El odio es el combustible básico de la batalla cultural. No se trata de un debate de ideas ni de una confrontación legítima sobre valores. Es un intento de alterar por la fuerza los códigos, las costumbres, los vínculos y los sobreentendidos que sostienen una sociedad abierta. No es un campo de batalla por naturaleza, salvo que un propósito político decida secar el aire común, clausurar los matices y reprimir la diferencia. Entonces sí: la cultura se vuelve campo de guerra, contra ella. Una batalla que no construye —destruye. Lo que se busca es un retroceso. Hacer que la sociedad del siglo XXI encaje otra vez en moldes del pasado. Con odio y violencia solo se puede hacer eso, generar cultura requiere creatividad y experiencias abiertas.
La utopía que impulsa esta cruzada es la restauración de un mundo más cómodo para un conservadurismo medieval, una sexualidad binaria y domesticada —clave en la organización jerárquica del conjunto—, y un sistema de poder que consagra privilegios y silencia toda crítica. Significan un resentimiento profundo contra todo lo que los superó. Añoran que los cercanos al poder no puedan ser juzgados, ni cuestionados, ni puestos en duda. Y donde el poder mismo ya no se legitima democráticamente, de abajo, sino por designio místico, presagio o magia, de arriba.
No se les puede pedir respeto, porque eso atenta contra su libertad. Pero se debe respetar su derecho irrestricto a no respetar a nadie. Su libertad es la de aplastar, acosar, insultar. Cualquier límite, incluso el más elemental, les resulta una amenaza. Por eso desprecian lo que llaman “lo políticamente correcto”, cuando en realidad es apenas lo correcto. Un intento de reciprocidad mínima, de convivencia, de límites compartidos. Libertad es su derecho a ser reconocidos como los que tienen la sartén por el mango y la usan como arma.
Entonces se intenta hacer retroceder a la sociedad diversa, abierta, democrática, que vive bajo el ideal de la igualdad ante la ley, con familias de todo tipo, con una producción cultural real que refleja eso —no una conspiración— y que está conectada al mundo. Por todo eso no hay ni prédica, ni doctrina, ni debate: la batalla cultural es una combinación de violencia y odio. Y esto es válido en todas las experiencias del mileísmo, digámosle así. En los comportamientos de sus amigos en España, Brasil, Chile, Estados Unidos, Hungría, Italia, etc., se repite el mismo modelo.
No hay cultura expresándose como quisieran, tienen que disciplinarla desde la política. No tienen otro camino que ataca lo que se produce, lo que circula, lo que refleja una sociedad que ya se les fue de las manos. Y sin argumentos porque ahí están perdidos, tiene que reducirse el diálogo al más básico intercambio de calificativos.
Es por eso que su acción principal es la destrucción. Y su contenido no es una utopía sino el odio a lo que ocurrió sin ellos y a pesar de ellos. Hace pocas semanas lo vimos con claridad en el “Derecha Fest”: un evento entero basado en el insulto como consigna moral, en la ovación al que disemina improperios bajo una forma de trance. Es un Ingsoc de mercado que aprendió a moverse al ritmo de las redes, las luces y la épica de las “fuerzas del cielo”.
En 1984, Orwell lo vio antes: el odio como fuerza colectiva, organizada en ceremonias, proyectado sobre enemigos múltiples —a veces reales, a veces inventados— para que el amor al líder se transforme en sentimiento sin competencia y único refugio seguro. Cada manifestación de furia pública refuerza la pertenencia al colectivo. En Oceanía eran los “Dos Minutos de Odio”; en Córdoba, fueron cinco horas de repulsión visceral.
En la novela, los Dos Minutos de Odio eran una ceremonia diaria en la que los ciudadanos de Oceanía contemplaban la imagen del enemigo del Partido —Emmanuel Goldstein— y desataban una furia colectiva que sellaba su lealtad al Gran Hermano. No era un simple desahogo: era un ritual de unificación, despersonalización y fundición de los individuos en el programa. Una ceremonia que convertía la emoción en obediencia.
