Hace apenas un par de semanas, el gobierno de Javier Milei dio comienzo a una nueva edición del superclásico argentino en que los deseosos de abrir la economía para someterla a los rigores del mercado se enfrentan con proteccionistas que están resueltos a mantenerla bien cerrada. A juzgar por lo que ha ocurrido en otras ocasiones, los libertarios no tardarán en anotarse algunos goles vistosos, pero entonces perderán contra los que, para sobrevivir, dependen de barreras arancelarias altas y una multitud de arreglos que sirven para defenderlos contra intrusos foráneos. Tales personajes tienen buenos motivos para confiar en que, cuando haya finalizado el partido, el país quede aún más aislado de los mercados internacionales de lo que había estado antes. ¿Veremos una repetición de esta vieja historia? Es posible, sobre todo si el gobierno libertario comete demasiados errores políticos.
A Javier Milei y su fiel operador económico Luis Caputo les está resultando ser relativamente sencillo reordenar las finanzas nacionales y de tal modo poner fin al caos en que las había dejado el voluntarismo alocado de un gobierno kirchnerista convencido de que su “plan platita” le permitiría comprar un triunfo electoral. El dúo ya ha logrado mucho al aferrarse a ciertos principios básicos sin preocuparse en absoluto por los eventuales costos políticos de las medidas drásticas que ha tenido que tomar. Para sorpresa de casi todos, tales costos no han sido exorbitantes. Es que, como ha dicho Milei, “pusimos un candado al equilibrio fiscal y nos tragamos la llave”. Gracias a la intransigencia así supuesta, han conseguido frenar la inflación, hacer bajar abruptamente el índice riesgo país y empezar a atraer inversiones para sectores determinados, como Vaca Muerta y la minería, que disfrutan de ventajas comparativas.
Pero sólo se trata de la primera fase, por lejos la más fácil, de un proyecto que es sumamente ambicioso. Lo que quiere Milei es hacer de la Argentina una auténtica potencia productiva que sea capaz de participar activamente en los mercados internacionales más exigentes. A veces el presidente y el ministro de Economía parecen creer que, resueltos los problemas planteados por la inflación y otros males financieros que los encargados del Estado están en condiciones de solucionar, los empresarios, por fin liberados de las cadenas que los han inmovilizado desde vaya a saber cuántos años, se pondrán enseguida a emular a sus equivalentes de otras latitudes. Por desgracia, muchos, tal vez la mayoría, nunca podrán hacerlo. Son como atletas que se han entrenado para el boxeo, digamos, que se ven obligados a probar suerte como futbolistas de elite; algunos tendrían éxito, pero se trataría de casos excepcionales.
Tal y como están las cosas, la Argentina es uno de los países más proteccionistas, y por lo tanto menos competitivos, del planeta, y hay muchos que rezan para que continúe siéndolo hasta las calendas griegas. Si bien virtualmente todos, con la presunta excepción de los que se adhieren a la fantasía ultranacionalista de “vivir con lo nuestro” que, más de cuarenta años atrás, fue popularizada por Aldo Ferrer, reconocen que el orden que se ha creado es radicalmente disfuncional y que para poner fin a la depauperación progresiva de la población sería necesario que la Argentina se integrara al mercado mundial, abundan los conscientes de que, para ellos mismos, una apertura parcial como la que se ha iniciado y que algunos ya califican de prematura, tendrá consecuencias desastrosas para el llamado “sector productivo” nacional.
Así, pues, aunque Milei y Caputo ganen la batalla intelectual sin tener que hacer mucho más que aludir a la experiencia internacional en la materia y lo imprescindible que es que los empresarios locales sean por lo menos tan productivos como los europeos, esto no quiere decir que les sea dado derrotar a los decididos a prolongar hasta nuevo aviso la vida del sistema existente. Como siempre ha ocurrido, los perjudicados por la reducción de barreras los acusarán de “industricidio”, de haberse dejado comprar por siniestros plutócratas extranjeros que, por motivos misteriosos, temen competir con rivales argentinos apoyados por el Estado y, huelga decirlo, de destruir alevosamente a centenares de miles de PYMEs y, con ellas, eliminar un sinnúmero de puestos de trabajo.
Si bien el gobierno libertario tiene plena razón cuando señala que, a menos que el sector privado se haga mucho más competitivo, la Argentina tendrá que resignarse a ser una gigantesca villa miseria, también la tienen los defensores del statu quo cuando insisten en que precisan más tiempo en que prepararse para afrontar los muchos desafíos que les supondría una apertura amplia.
