No fue un huracán sino apenas una ráfaga, una que en otras latitudes pasó casi inadvertida. Así y todo, resultó ser lo bastante fuerte como para desarbolar al precario barco macrista que, para mantenerse a flote, necesitaba que el mar quedara tranquilo por algunos años más hasta que, con suerte, el Gobierno lograra ponerlo en buen estado para navegar en las aguas turbulentas que le aguardan.
El orden geopolítico al que nos hemos acostumbrado está cayendo en pedazos. Aun cuando se hayan equivocado aquellos que nos aseguran que China está por desplazar a Estados Unidos como la superpotencia reinante, no cabe duda de que en adelante el país más poblado de la Tierra desempeñará un papel protagónico en los asuntos internacionales, mientras que Europa, cuyo ocaso parece irreversible, tendrá que conformarse con un rol cada vez más marginal. Estamos asistiendo, pues, a un cambio geopolítico que planteará muchos desafíos a un país de dimensiones medianas como la Argentina que es dueño de una cantidad enorme de recursos naturales envidiables pero que hace tiempo olvidó cómo aprovecharlos.
Al iniciar su gestión hace poco más de mil días, Mauricio Macri apostó al optimismo por entender que la ciudadanía no estaba en condiciones de soportar una sobredosis de realidad y también por suponer que le sería dado convencer a los mercados de que, a pesar de tener tantas cuentas en rojo, la Argentina estaría por disfrutar de un período prolongado de expansión rápida. Por un rato, parecía que el esquema gradualista y, hay que decirlo, voluntarista que adoptó funcionaba; aunque las inversiones previstas tardaron en llegar, la economía crecía y en octubre del año pasado el electorado lo recompensó por sus esfuerzos. Pero entonces, de golpe, todo pareció venirse abajo.
Como se hizo dolorosamente evidente en abril, de todos los países calificados de emergentes -con la excepción parcial de Turquía que, además de depender de créditos externos, sufre una gravísima crisis de identidad-, la Argentina es el más vulnerable a los choques externos. Para alarma de muchos y regocijo de algunos, un leve tremor en los mercados de capitales del mundo puso en riesgo no sólo la economía sino también la mismísima gobernabilidad.
Así las cosas, es legítimo preguntarnos qué ocurriría en el país si los mercados financieros internacionales experimentaran un seísmo equiparable a aquel que sembró el pánico exactamente diez años atrás al desplomarse el gigantesco banco de inversiones norteamericano Lehman Brothers. Aquel desastre fue seguido por una recesión prolongada en los países occidentales que provocó estragos irremediables en el sur de Europa donde decenas de millones de jóvenes se vieron condenados al desempleo crónico. Aquí, el producto bruto se achicó el siete por ciento en un par de meses, se perdió medio millón de empleos y el riesgo país se fue por las nubes. Para amortiguar el impacto, el gobierno de Cristina aumentó mucho el gasto público.
¿Podría suceder algo parecido a la implosión de Lehman Brothers en el futuro próximo? Claro que sí. Sería realmente asombroso que de ahora en adelante la economía mundial dejara de padecer convulsiones espasmódicas, ya que no faltan nubarrones amenazadores en el horizonte. Los más ominosos provienen de las guerras comerciales que ha declarado Donald Trump; para alarma de los líderes de otros países, no ha vacilado en adoptar una política económica brutalmente proteccionista so pretexto de que, antes de su llegada al poder, Estados Unidos se permitía despojar por una multitud de rivales inescrupulosos. Aunque los europeos, turcos, rusos, canadienses y mexicanos, entre otros, se verán perjudicados por lo que está haciendo Trump, el blanco principal de su ira es China. Las medidas en tal sentido que ya ha tomado y las señales de que ha decidido tomar otras aún más duras en las semanas venideras ya han afectado negativamente la actividad económica internacional.
Los chinos están procurando reaccionar frente a las embestidas de Trump, pero no les será del todo fácil encontrar nuevos consumidores para sus productos. Estados Unidos no es el único país que es reacio a dejarlos continuar exportando grandes cantidades de bienes manufacturados, de tal modo poniendo en riesgo la supervivencia de sectores industriales enteros. Si, como quiere Trump, los chinos pierden terreno en el opulento mercado norteamericano, se esforzarán por entrar en otros, lo que obligaría a más gobiernos a erigir nuevas barreras comerciales. Aunque los economistas serios coinciden en que en última instancia el proteccionismo es malo para todos, escasean los dispuestos a sacrificarse en aras de un principio abstracto. Por desgracia, el regreso del proteccionismo ha coincidido con la puesta en marcha de lo que el gobierno macrista espera será una gran ofensiva exportadora que lo ayude a conseguir el dinero que tanto necesita.
