El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el presidente ruso, Vladimir Putin, se estrechan la mano al final de una conferencia de prensa conjunta tras participar en una cumbre entre Estados Unidos y Rusia sobre Ucrania en la Base Conjunta Elmendorf-Richardson en Anchorage, Alaska. (DREW ANGERER / AFP)

Rusia se endurece: ¿cuándo va a jugar Estados Unidos?

La guerra en Ucrania expone el cálculo ruso: desgaste y resistencia; Putin apuesta a que Trump y Occidente no actúen con decisión.

Rusia no va a negociar porque aún cree que no lo necesita. Tiene soldados, tiene municiones, tiene compradores para su petróleo y tiene aliados que no lo dicen, pero la sostienen. Y sobre todo, tiene una lectura estratégica que le ha servido durante décadas: si el adversario duda, hay que avanzar. Putin no busca una victoria gloriosa, busca resistir hasta que el otro se canse. Mientras Estados Unidos lanza amenazas, ultimátums y convoca a negociaciones como la de Alaska; Rusia amplía su ofensiva y aprovecha cada día como una oportunidad para consolidar posiciones.

Los números son contundentes. Rusia cuenta hoy con unos 3,57 millones de efectivos si se suman soldados activos, reservistas y fuerzas paramilitares. Solo en el primer trimestre de 2025 incrementó su fuerza de combate en un 22 %. Mientras tanto, Ucrania enfrenta una escasez crítica de personal: los hombres entre 18 y 60 años no pueden salir del país, pero muchos no están en condiciones físicas, psicológicas o logísticas de sumarse al frente. La diferencia de volumen es abrumadora y, en una guerra de desgaste, eso pesa.

Estados Unidos, por su parte, mantiene una superioridad estratégica estructural que no ha decidido usar del todo. Tiene todas las cartas: capacidad militar, liderazgo en el sistema financiero global, influencia sobre aliados clave y un poder de sanción sin igual. El problema no es la falta de herramientas, sino la voluntad política para utilizarlas. Putin apuesta a que no se usen y a que la ventana de poder de Trump sea corta con un Congreso imponiendo trabas si pierde la mayoría, lo cual puede ocurrir en 2026. Pero si Trump quiere cumplir con su promesa de cerrar el conflicto con un acuerdo, deberá actuar antes, y depender del apoyo de los demócratas, históricamente más duros con Rusia.

El ultimátum de Trump se leyó con ambigüedad. En su momento, habló de 50 días, pero luego dijo que quedaban 10. No redujo el plazo total a 10 días, sino que acortó lo que quedaba a 10, lo cual es un matiz importante. Sin embargo, ese giro no implicó acciones concretas, y mientras tanto Rusia continuó su avance.

La idea detrás de los 50 días era permitir a Putin ganar algo de terreno para que luego pudiera declarar que sus objetivos estaban cumplidos. Pero eso no ocurrió, porque Moscú leyó el gesto como un signo de debilidad, como siempre lo hace. Las dictaduras interpretan las pausas como oportunidades. No están atadas a la opinión pública, ni a la prensa ni cortes. Y si el adversario duda, ellas no dudan.

El comercio ilegal de petróleo ruso a través de embarcaciones opacas, lo que en inglés se denomina shadow fleet, y que podría traducirse como “flota fantasma”, es uno de los puntos débiles del sistema de sanciones actual. Mientras esa vía siga abierta, Rusia venderá crudo y financiará la guerra. Estados Unidos puede exigir que todo comprador de petróleo que quiera mantener relaciones económicas con el mundo occidental presente un certificado de origen emitido por las autoridades estadounidenses. Sin ese certificado, el petróleo se considera ilícito y se activan sanciones secundarias. Es una medida técnica, concreta y legalmente viable.

Las sanciones secundarias no se limitan a los compradores, se pueden aplicar a empresas aseguradoras, navieras, bancos y puertos que participen en la logística de esa flota fantasma. Además, Estados Unidos puede presionar a China de forma directa. China sostiene a Rusia en silencio: provee tecnología, intermediación comercial y piezas clave. Si Washington impone sanciones secundarias a China como país por su ayuda indirecta a Rusia, el impacto será devastador. China atraviesa una crisis interna profunda y no puede permitirse una ruptura con el sistema financiero internacional. No arriesgará su estabilidad para salvar a Putin. Ese es otro punto de presión que Estados Unidos aún no utilizó.

Dmitry Medvedev, por su parte, no es un interlocutor válido, es un instrumento del Kremlin, un portavoz ocasional del extremismo estatal. No hay policía bueno y policía malo: hay policía malo y policía peor; pero el mecanismo de intimidación ya perdió efecto. La credibilidad rusa está erosionada, mientras que la norteamericana, paradójicamente, crece.

La última carta en juego es la militar. Los recientes movimientos de submarinos nucleares indican que algo cambia y la paciencia tiene un límite. Pero eso no será suficiente sin acciones visibles, legales y diplomáticas. No basta con tener el mazo, hay que jugar las cartas. Y los naipes son claros: certificación obligatoria del petróleo, sanciones secundarias agresivas, presión directa sobre China y control real de los flujos logísticos. Eso no requiere una guerra, solo decisión.

Estados Unidos no perdió su poder, solo necesita actuar más allá de los gestos en Alaska y la bienvenida en la Casa Blanca a los aliados europeos de Ucrania. Mientras tanto, Putin apuesta a que no lo hará y por eso no negocia: aún cree que el adversario prefiere hablar a actuar. Pero si eso cambia, la historia cambiará.

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