Patología del capitalismo 4.0
Los últimos avances tecnológicos cambiaron la forma de trabajar y producir. El crecimiento se estancó y las desigualdades son cada vez mayores. Entre los diagnósticos apocalípticos y las previsiones esperanzadas, cómo imaginar el futuro de la economía y las ideas.
Hoy como nunca el capitalismo controla todo el planeta y su lógica nos penetra por todos lados, pero esa inflamación es su enfermedad: cuando las protestas se apagan en un rincón, las crisis financieras detonan más acá o las guerras comerciales (o de las otras) comienzan a arder más allá. Cada nueva versión del capitalismo nació de una crisis, pero el capitalismo 4.0 parece hacer de la crisis su esencia: inestable, conflictivo, asimétrico. Quizás el capitalismo sea otra enfermedad a la que con el tiempo y los anticuerpos necesarios nos hemos acostumbrado, y el capitalismo 4.0 es solo una patología que no terminamos de entender. Veamos los síntomas.
El malestar del trabajo
¿Qué pasará con los trabajadores en el capitalismo 4.0? Para Carl Frey y Michael Osborne, investigadores de la Universidad de Oxford, el resultado neto será la destrucción de empleos. Solo en el ámbito del transporte, 13% de la Población Económicamente Activa (PEA) mundial puede perder su trabajo, a lo que habría que sumar otros rubros sensibles como el textil, el aeroespacial, el químico, el automotriz, el agrícola y la electrónica. En los Estados Unidos el 47% de los actuales puestos de trabajo son reemplazables con la tecnología hoy disponible. Ese mismo cálculo asciende al 57% para los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y al 77% en China. En América Latina, la Argentina y Uruguay encabezan la lista con un 60% de puestos de trabajo automatizables. En el detalle de ambos países surgen como los grupos sociales más amenazados los hombres de 15 a 30 años con educación secundaria incompleta. Otra forma de medir el mismo fenómeno es el porcentaje de tiempo laboral invertido en tareas automatizables: allí hacen punta Colombia, Perú y México, con un 53% de horas de trabajo redundante. Contra ese catastrofismo, otros especialistas señalan que menos del 5% de los trabajos son reemplazables por completo, y que más de la mitad son automatizables en un promedio del 30%, es decir solo un tercio del total de las tareas que involucra un puesto de trabajo. Los humanos aún tenemos tres ventajas comparativas respecto de las máquinas. La primera es la creatividad. La segunda es la comunicación emocional: cuidar, criar, motivar a otra persona, descifrar su lenguaje corporal (si bien el reconocimiento facial artificial puede avanzar en ese sentido). Por último, la motricidad fina. Es la paradoja observada por el experto en robótica Hans Moravec: es más fácil replicar por computación el razonamiento de un jugador de ajedrez de alto nivel que los movimientos de un camarero. La detección y manipulación físicas todavía son destrezas humanas. Por eso el economista estadounidense David Autor apunta que la tecnología actual no afecta ni a los trabajos mayormente creativos o afectivos, ni a los trabajos físicos de muy baja calificación, de tan bajo costo que no vale la pena robotizarlos. El riesgo se concentra en los puestos de calificación intermedia. La tecnología no hará desaparecer el trabajo, solo lo polarizará.
Un estribillo recurrente ante estos pronósticos es que la misma tecnología que destruye los viejos trabajos crea otros nuevos. Sin embargo, ese recambio no siempre es positivo para los trabajadores. En primer lugar, muchos de los desplazados no podrán reubicarse en puestos de tecnología informática. Cada nuevo puesto de trabajo tecnológico crea cinco puestos en sectores no transables, como los servicios. En los países en desarrollo esta proporción es aún más alta. El destino de los trabajadores industriales parece ser pasear los perros o servir el desayuno a la élite de trabajadores “hi tech”.