La Derecha Fest replicó ese mecanismo casi al detalle: rostros enemigos, abucheos coreografiados, exaltación final del líder como figura redentora. Símbolos de jerarquía por todos lados. Eso es lo más orwelliano del asunto: no que haya enemigos —eso es viejo como la política—, sino que el enemigo sea un molde ajustable, un lugar vacío que siempre puede ocupar alguien nuevo. Incluso los desterrados. La izquierda, los sindicatos, el periodismo, el feminismo, la diversidad sexual, los “planeros”, los piqueteros, los artistas, los putos, los tibios, los arrepentidos, los cantantes: los que no se suman a la coreografía de odio.
Nadie está a salvo del lugar del traidor. Solo hay que esperar el turno. Los ex mejores amigos abundan.
El enemigo en el mileísmo no es el contrincante democrático. Es la sociedad desviada. Y, dentro de ella, lo que resulta más intolerable: la libertad, la identidad, el mero derecho a ser visto o reconocido por existir. Los rivales en la política son apenas quienes entorpecen esa guerra declarada. El mileísmo no gira en torno a ideas —gira en torno a exclusiones. No hay principios, hay pureza. Un cielo, como todos los cielos: no porque eleve, sino porque contrasta. No construye nada, apenas decreta qué es infierno: todo lo que sea superior al Gordo Dan, que es progresismo.
El eje discursivo no es económico ni institucional. La economía, los eslóganes libertarios que Milei repite, informan lo que Milei quiere que se vea de sí mismo: un economista extremo; ni siquiera lo que hace. La llamada “batalla cultural” —ese término que Milei popularizó al estilo de Steve Bannon o Agustín Laje— no es una metáfora. Es el frente real de esta conflagración. Y no se libra contra una ideología: se libra contra modos de vida. Porque no es contra una izquierda, es contra cualquier forma de existencia que cuestione el modelo uniformado de ciudadano macho o adorador de machos y obediente. Un lugar en el mundo para sus seguidores. Una especie de caja llamada normalidad, tan pero tan chica, que sus pequeñas almas parezcan grandes y sus discursos parezcan describirlo todo. Todo lo que cabe en la cajita.
Lo lleva adelante gente, mucha, que no puede adaptarse a un estadio superior de convivencia e inclusión porque siente que, si lo hiciera, perdería algo esencial. Que sean como dicen que hay que ser no importa nada, como no importa si Milei viaja con objetivos personales con dinero público, solo interesa si lo hace Villarruel.
Orwell inventó la neolengua como un idioma diseñado para eliminar la posibilidad misma del pensamiento crítico. Milei y sus apóstoles han creado su propia versión: “libertad” ya no significa autonomía, sino normalización. Zurdos son representantes del maligno. El peor zurdo es el que discute a Milei. “Prensa” es sinónimo de corrupción y mentira. Verdad es el vocero del gobierno. Y el “Estado” es odiado, pero en lo que es la ley. Odiado salvo que financie los vuelos, los custodios o los escenarios del milagro libertario.
En Rebelión en la granja, Orwell mostró cómo todo proceso revolucionario que se institucionaliza termina necesitando traidores periódicos: compañeros que sirvieron hasta ayer, pero hoy ya no encajan. No importa por qué. Lo importante es que se vayan. Y que su salida refuerce el miedo del resto. Ese es el lugar de Victoria Villarruel en todo esto. No es Goldstein. Es el caballo de Rebelión en la granja: útil hasta el final, descartada cuando dejó de servir. Producto de una purga, no de una disidencia sustancial.
Otro aspecto central es la mística religiosa: desde los pastores evangélicos que abren sus actos hasta las referencias constantes a la Biblia. La lógica religiosa reemplaza al ciudadano por el vasallo. El poder ya no viene de abajo, del pacto democrático, sino de arriba. No hay razón más poderosa para odiar que poner al otro en el enemigo de Dios.
Pero Milei no necesita a Dios para gobernar. Necesita a Dios para legitimar quiénes mandan y y quienes obedecen.
En este régimen, el pensamiento libre no está prohibido: está ridiculizado. El Ingsoc libertario no requiere campos de concentración. Le alcanza con un escenario, una pantalla, una narrativa de héroes y traidores, y una multitud dispuesta a odiar a quien se le indique. Y como todo acto de fe, no necesita pruebas. Solo necesita que creas.
*Por José Benegas, autor de “El evangelio según Javier”
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