Cuando Mauricio Macri iniciaba su gestión, rezó para que pronto llegara al país un tsunami de inversiones, lo que le ahorraría la necesidad de tomar medidas muy antipáticas, pero andando el tiempo se dio cuenta de que se trataba de una ilusión, que tendría que conformarse con préstamos a tasas leoninas hasta que el clima internacional mejorara. Por desgracia, es poco probable que lo haga en los meses venideros. Según los pronósticos más recientes, lo que nos aguarda no es una etapa de crecimiento universal y dinero barato sino una que acaso resulte prolongada de inestabilidad que perjudicaría a aquellos países que dependen de los mercados internacionales. Por tal motivo, en la actualidad Macri y otros mandatarios, como los de Turquía y Pakistán, están rezando para que los nubarrones que oscurecen el horizonte no presagien una nueva debacle financiera que los privaría de lo que tan desesperadamente necesitan para continuar viviendo por encima de sus recursos un rato más.
Como la corrida cambiaria acaba de recordarnos, entre tales países la Argentina ocupa un lugar destacado. Mientras que, para alivio de un gobierno desconcertado por lo que pasaba, en las semanas últimas buena parte de la población se concentraba en las desventuras del Albiceleste, se agitaban las luces de alarma en las pantallas de quienes monitorean la evolución de la economía nacional. La ayuda que Messi y compañía proporcionaron a Macri duró muy poco; al despertar del sueño mundialista, tuvo que resignarse a que no habrá más circo y que, para colmo, en el conurbano bonaerense y otros distritos pobres ya faltaba pan.
Pues bien; hasta que el “gradualismo”, o sea, la lentitud extrema –por convicción o porque al Gobierno no le quedaba alternativa, lo mismo da–, por fin brinde los frutos tan ansiados, el Gobierno y quienes comparten su visión de la Argentina posible tendrían que contar con por lo menos un par de décadas en que remodelar la cultura política y económica del país para que se haga un poco más competitivo. Tal y como están las cosas, no tendrán más que algunos meses.
El gobierno de Cambiemos está en apuros no sólo por los “errores” puntuales que tantos han señalado sino también porque todo hace pensar que está por terminar abruptamente el período de tranquilidad relativa que disfrutaba la economía mundial. No ayudará a Macri la probabilidad de que muchos otros países sufran crisis igualmente dolorosas. Aún más que sus equivalentes en otras partes del mundo, los miembros de la clase política nacional y los círculos rojos, incluyendo al mediático, que la rodean, suelen subestimar la importancia de lo que está sucediendo en el exterior.
Aunque a veces algunos aluden a la conveniencia de que el país se prepare, con las siempre esquivas “políticas de Estado”, para enfrentar los desafíos que saben inevitables en una época en que todo parece acelerarse, la mayoría de los politizados se interesa mucho más por las luchas internas de las diversas facciones partidarias que por temas que podrían calificarse de estratégicos. Así pues, a quienes simpatizan con el gobierno de turno no se les ocurriría atribuir una etapa de crecimiento rápido a una coyuntura internacional favorable, como el célebre viento de cola que tanto benefició a los kirchneristas, mientras que sus adversarios tratarán con desprecio a cualquier intento oficialista de hacer creer que sus problemas se deben a las vicisitudes de Estados Unidos, Europa o China. No queremos excusas, dirán con severidad; todo es culpa de la ineptitud de quienes están en el poder.
Al presidente Macri y los integrantes del Gobierno que encabeza, esta propensión acaso natural a minimizar la influencia de los factores externos plantea un problema mayúsculo. A menos que tengan mucha suerte, les tocará tratar de mantener a flote el país en medio de una tormenta aún más feroz que la que siguió al desplome del gigantesco banco de inversión estadounidense Lehman Brothers en septiembre de 2008. Algunas economías, comenzando con la italiana, no se han recuperado todavía de los daños que fueron ocasionados por aquel desastre financiero. A la larga, el impacto aquí resultó ser menor que en algunos países, pero el año que siguió a la implosión de Lehman Brothers el producto bruto interno cayó el seis por ciento, si bien el gobierno de aquel entonces juró que creció el 0,1 por ciento.
No es ningún secreto que, a pesar de su promoción reciente al status no fronterizo de “emergente” y su participación limitada en el comercio internacional la Argentina esté entre los países más vulnerables frente a los altibajos de la economía mundial. Si bien el Gobierno cuenta con el apoyo decidido del Fondo Monetario Internacional, de Estados Unidos, la Unión Europea y, a su modo, de China, ya es evidente que la solidaridad así supuesta no impresiona en absoluto a los mercados que, desgraciadamente para Macri, se sienten sumamente preocupados por lo que podría ocurrir no sólo aquí sino también en otras partes del mundo desarrollado.
