, pero sus consecuencias ya se ven. El aumento en el precio del combustible en Rusia (54% en lo que va del año), el racionamiento en algunas regiones, las largas colas para cargar nafta y la suspensión de exportaciones son una muestra de lo que una diferencia tecnológica puede causar sin necesidad de una sola incursión terrestre. Los drones baratos y autónomos logran lo que miles de soldados no pudieron: paralizar sectores críticos del funcionamiento interno ruso. Esta tendencia se acentuará cuanto más se prolongue la guerra, y será más evidente la superioridad tecnológica de Ucrania y, con ella, la diferencia entre tener acceso a la IA o no tenerlo.

Putin lo sabe. Por eso no acelera la ofensiva terrestre: porque no puede. La combinación de falta de personal, desgaste logístico, sanciones y limitaciones tecnológicas lo obliga a concentrar su capacidad ofensiva en bombardeos a objetivos civiles. No es una decisión estratégica, es una confesión de incapacidad operativa. Lo que antes era ofensiva ahora es teatro destructivo, dirigido al frente interno ruso y a la narrativa. Pero eso no cambia la realidad: Rusia ya no puede recuperar la iniciativa y el margen de acción se le reduce cada día que pasa.

La administración Trump, actualmente en el poder, comprende perfectamente este escenario. Y aquí empieza el verdadero dilema geopolítico. Si Rusia muestra debilidad militar, si la amenaza que justifica el gasto armamentístico europeo se desvanece, entonces la industria de defensa estadounidense enfrentará un nuevo problema: la vaca lechera europea se quedará sin justificación política.

La política exterior de Trump convirtió a Europa, Japón, Corea del Sur y Australia en grandes importadores de armas estadounidenses. Se los trató abiertamente como clientes, no como aliados, bajo la lógica de “protección a cambio de compra”. El miedo a Rusia permitió justificar esas compras, expandir la OTAN, exigir contribuciones del 5% del PBI en defensa y convertir a Alemania, Polonia, los países bálticos y Escandinavia en zonas de demanda sostenida. Pero si Rusia pierde visiblemente, si sus ataques se vuelven menos eficaces, si Ucrania disloca su logística con drones baratos y autonomía de vuelo, entonces el discurso de la amenaza se desarma. Y con él, se cae también la justificación para sostener esos presupuestos. En Europa, las sociedades conservan su estado de bienestar y cada euro destinado a armas es visto como una amenaza directa a sus sistemas de salud, pensiones o subsidios. Apenas la amenaza desaparezca del radar mediático, las compras caerán.

Washington ve ese riesgo. Por eso aparecen dos estrategias posibles. La primera es la más sutil: buscar un acuerdo en Ucrania antes de que la diferencia tecnológica se haga demasiado visible. Asegurar una negociación para cerrar el conflicto sin mostrar demasiado que Rusia quedó atrás. Esa estrategia explica en parte por qué Zelensky endurece su posición en lugar de flexibilizarla. Mientras sus aliados enfrentan crisis políticas, recesiones y cambios de prioridades internas, el presidente ucraniano mantiene una línea dura. Se niega a negociar en Moscú, incluso mientras crecen los rumores sobre fracturas en la alianza occidental. Esto parecería contradictorio, pero tiene lógica si se entiende que Washington todavía necesita que el conflicto se perciba como irresoluble, como equilibrado, como una guerra de largo aliento. Porque mostrar ahora que Rusia se desmorona abriría los ojos a muchos votantes europeos, japoneses, surcoreanos o australianos que dirían: “entonces ya no hay razón para gastar en armas”.

Y no es sólo cálculo externo: la posición de Zelensky está fortalecida por el éxito reciente de los ataques con drones. Sabe que causó un daño concreto y medible en la capacidad de abastecimiento ruso. Por primera vez imagina un escenario en el que no cede territorios sino que los recupera, y ese optimismo lo hace creer que le conviene esperar. Ya no es sólo presión desde Occidente. Es decisión interna: si la guerra lo favorece, no hay apuro por cerrar nada.

La segunda estrategia es la más dura y quizás la más realista a mediano plazo: asumir que la guerra continuará y que la diferencia de IA se hará evidente, pero usar eso para rediseñar la relación tecnológica con sus aliados. Si la IA se convierte en la clave del poder militar y económico, entonces Estados Unidos no permitirá que Europa, Japón, Corea del Sur o Australia tengan IA completamente independiente. No porque desconfíe de ellos, sino porque la arquitectura de seguridad global se basará en controlar el acceso a esa herramienta. Y el argumento ya está listo: evitar que los chips o modelos de IA terminen en manos chinas. Con ese pretexto se bloqueará progresivamente la exportación directa de ciertas arquitecturas, se dificultará la compra de hardware avanzado sin condiciones y se propondrá un nuevo modelo: el “caño”.

Este modelo consiste en proveer acceso a la IA como un servicio, regulado, monitoreado y tarifado por Estados Unidos. Europa podrá usarla, pero no poseerla. Podrá correr sus modelos, pero no diseñarlos libremente. La analogía es clara: como el gas ruso antes de 2022, que se entregaba por tuberías con contratos controlados por Moscú, la IA ahora fluirá por canales digitales desde Silicon Valley y Arizona, bajo licencias y normas estrictas. Cualquier intento europeo de independizarse encontrará advertencias sobre riesgos de seguridad, potencial espionaje chino o la imposibilidad técnica de sostener sin ayuda propia una infraestructura de entrenamiento de modelos. De ese modo, Estados Unidos sustituye el viejo modelo OTAN (armas a cambio de protección) por uno nuevo: IA a cambio de dependencia tecnológica.

Para el ciudadano común, todo esto es invisible. Usará ChatGPT, servicios médicos avanzados, autos inteligentes y herramientas de productividad sin saber si vienen de un centro de datos propio o de un caño controlado desde Texas. Pero para los gobiernos y las élites industriales, el dilema será evidente: o alinearse con Estados Unidos y aceptar regulaciones, o intentar una independencia digital que será extremadamente costosa y geopolíticamente arriesgada.

El avance ucraniano con IA obliga a Estados Unidos a reformular su dominio sobre aliados que dejarán de necesitarlo como proveedor de armas. El conflicto, lejos de cerrarse, empuja una reconfiguración total de las alianzas tecnológicas. El futuro se jugará en chips, modelos y flujos digitales. La guerra actual será recordada como el momento en que el control de la IA se volvió el verdadero poder. Estados Unidos lo sabe y diseña las válvulas del caño.

Las cosas como son.

Mookie Tenembaum aborda temas de tecnología como este todas las semanas junto a Claudio Zuchovicki en su podcast La Inteligencia Artificial, Perspectivas Financieras, disponible en Spotify, Apple, YouTube y todas las plataformas.

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