alberto Fernandez Cristina Kirchner (CEDOC)
Los Expedientes Lindner: hoy, la verdad sobre cómo se conocieron Alberto Fernández y Cristina Kirchner
Durante todo diciembre, NOTICIAS publicará investigaciones del jefe de Política y de la web de la revista. El presente capítulo pertenece al libro “Fernández & Fernández” (Planeta, 2019).
Hay una versión oficial y otra alternativa de cómo se conocieron Cristina y Alberto.
Primero, la oficial. Empieza el invierno de 1996 y Fernández le pide a su amigo Eduardo Valdés que le presente a ese gobernador de la Patagonia de aún inexistente proyección nacional que gestiona su provincia desde hace cinco años, reelección mediante.
Le explica:
–Lo vengo siguiendo, me parece un tipo interesante por algunas opiniones que le he escuchado.
Valdés, quien conoce a Néstor Kirchner desde hace dos años, cuando coincidieron en la Convención Constituyente de Santa Fe y Entre Ríos, no se hace rogar.
Llama al gobernador de Santa Cruz y le comenta:
–Tengo un muchacho amigo mío que quiere conocerte. Peronista y porteño.
–¿Qué hace? –pregunta el otro.
–Está en el Banco Provincia. Y viene de ser el jefe de la Superintendencia de Seguros con Menem.
–Mirá vos. Me interesa.
Sin embargo, el encuentro no es inmediato.
Recién se da luego de que Alberto publica un artículo de opinión en el diario Clarín, donde en pleno menemismo propone una mayor intervención del Estado en la economía para mitigar las desigualdades sociales que genera el modelo. Ya puede permitirse esas críticas porque ahora está bajo el ala protectora de Eduardo Duhalde, el gobernador bonaerense que rivaliza con Menem y que le dio trabajo en el Banco de la Provincia de Buenos Aires. Quien ayudó a que Fernández diera ese salto fue Rodolfo Frigeri, el titular de esa entidad financiera y ex ministro de Economía bonaerense en la gestión de otro viejo protector de Alberto, Antonio Cafiero. En su nueva etapa, Fernández arranca como presidente de una aseguradora del Banco Provincia, Gerenciar, y poco después asciende a vicepresidente del llamado Grupo BAPRO, el conglomerado de empresas de la entidad.
Kirchner ha leído el artículo de Clarín con atención. El nombre de quien lo firma le resulta vagamente conocido.
Lo llama a Valdés:
–¿Ese es el Alberto Fernández del que me hablabas?
–Ese mismo –contesta el compañero de Fernández en el peronismo porteño–. ¡Es bueno, eh!
–Lo que escribió me gusta –concede Néstor–. ¿Por qué no nos juntamos a comer?
Valdés arregla el encuentro para la semana siguiente. Primero empiezan con una amena charla en Ópera Prima, la conocida cafetería de Recoleta, a pasos del departamento que los Kirchner tienen en esa zona. Luego terminan cenando en Teatriz, un restorán también cercano.
Valdés es quien me cuenta la historia y dice:
–Pegaron onda de entrada. Hablaron mucho, sobre todo de economía. Néstor le elogió el artículo a Alberto.
–¿Quiénes estaban? –pregunto.
–Alberto, Néstor, Cristina y yo –contesta–. Fue la primera vez que se vieron.
–¿Cristina participó de la charla?
–¡Pero obvio! Ella es de hablar mucho. Los Kirchner siempre hablaban en estéreo, los dos a la vez.
–¿Quién pagó la cuenta?
–Néstor, obvio.
En su libro Políticamente incorrecto, que describe su camino junto a los Kirchner, Alberto también rememora ese encuentro. Cuenta que el gobernador santacruceño ya se definía como un defensor de los Derechos Humanos y un crítico de los indultos a militares y las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, y que por eso se rio con lo que decía el contestador automático del teléfono de Fernández, también un repentino campeón del progresismo: «Si usted ha sido indultado corte ya, nos sentimos más tranquilos pensando que usted sigue preso», decía la voz de Alberto si alguien lo llamaba a su número y él no llegaba a contestar.