Puede que en esta oportunidad los pesimistas se hayan equivocado nuevamente y que, luego de algunas semanas turbulentas, el mundo disfrute de varios años de crecimiento sostenible. Es de esperar que sea así; de intensificarse, como muchos prevén, la “huida hacia la calidad” que se ha desatado, las perspectivas ante la Argentina se harán aún más sombrías de lo que ya son.
Con todo, el Gobierno jugó bien al pedir el respaldo del FMI justo antes de que comenzara a hacerse sentir lo que amenaza con ser una crisis generalizada. Si hubiera esperado un par de meses más, a Macri le hubiera resultado mucho más difícil conseguir el dineral que precisaba para no tener que emprender un ajuste realmente brutal.
De agravarse, como algunos especialistas prevén, los problemas financieros de países que por motivos geopolíticos son considerados importantes, el interminable drama argentino dejaría de ser prioritario para los resueltos a defender el orden mundial existente. En tal caso, les preocuparía mucho más el peligro de que los italianos se encarguen de hundir al euro, de tal modo asestando un golpe feroz a Alemania y Francia, el riesgo de que la guerra comercial que Donald Trump ha declarado contra virtualmente todos haga trizas del precario orden globalizado, la posibilidad de que el mexicano Andrés Manuel López Obrador resulte ser tan terrible como advierten sus muchos enemigos y que en cualquier momento el opaco sistema bancario chino nos depare algunas sorpresas muy pero muy ingratas.
Por razones comprensibles, aquellos inversores que están dispuestos a arriesgarse en países subdesarrollados prestan menos atención a las opiniones de dirigentes políticos, aun cuando se trate del presidente de Estados Unidos, que a los números. En el caso argentino, estos son fatídicos. Basándose en ellos, dan por descontado que el Gobierno tendrá que reducir de manera drástica un gasto público que desde hace décadas está groseramente sobredimensionado pero entienden que, por los consabidos motivos políticos y humanitarios, incluso intentarlo podría llevar a su colapso, lo que con toda seguridad sucedería si, como siempre ha sido su costumbre, los dirigentes opositores mejor ubicados optaran por aprovechar al máximo las oportunidades para atacarlo.
¿Estaría la Argentina en condiciones de soportar, sin sufrir convulsiones políticas y sociales muy graves, una crisis mundial de proporciones aún mayores que la de diez años atrás? Es legítimo dudarlo. Para minimizar los daños, necesitaría contar con un gobierno mucho más fuerte que el actual. Aunque Macri, consciente de que su capital político podría esfumarse en los meses próximos, está procurando reconciliarse con ciertos representantes de la oposición “racional” y gente de los llamados movimientos sociales, sus esfuerzos en tal sentido se han visto afectados por la conciencia de que, en una sociedad que es instintivamente presidencialista, no sería de su interés hacer pensar que les está suplicando ayuda. Asimismo, por una cuestión de orgullo no le gustaría verse acompañado por personajes deseosos de hacerle sombra.
Por lo demás, hay límites a las concesiones que Macri podría ofrecer para conformar a quienes a buen seguro antepondrían sus ambiciones personales al bienestar común y que por lo tanto estarían más que dispuestos a recordarle que el destino del Gobierno depende más de sus aportes que de los eventuales logros de su jefe nominal. A cambio de su apoyo, muchos querrían obligarlo a repartir más dinero, lo que les permitiría desempeñar el papel provechoso de defensores del bolsillo popular, como en efecto ya intentaron hacer los radicales –“el ala política” de Cambiemos– y Elisa Carrió con el asunto de los tarifazos energéticos.
No es del todo fácil gobernar sin disponer de mucha plata en un país como la Argentina en que tantos toman el Estado por una fuente de recursos inagotable y achacan la escasez a la mezquindad del Presidente. Hasta ahora, Macri, lo mismo que otros que lo antecedieron en la Casa Rosada, ha querido solucionar dicho problema con el ahorro ajeno, de ahí el megapréstamo que le facilitó el FMI, pero tarde o temprano el Gobierno, sea el actual o algún sucesor, tendrá que llevar a cabo las reformas drásticas que serían necesarias para que la Argentina pueda prescindir de la ayuda externa.
por James Neilson
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