Wednesday 10 de December, 2025

OPINIóN | Hoy 15:52

¿Por qué la crueldad?

¿Por qué la nueva derecha no logra comunicarse sino en términos de crueldad? ¿Es un plan frío y calculado como estrategia, el "todo marcha de acuerdo al plan" o expresa algo más profundo?

¿Por qué la nueva derecha no logra comunicarse sino en términos de crueldad? ¿Es un plan frío y calculado como estrategia, el "todo marcha de acuerdo al plan" o expresa algo más profundo?

Por ahora, tomémoslo como una revelación. Igual de revelador fue comprobar que el llamado “anarco capitalismo" terminó mostrándose en estos años increíblemente apegado a la aventura autoritaria: sobre todo regulatoria de la moral, de las relaciones personales y de la preservación policial de roles de género en crisis. En otras palabras: no fue una apuesta por una sociedad plenamente contractual —que facilitara la colaboración y excluyera la violencia sin necesidad de Estado— sino el intento de eliminar los límites de la ley para liberar abusos que violan derechos básicos: racismo, xenofobia, misoginia, censura religiosa, intervención clerical en decisiones del Estado, etc. Es como la libertad de colgar gente y que no se meta el Estado con su “corrección política”.

El mileísmo es antiaborto al extremo. El aborto no es conceptualmente punible en la utopía anarcocapitalista donde toda retaliación es producto de un reclamo privado. El embrión estaría "representado" por la madre, sería difícil pensar en el padre incluso en esa instancia, pero nunca por un tercero imparcial como el Estado porque esta postura radical no lo admite. Así que no, el mileísmo, el paleoliberalismo y el anarcocapitalismo de personajes como su admirado Jesús Huerta de Soto, no es libertario en nada: es una rebelión contra el Estado que se maneja por el rule of law y excluye su paraíso preferido, el de la ley del más fuerte. Una ley del más fuerte que seguía subsistiendo mediante dispositivos conceptuales y morales como la segregación, organizada, omnipresente, sus ideas sobre familias numerosas, en lo posible rubias, con estereotipos de género bien violentamente determinados y celebrada como una normalidad que ningún "loco" se atrevería a poner en duda.

Lo que se presentaba como pacifismo liberal, tal vez un poco ingenuo, resultó ser un discurso que ocultaba una rebelión contra las reglas más elementales de convivencia, una rebelión en pro de la violencia por iniciativa privada, donde la religión con poder político representa mejor la intención que el paraíso invocado para tapar el plan. La bronca, el enojo, el lenguaje descalificatorio y sexista ahora representan la pérdida de una centralidad, la pérdida del poder silencioso, tan poderoso que no necesitaba ponerse en palabras, mucho menos gritar, al menos no todo el tiempo: simplemente era el reino evidente de las cosas como deberían ser. Ahora las únicas palabras que pueden usar son los insultos y las hipérboles más insostenibles.

La indignación expresa ese debilitamiento y también la imposibilidad de darle autoridad moral al proyecto de manera explícita. La pérdida de legitimidad de ese poder silencioso y contundente, lo que, diría Guglielmo Ferrero, despertó la ira de los duendes invisibles de la ciudad.

Porque si tuvieran que presentarlo, quedaría claro que su modelo real es un sistema de castas basado en ingresos, color de piel, sexo, origen y modo de vivir, algo que de libertad no tiene nada.

Enojarse es una forma de no enfrentar argumentos. Es gritar todo el tiempo que cualquier otra manera de ver estas cuestiones es inconcebible, retorcida, "anormal". Que sea un acto de valor discutir. No es distinto de las viejas costumbres de disciplinamiento: antes, la normalización se ejercía sin resistencia, sin necesidad de violencia explícita. Era un sistema pasivo-agresivo, silencioso y eficaz, donde el poder no tenía que justificarse porque nadie lo interpelaba. Porque era socialmente legitima a través de fuentes moralistas y costumbres.

Pero ahora ese sistema se vio obligado a convertirse en un discurso puramente reactivo: gritón, organizado, cómplice, pero también débil y asustado. O gritan, o cualquier palabra los herirá de muerte. Es el grito del que no quiere oír, porque sabe que su mundo se disuelve. El objetivo siempre es el mismo: llevar la discusión a normas establecidas, a supuestas certezas cómodas —"lo normal", "lo que quiere Dios", "lo que es la cultura", "Occidente", el Cristo en el que creen— para no tener que responder a razones ni revisar argumentos o crear unos que nunca tuvieron.

Y acá está el nudo: el problema no es la gente "ofendida" que habla; el problema es que ellos se declaran ofendidos porque otros hablan de la maldad que tan cómodamente ejercían, con autoridad moral además. De repente ya no son tratados como unos moralistas en un pedestal, algo a lo que creen tener derecho, sino como perpetradores de exclusión sistemática, que describe mejor lo que son. Es el berrinche del que dice: "¿Cómo me decís eso a mí, si yo soy el normal? Yo soy el que es como hay que ser. Yo no era el castigado en la casa ni el burlado en el colegio. Yo soy el incuestionable. ¿Qué clase de virus te picó que ahora me cuestionás a mí?"

Ese mundo "blanco", realmente blanqueado, de forma tan omnipresente y efectiva que podía mantenerse invisible —solapado, naturalizado— parecía el aire: estaba ahí pero no se veía. Hasta que una infección llamada "despertar", o "woke", levantó la alfombra. Y entonces, por primera vez, tuvieron que escuchar lo que nunca habían tenido que oír: que existen los demás, que pueden hablar y estudiar, que pueden saber más que ellos, ser más productivos y ser más felices. Alguien para ellos socializó, de manera inconcebible el derecho a la felicidad, lo que además le baja el precio a su enorme sacrificio para lograr encajar y ponerse a salvo. ¿Y si toda esa inversión no fue solamente inútil sino que ahora desprestigia? Se enojan porque se ven enfrentados a lo que perdieron ellos mismos.

 

*José Benegas es escritor y ensayista.

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