Además de los costos -que podrían ser colosales- para China del conflicto comercial con Estados Unidos que ha ya empezado, el régimen tendrá que intentar impedir que siga creciendo una gran burbuja crediticia que, según los especialistas, se ha incubado dentro del nada transparente sector financiero de su país. Los alarmados por el fenómeno advierten que si no logra hacerlo, tarde o temprano estallará con consecuencias muy desagradables no sólo para los chinos mismos sino también para el resto del planeta.
Con todo, aunque China, cuya expansión vertiginosa se ha visto acompañada por excesos comparables como aquellos que hicieron temblar a Estados Unidos cuando pasaba por una etapa similar, podría ser el foco de la próxima gran crisis económica mundial, los hay que creen que lo que tantos temen ya está gestándose en Europa.
Nadie ignora que, de recaer nuevamente en recesión Italia, sería más que probable que el gobierno dominado por el nacionalista Matteo Salvini se alzara en rebelión contra los eurócratas de Bruselas que, al subordinar absolutamente todo a la fortaleza de la moneda común, depauperaron a Grecia. Si pudieran, estarían dispuestos a tratar de la misma manera a Italia, pero saben que sería suicida cualquier intento de obligar a Salvini y compañía a emprender un programa de austeridad como el que los griegos tuvieron que aceptar. Encabezan la lista de perjudicados por una eventual decisión italiana de romper con el euro los ya atribulados bancos alemanes y franceses que no estarían en condiciones de cubrir las pérdidas resultantes.
Otro país en apuros es, cuándo no, Brasil. La crisis en que se encuentra nuestro vecino amenaza con hacerse permanente. Nadie cree que de la mezcla tóxica de una economía letárgica, una población que se siente cruelmente defraudada por la elite política y empresarial, un panorama preelectoral sumamente confuso y la campaña “lava jato” contra la corrupción ubicua pueda surgir un gobierno representativo que sea capaz de administrar adecuadamente el país que, hasta hace relativamente poco, se suponía en vías de erigirse en una potencia mundial. Ni los izquierdistas que, de ser otras las circunstancias, votarían por el encarcelado Luiz Inácio “Lula” da Silva en las elecciones programadas para octubre ni los simpatizantes del derechista Jair Bolsonaro, que está recuperándose en hospital de las heridas que recibió al ser apuñalado cuando se daba un baño de multitudes, podrían formar un gobierno viable, pero serían plenamente capaces de hacerle la vida imposible a cualquier centrista moderado que lograra instalarse en el Palácio da Alvorada en Brasilia.
Desde el punto de vista de los norteamericanos, europeos y chinos, es escasa la importancia geopolítica del drama brasileño, pero la Argentina no puede mirar lo que está sucediendo con ecuanimidad, ya que los altibajos experimentados por el país que continuará siendo su socio principal seguirán incidiendo en su propia evolución.
Aunque debería ser patente que mucho de lo que ocurre en el exterior tiene repercusiones locales, la mayoría prefiere minimizar su significado. Es natural; el ombliguismo dista de ser una propensión exclusivamente argentina. Puede que en algunos países muy pequeños virtualmente todos comprendan que sería inútil atribuir al gobierno de turno los reveses que proceden de otras latitudes, pero en los demás es normal dar por descontado que el destino colectivo depende casi por completo del accionar de sus propios dirigentes, una ilusión que estos suelen compartir en los buenos tiempos, si son oficialistas, o, si militan en la oposición, en los malos.
Sea como fuere, no cabe duda de que al país le convendría que el grueso de la clase política y quienes conforman “el círculo rojo” tomaran más en cuenta los riesgos que el mundo entero podría afrentar en los años próximos. Macri quiere que la crisis que surgió en abril y que aún no se ha desinflado resulte ser la última, pero para que lo sea el mundo tendría que desistir de depararnos más sorpresas ingratas. Tal vez sea natural esperar que tengan razón los optimistas y que merced a las bondades del sistema internacional todo se arregle sin que al gobierno actual y sus sucesores les sea necesario hacer nada drástico, pero convendría que la clase política en su conjunto se preparara para enfrentar situaciones mucho peores que la ocasionada por la decisión de la Fed norteamericana de subir una tasa de interés clave.
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