En China, los políticos corruptos corren peligro de morir ejecutados por un pelotón de fusilamiento. En Japón, se suicidan. En Inglaterra, van a la cárcel por infracciones que en otros países motivarían risas incrédulas. ¿Y en la Argentina? Aquí, las pautas son un tanto distintas de las imperantes en otras latitudes. Aunque muchos insisten en que no les gusta la corrupción –Sergio Massa dice que le da asco–, la mayoría la toma por algo tan natural como el calor bochornoso del verano cuando se aproxima una tormenta; la gente se queja, claro está, pero supone que no hay más alternativa que la de resignarse.
Es que todos entienden que el destino de los acusados de enriquecerse por medios heterodoxos depende exclusivamente del poder que hayan conseguido acumular; como dijo una vez un experto en la materia, el extinto Alfredo Yabrán, “el poder da impunidad”. De vez en cuando, algunos emblemáticos –casi siempre funcionarios procedentes de “la derecha liberal”– son sacrificados para que la ciudadanía entienda que en la Argentina nadie está por encima de la ley, pero solo se trata de una forma de rendir homenaje a principios que son muy dignos pero que ninguna persona sensata soñaría con tomar demasiado en serio.
Conscientes de que el poder es todo, desde hace más de un año Cristina y sus soldados están plenamente ocupados construyendo lo que esperan resulte ser una fortaleza inexpugnable, un Estado dentro del Estado que sea más poderoso que el meramente formal que estará en manos de otros. Todo lo demás –la política exterior, el manejo de la economía, las maniobras preelectorales–, ha sido subordinado a lo que para ellos es una prioridad absoluta. Creen que les convendría que sus sucesores heredaran un país con tantos problemas que no se animarían a obligarlos a rendir cuentas ante la Justicia por lo hecho cuando iban por todo, razón por la que están armando una bomba económica programada para estallar poco después del 10 de diciembre. Prevén que, con el país en llamas, el Gobierno, sea de Mauricio Macri, Massa o el nada confiable Daniel Scioli, estaría más que dispuesto a pactar con ellos a fin de ahorrarse más desgracias.
Desafortunadamente para quienes temen verse privados del poder y los fueros a los que se han acostumbrado, les queda muy poco tiempo en que terminar la obra. Para completarla, los kirchneristas –o, si se prefiere, cristinistas–, tendrían que sumar a su proyecto la Corte Suprema, la única institución importante que hasta ahora ha logrado conservar su autonomía. Por un momento, creyeron estar a punto de alcanzar su objetivo pero, para su frustración, el presidente de la Corte Ricardo Lorenzetti se recuperó pronto del “cansancio moral” que lo había hecho vacilar. A partir de entonces, se concentran en atacar al juez Carlos Fayt, tratándolo como un vejestorio tan senil como aquel odioso juez neoyorquino Thomas Griesa. Con 97 años a cuestas, Fayt les parece un blanco fácil pero, mal que les pese, no se propone dejarse conmover por el bullying oficialista.
En otras circunstancias –en otro país–, los intentos de personajes como Aníbal Fernández, Hebe de Bonafini y compañía de desprestigiar al socialista cuyos pergaminos son llamativamente superiores a los coleccionados por sus críticos, y que con toda seguridad se ha mantenido más lúcido que cualquier integrante de la banda K, ocasionaría tanta indignación que la Presidenta les pediría desistir, pero por estar en juego su propia libertad, y la de su primogénito Máximo, se afirma tan escandalizada como el que más por la voluntad del jurista de permanecer en su cargo. Huelga decir que si Fayt fuera un kirchnerista militante, la actitud de Cristina y la jauría de rottweiler que le sirve de perros guardianes sería radicalmente distinta; lejos de procurar convencer al país de que por ser un anciano ya no sabe lo que está sucediendo a su alrededor, lo estarían colmando de honores y elogios con la esperanza de que celebrara su cumpleaños número cien en la Corte.
Si bien la Argentina kirchnerista no es una dictadura totalitaria, en cierto modo se asemeja a la descrita por George Orwell en su novela distópica 1984. El Indec hace las veces de un ministerio de la Verdad orwelliana que difunde datos ficticios con el propósito de brindar la impresión de que ya no hay pobreza porque el país nada en la abundancia. También se ha instituido el rito de los “dos minutos de odio” en que la buena gente puede desahogarse gritando insultos tremendos contra el enemigo del pueblo principal. En 1984 se trataba de un tal Emanuel Goldstein: aquí los blancos de la ira justiciera popular se suceden uno tras otro. Por un rato, el hombre más odioso del universo K fue Héctor Magnetto de Clarín, pero andando el tiempo aquel genio del mal fue reemplazado por el juez buitre Griesa, el que a su vez se vio seguido como el peor de todos por el fiscal Alberto Nisman. Últimamente, le ha tocado a Fayt ser la víctima predilecta de la furia kirchnerista. ¿Y mañana? Lo más probable es que Lorenzetti sea elegido para suportar los dos minutos de odio cotidianos a los que son adictos los militantes de Cristina.
