Desde 1928, cuando, en vísperas de la Gran Depresión mundial, Marcelo Torcuato de Alvear puso fin a una gestión en que la economía nacional llegó a ser una de las más prósperas y dinámicas del planeta, todos los presidentes argentinos han soñado con regresar al paraíso perdido. Todos han fracasado. Hasta hace apenas cuatro meses, Mauricio Macri creía que le sería dado romper el maleficio casi secular que pesaba sobre los ocupantes de la Casa Rosada y el país, pero entonces la realidad se las arregló para advertirle que bien podría compartir el destino de tantos antecesores.
Para sobrevivir hasta diciembre del año que viene, y ni hablar de lograr la reelección, Macri tendrá que congraciarse con los mercados, convivir amistosamente con el grueso del peronismo y conservar el apoyo de la parte menguante de la población que cree que, a pesar de los rigores de un ajuste que no podrá sino profundizarse, el gobierno actual es mejor que las alternativas aún neblinosas que están comenzando a asomar.
No le será del todo sencillo. Nadie sabe muy bien lo que quieren los mercados; el peronismo oscila entre quienes se creen los dueños naturales del poder e irán a cualquier extremo para recuperarlo por un lado y, por el otro, aquellos que entienden que no les convendría en absoluto encargarse de la enésima catástrofe socioeconómica protagonizada por el país en que ellos han desempeñado un papel dominante.
Para complicar todavía más la situación en que se encuentra Macri, los esfuerzos por satisfacer a los mercados podrían tener consecuencias tan negativas que la Argentina estallaría, pero si procura privilegiar la política, como quisieran muchos radicales, la economía correría el riesgo de desplomarse en medio de una conflagración hiperinflacionaria que culminara con otro default.
La conducta del peronismo responsable o, como dicen los oficialistas, racional, será clave en las semanas y meses próximos. Durante demasiado tiempo el movimiento ha sido el perro del hortelano de la política nacional; no sabe gobernar ni deja gobernar. Así y todo, hay señales de que el peronismo está evolucionando al darse cuenta dirigentes como el rionegrino Miguel Ángel Pichetto y el salteño Juan Manuel Urtubey de que reincidir en lo de siempre sería peor que inútil.
¿Y Sergio Massa? Su actitud dependerá en lo que le digan las encuestas. Al procurar sacar provecho de los problemas ocasionados por los tarifazos y algunos retoques menores del sistema jubilatorio, Massa y sus compañeros hicieron un gran aporte a la crisis que pronto surgiría al informarles a los mercados que un sector del peronismo se opondría a las reformas, por gradualistas que fueran, que intentaba el gobierno macrista.
Hasta ahora, los cambios ensayados por Macri después de que los mercados optaron por devaluar drásticamente el peso, han sido meramente cosméticos. Redujo la cantidad de ministerios con el propósito de brindar una imagen de austeridad gubernamental y se comprometió a eliminar el déficit fiscal a cero jibarizando el gasto público y aumentando algunos impuestos. Son medidas ingratas que, como suele pasar, muchos atribuirán a la mala voluntad de un gobierno genéticamente antipopular, pero no es cuestión de la eventual mezquindad de Macri sino del hecho doloroso de que no haya más plata. Aun cuando el de Cambiemos fuera el gobierno más filantrópico de la historia mundial, tendría forzosamente que hacer algo muy parecido.
Como fue de prever, los anuncios oficiales dieron lugar a las protestas de las organizaciones “sociales”, los agricultores que creían que las odiadas retenciones estaban por eliminarse, los representantes de pymes alarmadas por tasas de interés elevadísimos y muchos otros, ya que nadie quiere que su propio sector pague los costos de la debacle económica más reciente. Aunque en virtualmente todos los casos las quejas pudieron considerarse razonables, no habrá forma de asegurar que el ajuste feroz que el Gobierno ha emprendido luego de más de dos años de gradualismo sea tan equitativo que nadie se sienta injustamente discriminado.
Macri no es un orador fogoso. De acuerdo común, le cuesta mucho comunicarse con la gente. Lo mismo que tantos otros de mentalidad pragmática que dan por descontado que en última instancia lo que hacen los gobiernos importa mucho más que los discursos pronunciados por quienes los encabezan, propende a despreciar la retórica.