En segundo lugar, los trabajos que se pierden están ubicados en zonas distintas a aquellas donde se generan nuevos empleos. Las nuevas comunicaciones y la posibilidad de imprimir objetos en 3D le quitan sentido al viejo “cinturón industrial”. Nos esperan megalópolis repletas de programadores y repartidores, mientras el viejo obrero languidece en un barrio industrial desierto o lumpenizado, habitado por aquellos que no pudieron afrontar el costo del desplazamiento. Esa concentración encarece la propiedad urbana. Una de las manifestaciones de esta reconversión es la gentrificación, es decir, el reciclaje inmobiliario de viejos barrios obreros a la medida de una “clase creativa” de productores culturales y trabajadores “hi tech”, con pautas de consumo lo suficientemente sofisticadas como para valorizar el barrio y atraer inversiones. Por último, las condiciones de trabajo de la nueva economía son frágiles e inestables: contratos cortos, tercerización, microemprendimientos y precarización de la economía colaborativa a través de plataformas como Uber, Glovo o Airbnb. Los optimistas ponderan la mayor autonomía, el tiempo libre y la posibilidad de priorizar los valores personales que brinda esta nueva sociedad. Los pesimistas subrayan la ausencia de salario estable, seguro de salud, jubilaciones y seguridad social. Para peor, estas formas de trabajo autónomo reemplazan al viejo empleo formal pero mantienen intacto el actual trabajo informal, más difícil de automatizar: el oficinista será reemplazado por un algoritmo y deberá pedalear para Rappi, pero el peón de albañil y la mucama en negro se quedan donde están. En América Latina, la informalidad laboral es el destino del 60% de los jóvenes que esperan salir al mercado.
Un malestar adicional del trabajo en el siglo XXI sería el de aquellos puestos que no tienen razón económica o social para existir. David Graeber, profesor de antropología en la London School of Economics y autoproclamado anarquista, lo llama “bullshit job” [trabajo al pedo], y lo define como “aquel que la persona que lo realiza secretamente piensa que podría no existir y no habría diferencia. Alrededor del 40% de los trabajadores dicen que su trabajo no tiene ninguna importancia”. Para Graeber se trata de un fenómeno de los puestos administrativos, de “marketing” y relaciones públicas: un “feudalismo gerencial” por el cual los ejecutivos se rodean de oficinas de lacayos por una mera cuestión de prestigio. Sin embargo, podemos extender el concepto de “bullshit job” a una economía periférica como la argentina: en las empresas fantasmas que solo buscan tapar una vía de ingresos espuria como el lavado de dinero o la evasión fiscal, en los servicios cuyo único fin es sostener una idea de estatus o un requisito legal, como los vigiladores desarmados de torres y depósitos. O en la sobrecargada burocracia estatal, único camino para contener el desempleo en las regiones desindustrializadas. O, por último, a los beneficiarios de asignaciones que deben contraprestar un servicio comunal –por lo general– simbólico. Para Graeber, el mayor riesgo de este tipo de trabajo, además del desperdicio de energía y creatividad humanas, es el resentimiento acumulado que termina intoxicando a la política. Un cuadrilátero de envidias y resquemores en el cual la élite creativa y bien paga, el administrativo al pedo, el obrero hábil y mal pago y el “planero” se miran con recelo, esperan lo peor para el otro y votan en consecuencia.
El fin de la igualdad
En 1955, Simon Kuznets, Nobel de Economía y creador del Producto Bruto Interno (PBI), consideró que la desigualdad era historia. El crecimiento económico acumulado, el aumento de la productividad, la expansión de la educación y el incremento de los salarios en relación con las ganancias le permitían prever una progresiva disminución de la desigualdad. La crisis de los setenta y las reformas de los ochenta y noventa dieron por tierra con ese sueño de igualdad. Las ganancias, las rentas y los sueldos más altos del 1% de la población crecieron como nunca, mientras el ingreso promedio a nivel mundial se estancó y, en los últimos años, decreció. La participación de los salarios en el PBI está en retroceso en 42 de los 59 países estudiados por Loukas Karabarbounis y Brent Neiman. El fenómeno se da tanto en China e India, nuevos campeones del crecimiento, como en Europa y los Estados Unidos, viejas regiones ricas donde la clase media ve caer sus ingresos desde hace tres décadas.