Valdés no logra recordar la parte de los Derechos Humanos, pero supongamos que hablaron del tema cuando él se levantó para ir al baño. Sus antecedentes, claro, no los avalaban, pero todos tienen derecho a reinventarse.
Hasta aquí, la primera versión de cómo se conocieron los Fernández, Cristina y Alberto. Pero ya se dijo que hay otra, la que alimenta el propio candidato cuando sostiene en un reciente reportaje con Página/12:
–Me emocionó mucho, mucho, el ofrecimiento de Cristina. La conocí casi antes que a Néstor y tejí un vínculo de amistad.
¿Qué significa «casi antes»?
¿Quiere decir que Alberto y Cristina llegaron unos minutos antes que Kirchner a la cafetería de Recoleta? ¿O significa que tenían un vínculo previo que excluía al gobernador de Santa Cruz?
El propio Fernández aporta más indicios ambiguos cuando sostiene en el mismo reportaje:
–Tanto fue así que los «pingüinos» me decían que yo era un «cristino».
No, claramente el «casi antes» no significa que Cristina y su «cristino» hayan llegado unos minutos más temprano al café Ópera Prima.
Ya se conocían.
Aunque Alberto complete de esta manera su fallido en la misma entrevista:
–Después, el cariño que tuve con Néstor fue inconmensurable.
Por entonces, en 1996, Alberto andaba por los 37 años. Cristina tenía 43 y Néstor, 46.
La segunda versión, la no oficial, la del «casi antes», me la cuenta un integrante del PJ porteño que frecuentaba a Alberto por entonces. La condición que pone es que no revele su nombre por miedo a tardías represalias, casi un cuarto de siglo después.
–Es cierto –me dice– que Alberto y Cristina se conocen desde antes del vínculo de él con Kirchner. El que los presentó fue el vocero Miguel Núñez, que trabajó con ella desde que asumió como senadora en 1995.
–¿Núñez tenía contacto con Alberto? –pregunto.
–Claro –contesta–, con Alberto y con todo su grupo: Argüello, Valdés, todos esos.
–¿De dónde los conocía?
–Esto lo dice el propio Núñez. Fueron compañeros del secundario con Alberto, no me acuerdo dónde.
El dato del informante es certero. Fernández y Núñez fueron al mismo secundario en los años 70, el Colegio Nacional N° 3 Mariano Moreno, sobre la avenida Rivadavia. El primero fue al turno tarde y el segundo, por la mañana. «¡Fuerza Alberto!», tuiteó el ex vocero en junio de 2019, cuando Fernández fue internado en el Sanatorio Otamendi por una inflamación pulmonar en plena campaña. «Recuperate pronto que te necesitamos. Estos pibes del turno mañana».
Sigue hablando el informante:
–Gracias a Núñez, Alberto la conoció a Cristina y luego llegó a Kirchner. Y después le pagó a Miguel poniéndolo de vocero del gobierno de Kirchner en 2003.
Le pregunto:
–Si el que contactó a Alberto y Cristina fue Núñez, ¿por qué Alberto le pidió a Valdés que le presentara a Kirchner? Podría habérselo pedido a ella.
–Gran pregunta –me contesta–. Pero la respuesta no la tengo.
¿Acaso Kirchner no sabía ni debía saber de ese vínculo previo? ¿Acaso Cristina y Alberto fingieron que aquella tarde en la cafetería de Recoleta, junto al marido de ella y a Valdés, era la primera vez que se veían?
El informante especula:
–Kirchner tenía fama de muy celoso. Tal vez no era lo mejor que la mujer le presentara a un tipo.
Vuelvo a consultar a Valdés, el presentador oficial, para cerciorarme.
–Alberto dijo que la conoció «casi antes» a Cristina que a Néstor –le digo.
–Qué raro –responde–. Si los presenté yo...
