Antisemitismo (Pablo Temes)
El renacer del antisemitismo asesino
La violencia fundamentalista tras el ataque en Australia. Islamistas versus judíos y la sombra de Medio Oriente.
Desde la antigüedad pre-cristiana, el antisemitismo ha florecido una vez tras otra en épocas agitadas en que las viejas certezas se esfumaban en el aire y el futuro pareció excepcionalmente ominoso. No extraña, pues, que haya resurgido con fuerza en los años últimos; en muchas partes del mundo, ya es habitual que las sinagogas y colegios judíos necesiten ser protegidos por policías o militares bien armados. Por razones que nadie ha logrado explicar de manera satisfactoria, en tiempos como los que corren, siempre les toca a los judíos desempeñar el papel de chivos expiatorios. Para muchos, sigue siendo irresistible la tentación de tratarlos como si fueran culpables de todos los males que afligen al género humano.
Si bien se trata de un fenómeno proteo que cambia según las circunstancias, lo que todos los movimientos antisemitas que se han registrado han tenido en común es la envidia. De haberse destacado los judíos por su mediocridad, a nadie le hubiera preocupado demasiado su voluntad de permanecer fieles a sus tradiciones ancestrales, pero ocurre que su cultura siempre ha privilegiado a los dispuestos a entregarse a actividades intelectuales, lo que, andando el tiempo, capacitaría a muchos para hacer aportes muy valiosos a la civilización occidental. La sensación de que, por razones presuntamente siniestras, los judíos han sido injustamente exitosos sigue incidiendo en la actitud de muchos frente a integrantes de la minoría tenaz así supuesta.
En esta oportunidad, los antisemitas más agresivos militan en la alianza que han fraguado islamistas e izquierdistas. Están resueltos a convencer a los demás de que la única nación explícitamente judía, Israel, cuyos muchos éxitos militares, económicos, científicos y sociales los enfurecen, es por lejos el país más cruel, racista e imperialista del planeta y que por lo tanto merece ser borrado de su lugar “entre el río y el mar”, es decir, de la faz de la tierra. Aunque durante décadas tal punto de vista ha sido habitual en la ONU e instituciones multinacionales afines que se ven dominados por países musulmanes y sus aliados, fue repudiado por los gobiernos del mundo democrático hasta que, hace ya más de dos años, turbas que apoyaban a los yihadistas de Hamas comenzaron a inundar los centros de las ciudades principales de Europa, América del Norte y Australia.
Los que están detrás de tales manifestaciones dan por descontado que todos los judíos son genéticamente sionistas y por lo tanto cómplices del ejército israelí que está luchando contra Hamas en Gaza, una campaña que, en su opinión, es claramente racista y colonialista porque está dirigida contra un “pueblo de color”. Como otros gobiernos, entre ellos los del Reino Unido y Francia, el australiano del primer ministro Anthony Albanese ha procurado congraciarse con los islamistas, y con el muy influyente progresismo local, al afirmarse a favor de la causa palestina.
Es por tal razón que, en opinión de muchos, contribuyó a preparar el escenario para la matanza por dos yihadistas de judíos que celebraban Janucá en la playa Bondi de Sydney. Como siempre ocurre luego de producirse una atrocidad islamista impactante, políticos en Australia y otras partes del mundo la condenaron rotundamente, pero desistieron de comprometerse a tomar medidas destinadas a reducir el riesgo de que pronto ocurran otras masacres de inocentes aún más sanguinarias.
Albanese y otros políticos llamaron la atención a la valentía de uno de los transeúntes que intentaron desarmar a los atacantes; se trataba de un musulmán de origen sirio, Ahmed al-Ahmed, que fue gravemente herido. Si más de sus correligionarios que viven en el Occidente se comportaran del mismo modo, oponiéndose activamente a los extremistas -como hacen los gobiernos de muchos países en el Oriente Medio-, las perspectivas frente a las nutridas comunidades musulmanas que se han formado en Europa, América del Norte y Australia serían más esperanzadoras de lo que hoy en día son, pero, por desgracia, casi todos los líderes comunitarios están más interesados en combatir “la islamofobia” que en asegurar que se respeten las leyes vigentes en las sociedades en que se han asentado. Su actitud se asemeja a la de las autoridades eclesiásticas cuando empezaban a proliferar las acusaciones de pedofilia contra sacerdotes y hasta cardenales; la negativa del Vaticano a actuar con contundencia perjudicaría enormemente a la Iglesia Católica.