Para Karabarbounis y Neiman la causa son las nuevas tecnologías. Por un lado, la productividad abarata al capital y estimula el reemplazo de trabajo por maquinaria, disminuyendo la creación de empleo y el nivel salarial. Por otro, el empleo intensivo de tecnologías informáticas en una empresa empodera a los gerentes, cuyas decisiones sobre qué hacer con el volumen de información disponible o qué nuevas tecnologías aplicar pesan más, y así su trabajo se encarece. El crecimiento de los sueldos gerenciales es el tema de estudio del economista francés Thomas Piketty, obsesionado con la desigualdad creciente. Para Piketty se trata de una “revolución gerencial” en la que los ejecutivos, que son quienes definen sus aumentos de sueldos, compiten con los crecientes ingresos del capital, sea en forma de ganancia o como rentas por acciones y propiedades. Se trata de una carrera entre rentistas y meritócratas de alta gama que excluye al 99% de la población. El serbio Branko Milanović, otro analista de la desigualdad global, agrega dos factores más de concentración de la riqueza. En primer lugar, la homogamia: la gente se casa con personas con un nivel semejante de ingresos. En matrimonios heterosexuales, esto se explica porque las mujeres disponen de mejores ingresos que antes. En segundo lugar, la corrupción, que mercantiliza la política y aumenta la influencia de las minorías adineradas en la definición de políticas públicas.
La reversión de las tendencias hacia la igualdad esperadas a mediados del siglo XX llevó a los estudiosos de la desigualdad a mirar el siglo XIX para entender el XXI. Para Milanović, estamos ante otra curva como la iniciada con la Revolución Industrial del siglo XIX. Hoy también los motores del desarrollo son una revolución tecnológica y un enorme desplazamiento de mano de obra, ya no del campo a la ciudad, sino desde la industria hacia una economía de servicios que requiere destrezas laborales heterogéneas, con el consiguiente debilitamiento de la capacidad de organización de los trabajadores. Si al cabo de doscientos años la acumulación de riqueza y el desarrollo de las nuevas instituciones y relaciones sociales terminaron por igualar a las personas a mediados del siglo XX, podemos esperar que pase lo mismo… dentro de doscientos años. Por eso Milanović concluye que es mejor esperar: “la desigualdad tiene un límite natural. En sociedades ricas y democráticas sencillamente no puede seguir aumentando de forma constante”. Confía en que las rentas tecnológicas de las grandes empresas se disipen al caducar las patentes, y en que la incorporación de personal altamente calificado contribuya a aumentar el nivel de los salarios. La pregunta es qué pasará con quienes queden fuera de esa minoría selecta de trabajadores “hi tech”.
Piketty, en cambio, no tiene tantas esperanzas: mientras el rendimiento del capital sea superior al crecimiento general de la economía, la riqueza tenderá a concentrarse. Esta tendencia se quiebra solo con decisiones políticas: las fuerzas que distribuyen el capital, como el ahorro, la inversión, la herencia y las rentas inmobiliarias y financieras, tienden a la concentración, como ya pasó a lo largo del siglo XIX. Hoy vivimos una situación similar a la “belle époque”, ese período de expansión económica, optimismo tecnológico y desigualdad social que se extendió entre 1871 y 1914. Gran parte de la igualdad social del siglo XX fue resultado de la enorme destrucción de capital que causaron las dos guerras mundiales, así como de la “economía de guerra” (fuerte presión fiscal, represión financiera y control de precios) que muchos países mantuvieron en forma de Estado de bienestar una vez terminado el conflicto. ¿Será necesario repetir también esa destrucción e intervencionismo estatal para disminuir la desigualdad?