No se equivocaba José Luis Espert cuando criticó, con la brutalidad verbal que es su marca de fábrica, a los “caraduras” de la Unión Industrial Argentina, a los que “siempre les falta algo para competir”, pero de derrumbarse hoy todos los muros que han servido para protegerlos de la competencia ajena, mañana muchos caerían en bancarrota, lo que tendría un impacto social y político decididamente mayor que el propinado por el ajuste financiero. Para que la situación en que los empresarios ya se encuentran sea todavía más alarmante, el dólar se ha abaratado mucho en los meses últimos, lo que ha posibilitado la repetición del “deme dos” de hace medio siglo y los años menemistas al estimular el turismo de compras no sólo en el vecindario latinoamericano sino también en Europa y América del Norte, la presión impositiva aún no se ha aliviado y no han sido modernizadas las leyes laborales que hacen tan lucrativa la industria del juicio. Mal que les pese a Milei, Caputo, Espert y otros, por previsibles que sean, las quejas de los perjudicados por lo que está sucediendo son legítimas.
Si no estuvieran en juego sus propios intereses personales, los empresarios -“los capitanes de la industria” decía Raúl Alfonsín- coincidirían por completo con Milei que, además de estar muy a favor de una economía de mercado competitiva, cree que les corresponde desempeñar un papel protagónico en el drama nacional, desplazando así a los políticos de “la casta” que están habituados a creerse los benefactores principales del pueblo. Para el libertario, empresarios creativos, hombres y mujeres en cierta manera equiparables con Elon Musk y los multimillonarios de los gigantes tecnológicos californianos, están destinados a ser los héroes de la guerra contra la decadencia que a su entender han provocado el “socialismo” y sus variantes no sólo en la Argentina sino también en todos los demás países de la comunidad occidental.
Sin embargo, luego de formarse en una cultura corporativista y populista que ha sido hostil al mercado libre, escasean los empresarios locales que se asemejen a los guerreros económicos de la imaginación mileísta. Aunque muchos son “expertos en mercados regulados” y por lo tanto duchos en el arte de negociar con políticos y funcionarios, corruptos o no, pocos han tenido que competir directamente con hombres de negocios del exterior que siempre han tenido que privilegiar la calidad de sus productos y reducir al mínimo los costos de fabricarlos.
También planteará problemas difícilmente superables la falta de mano de obra capacitada. Las economías más exitosas, es decir, más productivas, siempre se han destacado por la alta calidad de los trabajadores que, en muchísimos casos, sobre todo en países como el Japón, Alemania, Estados Unidos y Corea del Sur, suelen hacer aportes muy valiosos a las empresas que los emplean al contribuir a mejorar la eficiencia del conjunto. Pueden hacerlo no sólo porque se sienten integrantes plenos de un equipo al que deben lealtad sino también porque se han visto formados por un buen sistema educativo y, lo que es más importante aún, por una cultura popular en que se privilegia el esfuerzo individual.
Aunque Milei y sus acompañantes se ufanan de estar librando una “batalla cultural” contra el izquierdismo en nombre de la libertad, a menudo parecen estar más interesados en luchar contra las extravagancias “woke” que contra el facilismo sensiblero que es el enemigo más peligroso del proyecto que tienen en mente. Lo es porque, una vez reconstruida y fortalecida la arquitectura financiera, la población podría recaer en la tentación de regresar al populismo que ofrece lo que a primera vista son soluciones inmediatas a problemas de la vida diaria que, a la larga, son contraproducentes.
El temor a que algo así ocurra sigue preocupando a muchos inversores en potencia que sienten entusiasmo por el ideario de Milei pero aún no están dispuestos a arriesgarse respaldándolo con dinero. También los hace vacilar la posibilidad de que Cristina y sus amigos regresen al poder, razón por la que la mera posibilidad de que los libertarios estén pensando en pactar con ella por suponer que les convendría tenerla como su adversario principal, está incidiendo en la marcha de la economía. No han olvidado que a Mauricio Macri y sus estrategas les pareció genial contar con el kirchnerismo como la alternativa a su propio gobierno y que, cuando la economía comenzaba a crujir, el electorado optó por confiar nuevamente en las ruinosas recetas populistas vendidas por la doctora y sus adherentes.
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