Si, como dicen quienes lo acusan de cometer un error no forzado tras otro, el presidente Mauricio Macri desprecia “los códigos de la política”, es porque atribuye a la cultura que los engendró los casi cien años de fracasos que, para perplejidad de medio mundo, ha protagonizado la Argentina. Será por tal motivo que se resiste a prestar atención a quienes susurran que en ocasiones puede ser peor el remedio que la enfermedad y que, dadas las circunstancias, le convendría postergar hasta nuevo aviso el intento de “normalizar” el país para que, dentro de algunos años, se asemeje más a Nueva Zelandia o Dinamarca.
Parecería que tales personajes creen que la Argentina es tan corrupta e inflacionaria que los males que la caracterizan están impresos en el ADN nacional y que tratar de eliminarlos sería suicida.
Es lo que insinúan tanto aquellos que nos advierten que la purga de una multitud de malandras de diverso tipo que está en marcha podría tener consecuencias económicas nada felices, sobre todo en el ámbito de la obra pública en que operan los prohombres de la patria contratista, como los convencidos de que la sociedad sencillamente no está en condiciones de soportar un ajuste auténtico sin recaer en el populismo vengativo. Desde su punto de vista, el Gobierno debería dejar las cosas más o menos como están hasta que, cuando haya más tranquilidad y la economía esté avanzando a todo vapor, pueda llevar a cabo las reformas que cree imprescindibles sin perder el apoyo popular.
¿Son realistas quienes piensan así? Sólo en el cortísimo plazo. Permitir que por un rato los saqueadores continúen apropiándose con impunidad de buena parte de los recursos del país, como en efecto proponen los asustados por lo que está sucediendo, no puede considerarse una opción sensata. Tampoco sería aconsejable intentar convivir por más tiempo con una tasa de inflación en aumento constante, lo que sería el caso si el Gobierno se negara a tomar ciertas medidas muy ingratas con el propósito de frenarla.
Es que los dos fenómenos que tanto han contribuido a empobrecer la Argentina son dinámicos. Aun cuando no sean tan grotescamente avaros como el ex presidente Néstor Kirchner, que abrazaba las puertas blindadas de bóvedas como si fueran objetos sexuales, los corruptos nunca se conforman con poco; siempre van por todo y, desbocada, la inflación no tarda en convertirse en hiperinflación.
Macri y quienes lo rodean rezan para que el “cambio cultural” de que hablan los optimistas sea una realidad y que, por fin, la mayoría o, por lo menos, una minoría sustancial, haya entendido que, por doloroso que sea, el programa de reestructuración que han emprendido es necesario. Con todo, aunque hay un consenso en el sentido de que robar es malo y que en su estado actual la economía no es viable, es una cosa reconocer que, sin reformas drásticas, a la Argentina le aguardaría un futuro parecido al aterrador presente venezolano, y otra muy distinta resignarse a figurar entre los perdedores.
Por desgracia, muchos miles de beneficiados por el orden que los macristas más resueltos quisieran desmantelar están estratégicamente ubicados en el Congreso, las agrupaciones partidarias, la administración pública, las fuerzas de seguridad, la gran familia judicial y, desde luego, el mundo empresario. Por razones comprensibles, los corruptos suelen ayudarse mutuamente, con la esperanza de que, andando el tiempo, puedan dominar todos los sectores significantes, creando así lo que los especialistas en temas vinculados con la decadencia sociopolítica llaman una cleptocracia (un gobierno de ladrones) o, en casos extremos, una kakistocracia (uno de los peores).
Puede que los productos más lúcidos del sistema perverso que hace apenas tres años estuvo en un tris de consolidarse sepan muy bien que el orden con el que están comprometidos es incompatible con el desarrollo socioeconómico, pero ello no quiere decir que estén dispuestos a ayudar a desguazarlo. Al fin y al cabo, se trata no sólo de su propia autoestima, bienestar y, tal vez, libertad, sino también de los de sus familiares, amigos y clientes.
De más está decir que entre los más reacios a colaborar con la lucha contra la corrupción, que cobró fuerza de golpe merced a la difusión del contenido de los cuadernos más famosos de la historia del país, están los senadores peronistas. No les gustaría para nada verse privados de los fueros que, debidamente fortalecidos, sirven para mantenerlos por encima de la ley, de ahí su negativa inicial a permitir el allanamiento de las propiedades de la senadora Cristina en busca de evidencia que podría causarle más dolores de cabeza. Según los juristas y constitucionalistas, los fueros parlamentarios existen para que los legisladores puedan opinar libremente, sin correr el riesgo de ser procesado por difamación, pero los así privilegiados se las han arreglado para ampliarlos hasta tal punto que, conforme con la doctrina reivindicada por el senador Miguel Ángel Pichetto, permanezcan intocables mientras no haya una sentencia judicial firme en su contra.