El estancamiento del mundo
El escenario sobre el que se despliega el capitalismo 4.0 es un mundo relativamente estancado. Desde 1980 la tasa de crecimiento promedio para todos los países fue de 0,7% anual, dos puntos porcentuales menos que durante los veinte años anteriores. La expansión de la segunda mitad del siglo XX (que duplicó la población mundial, triplicó el ingreso per cápita y sextuplicó el tamaño de la economía) hoy es otro recuerdo adorable de un siglo de excesos. Durante los próximos cincuenta años el crecimiento demográfico tenderá a desacelerarse incluso en China. El McKinsey Global Institute calcula una caída del 40% de la tasa de crecimiento del PBI y augura un melancólico 3% anual para la década de 2050, cuando se espera que las nuevas tecnologías se acomoden en el carro del capitalismo mundial. A estas proyecciones se les podría agregar el pico del petróleo (ya consumimos la mitad del petróleo disponible en la Tierra), que pronto será el pico de todos los recursos no renovables. Por otra parte, el consumo de los recursos renovables se aceleró hasta superar el tiempo que les lleva renovarse. Si a todo eso le sumamos el calentamiento global debido a las emisiones de CO2 generadas por los humanos, podemos asumir que el planeta se nos acaba. Otro problema es cómo se distribuye la riqueza en este planeta estancado. Si dividiéramos el mundo en clases, por debajo de la élite global del 1% tendríamos una clase media en decadencia, compuesta por los trabajadores de los países ricos cuyos ingresos merman; y una clase media en ascenso, básicamente la de China, India y Corea del Sur, aunque con- vendría poner este progreso en perspectiva: en 1988 el ingreso por persona en China era de 381 dólares al año; con un punto de partida tan bajo, cualquier crecimiento es exponencial. En último lugar tendríamos a los pobres del mundo, es decir los habitantes más pobres de los países pobres, que no han registrado crecimiento económico desde 1980. Esto se debe, en parte, a las guerras, que se comieron un 40% de su producción, y en parte a que la apertura económica y política no trajo el crecimiento prometido. ¿Cuál es el lugar de América Latina en esta nueva distribución de la riqueza global? Fundamentalmente, los países de la región quedan marginados porque las nuevas tecnologías acortan las cadenas globales de valor. Pero esta afirmación requiere algo de explicación y un poco de historia.
A partir de los años ochenta, la globalización del comercio y las finanzas fue acompañada por una nueva estrategia empresarial: el “offshoring”, la deslocalización del proceso productivo en búsqueda de lugares del mundo con costos más bajos donde instalar sus proyectos. Se formaron así complejas redes que unían a las casas matrices de las multinacionales con proveedores dispersos por todo el planeta. A esa desparramada secuencia de actividades productivas y valor agregado se la llamó “cadenas globales de valor”. Como consecuencia, la división internacional del trabajo se hizo más compleja. Desde ese momento, la circulación de bienes entre países podía darse de la manera tradicional (exportando bienes terminados a través del mercado), intrafirma (transportando bienes terminados o intermedios entre las diferentes filiales mundiales de una sola empresa; así, por ejemplo, se maneja Nike) o en condiciones de exclusividad o monopsonio con una firma extranjera (como hacen muchas autopartistas o ensambladores de piezas electrónicas). El lugar que ocupa un país en las cadenas globales de valor determina gran parte de su suerte económica. Entre 1995 y 2011 la parti- cipación de Brasil y México, por ejemplo, creció a expensas de centros industriales como los Estados Unidos y Alemania.
Las nuevas tecnologías permitieron a las casas matrices replegar parte de su proceso productivo de vuelta hacia casa. Es el “reshoring”. El comercio de bienes intermedios cayó a la mitad entre 2011 y 2014. ¿Qué sentido tiene buscar un obrero que trabaje más y más barato en el fin del mundo si un robot puede hacerlo mejor y más barato aquí, en la casa matriz? Con el acortamiento de las cadenas globales de valor, el lugar de los países latinoamericanos en la economía mundial se redefine violentamente. Brasil, la potencia regional, hoy debe contentarse con ensamblar iPhones manufacturados y diseñados en otros países, y quedarse con poco más que trabajadores de baja calificación y un magro saldo de reexportación.