Aunque los experimentos de los populistas y ultraizquierdistas han producido resultados calamitosos, cuando no inenarrablemente atroces, son expertos en dar un sentido épico a sus proyectos suicidas. En cambio, pocos partidarios del capitalismo liberal que ha beneficiado enormemente a la mayoría abrumadora de los habitantes del mundo desarrollado han sabido motivar el entusiasmo de sus contemporáneos. Supondrán que la evidencia a favor de “la economía de mercado” en que el Estado se limita a velar por las reglas y proteger a los más vulnerables es tan contundente que no les es necesario llamar la atención a lo que les parece indiscutible.
Así pues, nunca han faltado personajes comprometidos con esquemas inviables que han sido capaces de convencer a muchos millones a acompañarlos en la búsqueda vana de una utopía imaginaria. Será por tal razón que, a pesar de todo lo ocurrido últimamente, el kirchnerismo aún tiene tantos adherentes en el país como el macrismo. Puede que el relato K sea pura palabrería, pero a menudo la retórica resulta ser más poderosa que la siempre antipática realidad.
Para Macri y muchos otros, el país se pondrá a flote cuando deje de intentar “seguir viviendo por arriba de nuestras posibilidades”. Tendrán razón, pero sucede que escasean los convencidos de que ellos mismos son parte del problema y que por lo tanto deberían verse privados de lo que creen merecer. Por lo demás, los economistas pueden señalar que a menos que la gente continúe consumiendo a un buen ritmo, todos, tanto los presuntamente productivos como los que distan de serlo, caerían en la miseria generalizada. A inicios de su gestión, Macri esperaba incrementar poco a poco la proporción de los primeros, mientras que el crédito internacional le permitiera reciclar de modo apenas perceptible a quienes no contribuían nada al bienestar colectivo. El arreglo funcionó por un rato hasta que, de golpe, los mercados decidieron que no valdría la pena seguir entregando plata a un país habituado a vivir de fiado y que, a juzgar por su trayectoria, un día podría negarse a devolver lo prestado.
Los especuladores piensan en términos de días. Los inversores serios se preocupan más por el largo plazo, de ahí la inquietud que agita los mercados cuando oyen hablar a integrantes de la oposición que parecen regodearse cada vez que Macri tropieza por suponer que les traería algunas ventajas. Temen que el Gobierno siguiente recaiga en el populismo ya tradicional.
Para los peronistas, el que en el exterior pocos estén dispuestos a darles el beneficio de cualquier duda plantea un dilema. No pueden dejar de oponerse a Macri, pero los más lúcidos entenderán que les convendría moderar las críticas para que sean “constructivas”. En democracia, militar en la oposición no es tan fácil como muchos creen.
A simismo, aunque Macri llegara a la conclusión de que, para enfrentar lo que reconoce es una “emergencia”, tendría que invitar a algunos peronistas a ocupar puestos en un hipotético gobierno de “unidad nacional”, en tal caso los kirchneristas y sus aliados de la izquierda antisistema conformarían la única oposición, una que, fiel a la consigna leninista de “cuanto peor, mejor”, ya está haciendo lo posible para sabotear la tambaleante economía del país.
En cuanto a los peronistas “racionales”, es comprensible que sean reacios a afirmarse a favor de los ajustes pero no pueden sino entender que sería un error imperdonable de su parte tomar el desaguisado económico por un asunto personal de Macri que se solucionaría si abandonara la Casa Rosada. A pesar de todo lo sucedido en las semanas últimas y lo difícil que ha sido para el Gobierno restablecer su autoridad, las acciones peronistas apenas han subido en el mercado político.
Mal que bien, el país seguirá dependiendo del “mundo” por mucho tiempo más. A menos que consiga convencerlo de que las corridas cambiarias que hicieron que el peso se acercara a lo que en buena lógica es su auténtico valor, beneficiando así a la parte dolarizada de la sociedad a costillas de la pesificada, fueron nada más que una “tormenta” y que, luego de ajustar algunos tornillos, la Argentina logrará capearla, hasta nuevo aviso el país no tendría nada más que los recursos financieros propios que, por desgracia, hoy en día son muy magros.
Con todo, siempre y cuando la política no nos depare demasiadas sorpresas feas, las perspectivas distan de ser tan malas como algunos suponen; dentro de un par de años lo producido por Vaca Muerta podría ayudar a superar la crisis energética causada por el cortoplacismo kirchnerista y a menos que el clima le juegue en contra nuevamente, el campo podría exportar muchísimo más. Asimismo, sería de esperar que, por fin, “los capitanes de la industria”, además de los tenientes, sargentos y cabos de la misma, se resignaran a que no les quede más alternativa que la de hacer más eficaces las empresas locales para que puedan prosperar en un mundo cada vez más exigente.
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