Kast (Pablo Temes)
El ascenso de Kast y el repliegue del progresismo mundial
El triunfo del nuevo presidente chileno consolida el fenómeno de la nueva derecha en el continente y el resto del planeta. Similitudes y diferencias con Milei.
Para consternación de los comprometidos con la izquierda que se autodenomina progresista, la virtual hegemonía cultural que logró merced a “la larga marcha a través de las instituciones” que fue prevista hace aproximadamente ochenta años por el marxista italiano Antonio Gramsci no le ha permitido enseñorearse del mundo político occidental. Por el contrario, el desprecio manifiesto que sienten los progres por quienes se mofan de las extravagancias woke y la superioridad moral que se atribuyen quienes las toman en serio, han desatado una reacción que están aprovechando docenas de dirigentes estigmatizados como “ultraderechistas”.
Hace menos de una semana, un político así calificado, el chileno José Antonio Kast que, además de ser un católico practicante de actitudes conservadoras, no vacila en manifestar su aprobación de lo hecho medio siglo atrás por el dictador Augusto Pinochet, se impuso por un amplio margen sobre la candidata comunista Jeannette Jara que representaba la coalición izquierdista del presidente saliente Gabriel Boric.
No se puede tomar el triunfo de Kast por un acontecimiento exclusivamente chileno imputable a nada más que la gestión decepcionante del socialdemócrata Boric. Algo muy similar está ocurriendo en los países principales de Europa, donde gobiernos que se ufanan de su perfil progresista ya se han hundido por completo o, si aún sobreviven, se han hecho tan impopulares que es más que probable que los sucedan otros liderados por personajes que sean aún más “ultraderechistas” que el que a partir del 11 de marzo estará a cargo de Chile.
En el Reino Unido, el laborismo, el fundador del Estado benefactor británico que tanto influyó en el peronismo original, está en caída libre merced a la incapacidad patente del premier Sir Keir Starmer y sus ministros para manejar con solvencia la economía y frenar la inmigración ilegal; lo está reemplazando el partido Reforma del “extremista de derecha” Nigel Farage que, según las encuestas, ganaría por nocaut si se celebrara una elección general mañana. También está agonizando la más de centenaria socialdemocracia alemana, mientras que en Francia, donde el presidente “centrista” Emmanuel Macron corre el riesgo de verse obligado a renunciar antes de terminar su mandato en mayo de 2027, el grueso de la clase obrera apoya a las huestes de Marine Le Pen. En Italia, está consolidándose en el poder la “derecha dura” de Giorgia Meloni.
Tan deprimidos como los progresistas europeos por lo que está sucediendo están sus equivalentes estadounidenses. Traumatizados por la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales del año pasado, los estrategas del Partido Demócrata están divididos entre aquellos que quisieran poner fin a la adhesión entusiasta a las novedades “woke” que tantos perjuicios les ha ocasionado, y los persuadidos de que aún pueden ganar la “batalla cultural” contra aquellos que se niegan a entender que cualquier hombre puede transformarse en mujer si así lo desea y que todos los blancos son congénitamente racistas y por lo tanto responsables de las tribulaciones de las minorías de color.
Así y todo, si bien no se habrán equivocado aquellos teóricos que, basándose en pensadores marxistas como Gramsci, señalan que en última instancia las actitudes políticas de las personas dependen de los valores culturales imperantes en una sociedad, han exagerado groseramente su propia capacidad para cambiarlos. Les convendría recordar que, luego de setenta años de opresión extraordinariamente cruel, los comunistas soviéticos finalmente se dieron cuenta de que los rusos y otros habitantes de su imperio siguieron aferrándose a las creencias tradicionales que habían procurado eliminar lavándoles los cerebros. No extraña, pues, que hayan resultado contraproducentes los esfuerzos mucho menos brutales de los progresistas por adoctrinar al “hombre común” para que modificara drásticamente sus preferencias políticas y sociales.
Tanto en Europa como en Chile y, desde luego, en Bolivia y la Argentina, las derrotas sufridas por la izquierda o por movimientos políticos, como los de Evo Morales y los Kirchner, que dicen pertenecer a la familia así llamada, se han debido en buena medida a su inoperancia económica. Parecería que todos daban por descontado que su supuesta buena voluntad los eximiría de la necesidad de velar por los intereses concretos de la gente. Algunos confiaban tanto en su presunta invulnerabilidad que se dejaron seducir por las obsesiones culturales de la progresía norteamericana sin preocuparse por la inquietud que motivaba en sectores con otras prioridades.
