Como Carlos Menem más de un cuarto de siglo antes, Javier Milei ha puesto a la Argentina en la estela de Estados Unidos. Sin embargo, mientras que en aquellos tiempos era relativamente fácil alinearse con la superpotencia, en la actualidad dista de serlo. A diferencia del entonces presidente norteamericano George H. W. Bush, que era un conservador moderado de ideas tradicionales con muchos años de experiencia en el mundillo diplomático, Donald Trump es un ególatra caprichoso que, sin sentirse intimidado por sus propias deficiencias culturales, se cree convocado para rediseñar el orden internacional. Quiere que todos los demás países rindan tributo a “la grandeza” de Estados Unidos; para asegurar que lo hagan, improvisó un sistema de aranceles en que los que en su opinión son buenos pagan relativamente poco y los malos tienen que soportar tasas punitivas.
Por fortuna, todo hacer pensar que la Argentina mileísta tendrá un lugar de privilegio en el nuevo mundo trumpista. Fue gracias a la amistad con el magnate que forjó antes de su regreso a la Casa Blanca, que Milei pudo salir airoso de la convulsión financiera que amenazaba con destruir su presidencia y, para alivio de todos con la excepción de Cristina, Axel Kiciloff y sus partidarios, el país se ahorró una gran crisis política y económica que con toda probabilidad hubiera puesto un fin prematuro a su enésimo intento de adaptarse a las circunstancias imperantes. Si siguen prosperando las aventuras geopolíticas del amigo norteamericano, habrá más beneficios para la Argentina; si se ve obligado a abandonar algunas iniciativas, podría estar todavía más dispuesto a brindar ayuda a sus aliados más fieles.
Trump ve absolutamente todo en términos personales, de ahí su voluntad de rescatar a Milei cuando corría el riesgo de hundirse. Otro mandatario favorecido por su convicción de que en última instancia lo que más importa es la química personal es el dictador ruso Vladimir Putin. Por razones que algunos atribuyen a información secreta en manos del ex funcionario de la KGB que podría perjudicarlo, y otros a nada más siniestro que el respeto que siente por los “hombres fuertes”, Trump siempre parece dispuesto a darle el beneficio de la duda, algo que nunca ocurre con el ucraniano Volodimir Zelensky al que repetidamente trata como un pordiosero molesto e ingrato, acaso porque no le gusta para nada que en muchos países el ucraniano figure como uno de los héroes más admirables de los tiempos que corren.
A comienzos de su gestión presidencial, Milei se ufanó de su cercanía a Zelensky que, para recompensarlo, asistió a su inauguración. ¿Cómo reaccionaría el libertario si Trump optara por sacrificar a Zelensky y Ucrania en aras de un acuerdo de paz nada convincente? Sorprendería mucho que se atreviera a protestar contra una decisión tan infame.
Asimismo, Trump claramente confía en que la relación personal que cree haber establecido con Xi Jinping le servirá para alcanzar un arreglo mutuamente ventajoso con China que domina el mercado de las tierras raras que necesitan los fabricantes de celulares y otros productos electrónicos, lo que entraña el riesgo de que el régimen pekinés tome una actitud amistosa por una señal de que Estados Unidos no intervendría si se le ocurriera procurar invadir Taiwán.
Como Putin, el dictador vitalicio Xi sabe que el tiempo está corriendo en su contra ya que en los años próximos los problemas internos, tanto económicos como demográficos, que enfrentan sus países respectivos propenderán a agravarse, de suerte que les convendría anotarse algunos éxitos geopolíticos espectaculares antes de que les sea demasiado tarde.
En cuanto a América latina, Trump parece haber elegido una estrategia intervencionista parecida a las de gobiernos estadounidenses del pasado. A pesar de sus presuntos sentimientos aislacionistas, no oculta su intención de derribar al dictador venezolano Nicolás Maduro que para él y quienes lo rodean es jefe de un cartel de narcotraficantes que merece terminar sus días en una cárcel norteamericana.
Para atemorizarlo, frente a las costas venezolanas Trump ha estacionado una flota encabezada por el gigantesco portaviones USS Gerald R. Ford que tiene el poder de fuego suficiente como para aniquilar a las endebles fuerzas armadas chavistas y, para subrayar el mensaje que está enviando a Maduro, prohíbe a las aerolíneas del mundo entrar en el espacio aéreo venezolano. Puede que sólo sea cuestión de una guerra psicológica; pronto sabremos hasta dónde está dispuesto a ir el “hombre más poderoso del mundo” para eliminar a una tiranía que ha provocado daños enormes a su propio pueblo pero que, así y todo, está a cargo de un país soberano en una región que siempre ha sido adversa a la prepotencia norteamericana.