Además de temer perder la inmunidad presuntamente conquistada, los peronistas quieren mantener abiertas todas las opciones. Ninguno ha olvidado que, hasta diciembre de 2015, los líderes del bloque calificado de “racional” por el oficialismo respaldaban al gobierno kirchnerista con lealtad conmovedora, para entonces independizarse por razones que tenían menos que ver con sus eventuales reparos éticos que con la sospecha de que la señora se había transformado en piantavotos.
Por si acaso, los peronistas están acostumbrados a dividirse en momentos difíciles a fin de prepararse para enfrentar cualquier eventualidad; una vez aclarado el panorama, cierran filas nuevamente detrás de un cacique –derechista, izquierdista, centrista, lo mismo da–, que a su entender será capaz de ganar las elecciones venideras. Es de suponer, pues, que la conciencia de que a pesar de todo Cristina sigue siendo más popular que cualquier otro presidenciable peronista y que por tal motivo sería prematuro separarse definitivamente de ella, incidió en una decisión que enojó sobremanera a quienes creen en la igualdad de “todos y todas” ante la ley y que, a través de los medios sociales, organizaron las imponentes manifestaciones de #21A para pedir el desafuero definitivo de la dama, lo que con toda seguridad le significaría la cárcel.
La historia del país se ha visto marcada por movilizaciones masivas. Las más importantes, como la del martes pasado, fueron espontáneas pero otras, las más frecuentes, merecieron calificarse de postizas, por decirlo así, puesto que para hacer número agrupaciones políticas y sindicatos invirtieron muchísimo dinero para fletar miles de micros a fin de llevar a la gente a los lugares de concentración.
De todos modos, los integrantes de la clase política tradicional se equivocarían si trataran la de #21A como una manifestación rutinaria equiparable con las organizadas por pesos pesados sindicales como Hugo Moyano. Si bien las encuestas nos informan que Cristina sigue conservando un nivel envidiable de apoyo popular en las zonas más degradadas del conurbano bonaerense, al tomar conciencia de los costos para el país de más de diez años de saqueo sistemático del dinero que, en teoría por lo menos, era de todos, los inmunes a sus encantos se sienten cada vez más indignados por la corrupción de la que es el símbolo máximo.
Corrupción e inflación van de la mano. Además de brindar oportunidades para lucrar, la inestabilidad financiera obliga al gobierno de turno a tratar de congraciarse con sujetos inescrupulosos que, de quererlo, podrían hacerle la vida imposible.
Para defenderse, los ladrones K y sus muchos simpatizantes están procurando aprovechar el malestar que están provocando los primeros ajustes antiinflacionarios con la esperanza ya de derrocar a Macri, ya de forzarlo a pactar. Los más maquiavélicos intentan convencerlo de que sería de su interés que Cristina siguiera figurando como su contrincante principal y que por lo tanto le correspondería brindarle cierta protección.
Lo que menos quieren los corruptos y sus amigos es que el país reanude el crecimiento; los privaría del apoyo que confían en conseguir de los que hasta hace poco suponían que el rumbo elegido por el Gobierno era el indicado pero que, a causa de la abrupta devaluación del peso decretada por los mercados y la suba generalizada de precios que la corrida resultante ocasionó, se sienten tan defraudados por lo sucedido que fantasean con regresar al país de antes en que les era más fácil llegar a fin de mes.
Por su parte, Macri no puede sino esperar que la ofensiva en contra de la corrupción sea la base de un nuevo relato que contribuya a hacer menos angustiosa la situación económica que, huelga decirlo, se vio agravada enormemente por la pérdida de los miles de millones de dólares que afanaron los kirchneristas y, más aún, por la voluntad de los gobiernos de Néstor y Cristina de subordinar todo a sus propias prioridades recaudatorias al repartir contratos jugosos entre sus empleados, testaferros y empresarios venales dispuestos a colaborar, sin preocuparse en absoluto por lo que efectivamente harían tales cómplices, ya que lo único que querían era que continuaran enviándoles todos los días valijas repletas de dólares, euros y otros objetos de valor.
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