Este efecto fue en gran medida morigerado (o directamente invisibilizado) por los quince años de buenos precios internacionale de materias primas y por diversas políticas redistributivas que, entre 2000 y 2014, les permitieron a los países de la región crecer en términos económicos y reducir la desigualdad social. Pero, al final de sus “quince gloriosos”, siguen a la zaga del mundo en materia de productividad. En los últimos cincuenta años la productividad latinoamericana creció un 0,4%, al mismo nivel de Medio Oriente y atrás de África (0,7%), el ex bloque comunista (1,5%), Europa (0,5%), América del Norte (0,9%) y, sobre todo, Asia (5,5%). El brutal contraste entre Asia y América Latina es una historia aparte: ambas regiones comenzaron sus procesos de industrialización en los años sesenta, aprovechando, primero, las políticas de fomento de los Estados Unidos en el contexto de la Guerra Fría, y luego el ciclo de deuda barata y “offshoring”. Desde entonces, los caminos se bifurcaron. Los países asiáticos aprovecharon su desarrollo tardío para incorporar mejor las innovaciones tecnológicas, tal como habían hecho Japón y Alemania a mediados del siglo XIX. La robotización y las formas de contratación posfordistas de los años ochenta encontraron un laboratorio formidable en el Sudeste Asiático y hoy Corea del Sur tiene la industria más robotizada del planeta.
América Latina, en cambio, se recostó sobre su histórica ventaja comparativa: los recursos naturales. A la salida de las crisis políticas y económicas de los años setenta y ochenta, la región se reintegró al comercio mundial como proveedor de productos primarios a China. Su crecimiento se sostuvo con capital tradicional (es decir, no vinculado a las nuevas tecnologías de información y comunicación) y la incorporación de trabajadores jóvenes. Este último factor se está agotando: la cantidad de trabajadores para incorporar al mercado se reduce a medida que la natalidad de la región cae: de 3,6 nacimientos por mujer en 1985 se pasó a 2,1 en la actualidad. Una salida para esa situación sería mejorar el aprovechamiento de la mano de obra femenina, subutilizada en la región. Así, el feminismo podría salvar al capitalismo latinoamericano.
Pero si se trata de incorporarse al capitalismo 4.0, América Latina no puede seguir confiando en su reserva de trabajadores baratos y recursos naturales. Lo más probable es que nos quedemos con las formas de precarización laboral de la “economía colaborativa” de plataformas como Uber y Rappi, sin otro desarrollo tecnológico que la aplicación bajada al teléfono celular. El “freelancismo” está subdesarrollado en la región y la mayor parte de su emprendedorismo es de subsistencia. América Latina es una región con muchos emprendedores pero poca innovación.
En materia de investigación y desarrollo y formación de recursos humanos, la región tiene problemas estructurales: menos de 1 de cada 10 hogares pobres latinoamericanos tiene conexión a internet, según datos del Banco Mundial. El grado de inversión privada en innovación en productos, procesos y servicios es bajo incluso entre las multilatinas. El desinterés empresario hace caer todo el peso de la innovación en las universidades, no siempre bien financiadas. Quizá lo más frustrante de la situación sea la parálisis política de la región ante el cambio. Más allá de esfuerzos individuales en investigación y desarrollo, el discurso público parece anegado entre el optimismo librecambista de publicistas que solo piden adaptación acrítica y flexibilidad ante un desarrollo tecnológico que las fuerzas del mercado traerán solas, y el acantonamiento defensivo de los movimientos sociales y sus referentes intelectuales que, en aras de defender derechos adquiridos en riesgo, desconocen, cuando no desprecian, las nuevas posibilidades tecnológicas. En el fondo, tanto unos como otros entienden el futuro de la misma manera y lo valoran en consecuencia.
Versiones del capitalismo 4.0
Cada sociedad elige las palabras con que va a relatarse, los conceptos con los que tratará de explicarse a sí misma. Y esas palabras, esos conceptos, son parte de la sociedad que pretenden describir y comprender. Como el paisajista que al terminar de pintar su ciudad descubre su propio rostro. Este mapeo del capitalismo 4.0 no estaría completo sin una lectura de sus interpretaciones más significativas, desde las más rústicas y escépticas hasta las más complejas y productivas.