Ahora bien, la impaciencia, la convicción ya generalizada de que hay que actuar con rapidez porque a menos que uno lo haga todo podría derrumbarse, de Putin, Xi, y muchos otros, incluyendo a Trump y, desde luego, a Milei, está haciendo cada vez más tensas las relaciones entre los distintos países. En todas partes se ha difundido la sensación de que el mundo está en vísperas de grandes cambios y que por lo tanto les incumbe a los líderes aprovechar enseguida cualquier oportunidad para fortalecerse que se presente.
El nerviosismo que tantos sienten puede entenderse. Pocos días transcurren sin que algún grupo de presuntos expertos nos advierta acerca de los riesgos mortales que estarán planteando la proliferación de artefactos novedosos supuestamente capaces de desarmar mentalmente a los enemigos, el creciente peligro de que Putin caiga en la tentación de usar bombas nucleares “tácticas” o invadir a más países vecinos, el colapso abrupto de la tasa de natalidad, el riesgo de que irrumpan más virus como el que nos dio Covid 19, los cambios climáticos que algunos quieren revertir desmantelando la industria de la que casi todos dependen, las esporádicas crisis financieras, la migración de millones de hombres y mujeres desde los países más pobres y conflictivos del planeta hacia los aún prósperos y, desde luego, el desarrollo acelerado de la Inteligencia Artificial que, dicen los especialistas, está por revolucionar por completo el mercado laboral del planeta, lo que no es una buena noticia para los que no estarán en condiciones de reciclarse.
Trump, un optimista cabal, se supone capaz de manejar todas las presiones resultantes de tales fenómenos. Minimiza la importancia de algunos, como los vinculados con el cambio climático que a su entender es una estafa izquierdista inventada por quienes quieren destruir la civilización occidental, pero se opone frontalmente a la inmigración desde el “tercer mundo” que tantas dificultades está provocando en los países más desarrollados. Confía en que Estados Unidos cuenta con los recursos naturales y humanos para sacar provecho de las oportunidades que surjan, aunque insiste en que primero tendrá que corregir los errores que a su entender cometió su precursor Joe Biden “el soñoliento”, empezando con su laxa política migratoria.
Además de frenar de golpe el ingreso de indocumentados, está expulsando perentoriamente a muchos que se habían afianzado hace años en Estados Unidos, medidas que cuentan con la aprobación de la mayoría pero que le está costando el apoyo de muchos “hispanos” que comparten su oposición al izquierdismo woke pero no quieren ser hostigados por las cada vez más agresivas autoridades inmigratorias.
Si bien por razones geográficas el grueso de los que viven en Estados Unidos sin haber cumplido con los requisitos legales procede de países latinos, los que más preocupa a Trump son los musulmanes. Además de anunciar que hasta nuevo aviso quienes viajan con pasaportes afganos no serán admitidos, en los mensajes que envía al mundo a través de las redes sociales, critica con vehemencia a los europeos por haber permitido el crecimiento en sus países de grandes comunidades de persona que no tienen el menor interés en integrarse a las sociedades que las acogen sino que, por el contrario, aspiran a dominarlas instituyendo la “ley sharia” coránica. Los aconseja a adoptar medidas parecidas a las que él mismo está aplicando.
La prédica en tal sentido de Trump, y el ejemplo que ha brindado con sus duras medidas inmigratorias, ha tenido un impacto muy fuerte en la política europea. Hace apenas un par de años, los únicos que se animaban a hablar de “remigración” eran personajes considerados “ultraderechistas”, cuando no “neonazis”, de partidos como Alternativa para Alemania, pero últimamente mucho ha cambiado. Son cada vez más los persuadidos de que es imposible la convivencia con otros de musulmanes que están programados para creerse superiores a todos los demás, y que por lo tanto habrá que presionarlos para que se muden a países en que se sentirían más cómodos. Es lo que ya está ocurriendo no sólo en Hungría y Polonia, donde se ha impedido la formación de comunidades islámicas significantes sino también, de manera menos explícita, en el resto del viejo continente en que ha dejado de ser tabú aludir a la “remigración” de quienes desprecian tanto a los que no comparten sus creencias religiosas que son proclives a simpatizar con terroristas que no vacilan en perpetrar atrocidades en nombre de su fe.















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