De todos modos, algo está cambiando en el mundo político occidental. Está intensificándose la presión popular para que los distintos gobiernos adopten posturas mucho más duras frente al desafío planteado por el islam militante. Políticos que piden medidas draconianas está subiendo en las encuestas de opinión a costa de aquellos que los tratan como extremistas. Mal que les pese a los partidarios del modelo multicultural, en Europa está consolidándose con rapidez desconcertante el consenso de que ha fracasado y que, bien que mal, sería imposible incorporar plenamente al Islam en su estado actual a una sociedad pluralista en que todas las minorías religiosas, incluyendo a la judía, y otros puedan convivir en paz.
Es esta la postura que siempre han mantenido los gobiernos de países de Europa central como Polonia y Hungría que, para frustración de los funcionarios de la UE en Bruselas que insisten en minimizar la importancia de las diferencias religiosas y culturales, se rehúsan a permitir la entrada de contingentes de refugiados y buscadores de asilo procedentes del Oriente Medio y África del Norte. Además de aludir a su propia experiencia histórica, para justificar su tesitura se afirman reacios a correr el riesgo de exponer sus países a epidemias de violencia sexual y otras formas de criminalidad, como las que siguen produciéndose en Francia, Alemania, el Reino Unido y Suecia que, de resultas de la llegada de millones de personas de cultura musulmana, se asemejan cada vez más a los lugares desde los cuales los inmigrantes huyeron.
La situación en que se encuentra Europa se debe en buena medida a la negativa de sus dirigentes políticos y líderes culturales a tomar el islam realmente en serio. Lo subestiman, como si a su entender fuera nada más que una moda pintoresca importada de regiones exóticas. Pasan por alto las opiniones de creyentes convencidos de que la civilización que el islam ha generado constituye una alternativa genuina a la occidental y que, como los voceros de organizaciones como la Hermandad Musulmana -cuya prédica inspiró a Al Qaeda, el Estado Islámico y Hamas-, prevén que en el futuro no tan remoto el mundo entero se vea dominado por un gran califato. Desde el punto de vista de quienes mandan en los países occidentales, tales ideas son absurdas.
Parecería que para quienes piensan así, la historia del mundo comenzó hace muy poco y todo lo acontecido antes de la Primera Guerra Mundial carece de significado. A diferencia de sus equivalentes de generaciones anteriores, muchos dirigentes occidentales suponen que el islam, como todos los demás cultos religiosos, es sólo un conjunto de supersticiones irracionales de interés folclórico que incide poco en la vida de sus adherentes. Olvidan que, en el pasado no muy remoto, muchos europeos se sentían positivamente impresionados por el espíritu marcial que es propio del islam. En una ocasión, Adolf Hitler aventuró que si los alemanes lo hubieran adoptado hacia un par de siglos, ya serían dueños del mundo entero. Asimismo, si bien Winston Churchill creía que las consecuencias sociales y psicológicas del islam habían sido desastrosas, nunca titubeó en rendir tributo a las cualidades marciales de millones de musulmanes.
A fines del siglo XIX, Churchill advirtió que “el mahometismo, lejos de estar moribundo, es una fe militante y proselitista. Ya se ha extendido por toda África central, y a cada paso ha formado valientes guerreros. Si el cristianismo no fuera protegido por los brazos fuertes de la ciencia (la ciencia contra la que luchó en vano), la civilización de la Europa moderna podría caer, como la civilización de la antigua Roma”.
A juicio de muchos, tales opiniones parecen patéticamente anticuadas, típicas de reaccionarios que reivindican el militarismo, pero son más realistas que las de progresistas que incluyen a los musulmanes entre las víctimas débiles del imperialismo blanco. Según los partidarios woke de lo que llaman “interseccionalidad”, en que el mundo se divide entre opresores aún poderosos y oprimidos que para liberarse deberían cerrar filas, los musulmanes se encuentran en una situación similar a la de integrantes de otras minorías perseguidas como las conformadas por homosexuales, transexuales y mujeres.
Si bien los líderes de agrupaciones islámicas en Estados Unidos y Europa no han vacilado en aprovechar los beneficios económicos, políticos y legales de figurar entre las “víctimas” predilectas del tiránico patriarcado blanco, los hay que raramente dejan pasar una oportunidad para recordar socarronamente a sus amigos progresistas que, en muchas partes del mundo islámico, la homosexualidad suelen ser castigada con la pena de muerte y a todas las mujeres les corresponde obedecer humildemente a los hombres de su familia. Con todo, si bien es irreconciliable el islam militante con la izquierda moderna, por razones pragmáticas, entre ellas la hostilidad compartida hacia Israel, siguen actuando como aliados.
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