Lo mismo que el Gran Hermano de 1984, la Gran Hermana nacional se imagina una progresista que vela por el bienestar del pueblo. A sus partidarios, como a los personajes del relato de Orwell, les encanta hablar del amor que sienten por los demás. Incluso han inventado una “neolengua” en que lo falso es verdadero y cuestionar la versión oficial es propio de traidores. Así, pues, para ellos avasallar la Justicia equivaldría a democratizarla.
Por suerte, Cristina no puso en marcha su ofensiva contra “el Partido Judicial” cuando, con los votos de más de la mitad del electorado en su cartera Louis Vuitton estaba en condiciones de conseguir lo que quería. En el ámbito económico, el cortoplacismo que es tan característico del gobierno K tendría consecuencias calamitosas, pero en el político-judicial ha sido positivo. Cuando se le ocurrió a Cristina que sería bueno reformar la Justicia para incorporarla a su proyecto personal, ya fue demasiado tarde puesto que la economía entraba en una zona turbulenta y la oposición empezaba a recuperarse de la golpiza demoledora que le había asestado en las elecciones del 23 de octubre de 2011.
Toda la gestión kirchnerista ha transcurrido bajo el signo de la corrupción. Andando el tiempo, lo que para muchos había sido nada más que un detalle pintoresco, anecdótico, de significado menor, cobraría tanta importancia que terminaría dominando el panorama político nacional. El miedo, a veces rayano en el pánico, que sienten la Presidenta y sus colaboradores cuando piensan en lo que podría sucederles si pierden la capacidad de intimidar a sus adversarios para que los amnistíen se ha hecho tan obsesivo que incide en todo cuanto hacen.
Si pudieran afrontar el futuro con mayor confianza, estarían tratando de asegurar que la transición, que ya es inminente, resultara lo menos traumática posible. También reaccionarían ante el fracaso evidente de su modelo setentista como hicieron los gobernantes de Francia y otros países que modificaron su estrategia por entender que no sería de su interés protagonizar un desastre, por épico que fuera, ya que no los perdonarían los perjudicados por su ineptitud tragicómica. Pero Cristina y los suyos no se creen capaces de darse tal lujo. Para defenderse contra el tsunami judicial que tarde o temprano se les vendrá encima, se esfuerzan por convencerse de que, las apariencias no obstante, lideran un movimiento revolucionario que dejará al país irreversiblemente mejorado. Es una fantasía, desde luego, pero es lo único que les queda.
Néstor Kirchner y su esposa apostaron a que, alternándose en la presidencia por vaya a saber cuántos períodos de cuatro años, nunca tendrían que preocuparse por las preguntas que formulaban algunos rencorosos sobre el aumento fabuloso del patrimonio familiar. En diversas oportunidades, Cristina nos ha asegurado que sabe muy bien que nada es para siempre, pero al sentirse constreñida a encubrir tantos negocios dudosos ha continuado actuando como si creyera que, en su caso particular, le sería dado refutar el tiempo, para emplear el giro borgeano. Se equivocó. Prisionera de su propio pasado, y de aquel de su marido fallecido, en su camino ve agigantarse el espectro de la Justicia independiente y, lo que le parece más alarmante aún, al parecer insobornable, representada por personas honestas como el juez Fayt, producto él de una cultura cívica que es muy diferente de aquella en que se formó el matrimonio santacruceño.
La corrupción es mala, malísima, no solo por las razones éticas que emplean los políticos para adornar sus discursos sino también por motivos que son netamente concretos. Distorsiona todo, ya que los corruptos siempre privilegian sus propios intereses y aquellos de sus socios por encima del bien común. La transformación de la Argentina de un país relativamente rico según las normas de otros tiempos en uno pobre que está en vías de depauperarse todavía más se debe en buena medida a que durante demasiado tiempo la han gobernado bandas de saqueadores. De no haber sido por lo de “roban pero hacen” y la complicidad colectiva así justificada, tanto el estado actual del país como el que le aguarda en el futuro próximo serían menos angustiantes.
por James Neilson
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