Por ser el progresismo un fenómeno que es netamente elitista, quienes militan a su favor propenden a distanciarse cada vez más de la mayoría de sus compatriotas. Es por tal razón que está perjudicando a la izquierda el éxito de “la larga marcha” gramsciana en que sus partidarios lograron colonizar primero las universidades y después la mayor parte de los distintos sistemas educativos, las instituciones judiciales, las empresas editoriales, los medios periodísticos más prestigiosos y casi todas las entidades relacionadas con la cultura, además de las burocracias administrativas.
Gracias al dinero y los cargos que lograron acumular por sus aportes a la guerra cultural y los servicios que prestarían a gobiernos que precisaban contar con equipos de influencers, muchos progresistas destacados se verían incluidos, a menudo injustamente, en lo que para Javier Milei es “la casta” y, para los simpatizantes de Trump, es “el Estado profundo”. En muchos países occidentales, el conflicto entre el pueblo y “las elites”, en especial las culturales, ha tomado el lugar de la vieja división entre la derecha y la izquierda.
En Chile, Kast optó por hablar poco de las guerras culturales que, en sus dos intentos previos de alcanzar la presidencia, habían figurado en sus discursos de campaña, acaso por creer que preocuparse por asuntos tan arcanos no le aportaría muchos votos, pero a buen seguro entiende que no le ha perjudicado la postura asumida por los progres locales frente al fenómeno “woke”. Como todos los demás “ultraderechistas”, Kast es un reaccionario que reivindica valores que a juicio de sus contrincantes de la izquierda deberían ser consignados al pasado pero que en su opinión son esenciales para la cohesión social. Así pues, en esta oportunidad basó su mensaje en la necesidad de restaurar el respeto por la ley y luchar por la seguridad ciudadana que se ve amenazada por delincuentes.
Otro tema que Kast logró aprovechar fue el planteado por la inmigración. Aunque los problemas que causa en Chile son mucho menos graves que los ocasionados en Europa por la entrada de millones de personas procedentes de sociedades sumamente conflictivas en que las matanzas son casi rutinarias, han sido suficientes como para darle el apoyo de los preocupados por los cambios que está provocando. En éste ámbito como en otros, Kast parece coincidir con aquellos “ultraderechistas” de otras latitudes que están convencidos de que hace algunas décadas sus sociedades respectivas tomaron un rumbo que, a menos que lo reviertan muy pronto, podría desencadenar una catástrofe de dimensiones apocalípticas. Huelga decir que tal opinión no se ve compartida por progresistas que quisieran ver borradas las fronteras entre los diversos países e imputan las dificultades que están surgiendo al “racismo blanco” de quienes toman en serio las diferencias culturales y religiosas.
Aunque los rebeldes contra “las elites” se afirman resueltos a subordinar todo lo demás al destino de su propia comunidad, están dispuestos a colaborar con sus equivalentes de países vecinos porque, a diferencia de los nacionalistas de otros tiempos, tienen enemigos en común; el islamismo militante y el globalismo. Todos temen que sus propios países pierdan las características que a su juicio los definen en el crisol globalizador, de ahí la voluntad de echar a los de origen externo que ven como intrusos y de resistirse a cumplir con tratados internacionales como los redactados por quienes se afirman angustiados por los cambios climáticos que están en marcha, que los obligan a hacer sacrificios económicos que golpean más a los ya pobres.
Están haciendo escuela las medidas más impactantes que ha tomado Trump. El padrino de “la ultraderecha” internacional es por lejos el político más influyente de los tiempos que corren. No sólo en Europa sino también en América latina, ha dejado de ser tabú pedir la expulsión perentoria tanto de inmigrantes indocumentados como los legalmente aceptados que han cometido crímenes, lo que, como no pudo ser de otra manera, preocupa a muchos venezolanos en Chile y musulmanes en Europa que no han perpetrado ninguno.
También está surtiendo efecto la prédica de Trump en contra de lo que llama “la estafa verde” del cambio climático. En muchas partes del mundo son cada vez más los que están llegando a la conclusión de que sería suicida intentar abandonar el uso de los combustibles fósiles. En el Reino Unido, Alemania y otros países, los esfuerzos por reducir a cero la emisión de gases invernaderos, ya han hecho subir tanto los costos energéticos que sus industrias no están en condiciones de competir con las norteamericanas que pagan mucho menos por lo que necesitan.
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