El lavarropas de Chang. “El crecimiento de Internet se ralentizará drásticamente, ya que la falla en la ley de Metcalfe –'el valor de una red aumenta proporcionalmente al cuadrado del número de usuarios'– es evidente: la mayoría de las personas no tienen nada que decirse. Para 2005, más o menos, quedará claro que el impacto de Internet en la economía no será mayor que el de la máquina de fax”. Esto fue escrito en 1998 por quien sería premio Nobel de Economía, Paul Krugman. Más tarde alegó que el fragmento pertenecía a un texto que pretendía fantasear sobre el futuro de manera bufa y provocativa. A favor de Krugman hay que decir que apenas dos años después de su profecía se produjo la crisis de las puntocom. La internet que vendría después sería muy diferente a la que él conoció y condenó a morir junto al fax. Sin embargo, después de 2005 todavía hay economistas prestigiosos que desdeñan las nuevas tecnologías.[...]
La pastoral de McAfee. Andrew McAfee se doctoró en 1999 con una tesis sobre el impacto de los sistemas de información en las empresas. Poco después acuñó el concepto “empresa 2.0” y se transformó en un apóstol de las nuevas tecnologías. En libros, charlas y entrevistas pondera al capitalismo 4.0 como una “segunda era de las máquinas” que nos dará eficacia y bienestar material. Pero con algunas particularidades. En primer lugar, la disrupción: las plataformas abren la posibilidad de hacer negocios sin activos ni empleados, solo intermediando. Uber es la compañía de taxis más grande del mundo y no posee vehículos; Facebook, el medio más popular y no crea contenidos; Airbnb, el mayor proveedor de alojamiento y no posee bienes inmuebles, y así. En segundo lugar, el capitalismo 4.0 se caracterizaría por el “desacople” entre la productividad y los salarios: “No hay ninguna ley económica –sentencia McAfee– que asegure que a medida que el progreso tecnológico agrande el pastel beneficiará a todos por igual. Las tecnologías digitales pueden replicar ideas valiosas, procesos e innovaciones a muy bajo costo. Esto crea la abundancia para la sociedad y la riqueza para los innovadores, pero disminuye la demanda de algunos tipos de trabajo”. [...]
El neoludismo de Sadin. […] Éric Sadin, el filósofo francés de pelo largo y camisa desabrochada que nos advierte que Silicon Valley quiere conquistar y formatear el mundo y la naturaleza humana. Los gigantes tecnológicos del capitalismo 4.0 desarrollaron un modelo de negocios y control social, fundado sobre la base de datos y algoritmos, que se expande por el mundo entero. Su motor es la startup, el emprendimiento de riesgo puro, sin la responsabilidad ni las regulaciones que caracterizan a una empresa. Detrás de los brillos seductores de su industria sin humo y sus oficinas sin horarios, con una aplicación para cada problema o deseo que tengamos, el capitalismo 4.0 de Sadin termina siendo anárquico y totalitario a la vez. Anárquico porque banaliza formas delictivas de negocios como el tráfico de datos y la explotación laboral, al repudiar toda regulación. Totalitario porque las nuevas tecnologías amplían los mecanismos de control social al punto de gerenciar la vida humana y descalificar el juicio subjetivo ante los algoritmos: un gobierno no estatal e invisible que no deja recoveco para la liber- tad individual. Ambos extremos se anudan en la actual ola derechista mundial: la sociedad disgregada que generan las formas de precariedad laboral de las startups requiere de gobiernos fuertes que mantengan el orden; las posibilidades técnicas de control social habilitan este nuevo autoritarismo.[...]
Alejandro Galliano es licenciado en Historia y profesor en la UBA. Coeditor de las revistas “Panamá” y “Supernova”, colabora en “DiarioAR”, “Crisis” y “Nueva Sociedad”. Su último libro publicado es “¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?” (Siglo XXI) del cual este texto es un fragmento.
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