También consulto a Jorge Argüello, el compañero de Alberto y Valdés en el peronismo porteño y otro de los que conocen a Kirchner desde antes:
–¿Sabés cómo empezó la relación de Alberto y Cristina?
Argüello contesta:
–Los presentó Valdés, eso es sabido. Fue en una cena de Alberto con los Kirchner.
–Pero Alberto dijo en un reportaje que a ella la conoció «casi antes» –le digo–, y que los kirchneristas del sur lo llamaban «cristino».
Ahora también Argüello parece desorientado.
–No sabía –contesta.
Se me ocurre preguntarle por el ya mencionado vocero que protagoniza esta trama.
–¿Puede ser que los haya presentado Miguel Núñez, que conocía bien a los dos? –le planteo.
Argüello dice:
–No lo sé. Miguelito fue mi jefe de prensa durante unos seis o siete años, primero en el Concejo Deliberante y después en Diputados. Yo ya tenía trato con Kirchner y se lo pasé luego a Cristina.
–Núñez –le señalo– trabajó con ella desde 1995, cuando asumió como senadora nacional. Por eso es posible que los haya presentado.
–Será... –bufa Argüello y cierra el interrogatorio.
Pero Núñez, apodado el «vocero mudo» durante la era K por su nulo contacto con los medios, no solo fue compañero de Fernández en la secundaria del Mariano Moreno.
Otro ex vocero de CFK, Diego Buranello, me explica:
–Miguel laburó con Alberto Fernández en el Banco Provincia, antes que con Cristina, creo.
–Entonces ella heredó al vocero de él –le digo.
Buranello no tiene certezas:
–La verdad, no sé quién los presentó.
Si se cruza este último dato con los CV que los involucrados hacen públicos, lo cierto es que Núñez debió haber trabajado al mismo tiempo con CFK, desde diciembre de 1995, y con Alberto, desde 1996 en el Grupo BAPRO. ¿Cómo hacía? ¿O ya los precarios Movicom de esos años permitían asesorar a cierta distancia? En el BAPRO ciertamente no se lo veía mucho.
El propio Núñez, como homenaje a sus años de «vocero mudo», no suelta prenda cuando lo llamo por teléfono.
–Quería preguntarte sobre la historia de Cristina y Alberto –le digo.
–Te agradezco mucho, pero no tengo ganas de hablar del tema –responde, seco.
–Es una pregunta muy puntual.
–Te agradezco mucho, pero no tengo intención de hablar del tema.
–No contestes si no querés, pero dejame preguntarte.
–Te agradezco mucho, pero no tengo intención de hablar del tema.
Repite la misma frase como un contestador automático y finalmente corta la llamada. Un Núñez auténtico.
Decido entonces consultar a un amigo suyo, periodista, quien le traslada la pregunta y me trasmite lo que responde el vocero:
–En efecto, Alberto y Cristina se conocen desde antes de la relación de él con Kirchner. Pero no fue Miguel quien los presentó.
–¿Entonces cómo fue? –le pregunto.
El amigo de Núñez, que pide no ser identificado, cuenta:
–Fue en diciembre de 1995. Cristina acababa de asumir su banca y Alberto fue al Senado para explicarle al bloque del PJ los detalles de una ley referida a seguros que iba a tratarse por esos días. Él todavía era el superintendente de Seguros.
–O sea que la conoció medio año antes que a Kirchner, en esa reunión de bloque.
–Eso dice Núñez, sí.
Según el relato, CFK y Alberto solo intercambiaron algunas palabras ese día en el Senado.
Sin embargo, siempre conviene desconfiar de lo que cuentan los voceros. Veamos.
Héctor Maya, el ex colaborador de Alberto en la Superintendencia de Seguros que para ese entonces también era senador, jura:
–Qué raro, porque en diciembre de 2005 no hubo ninguna ley sobre seguros ni tampoco ninguna reunión de bloque a la que haya ido Alberto Fernández.
–¿Estás seguro? –le pregunto.
–Absolutamente –dice–. Imaginate que ese era mi tema, me tendría que haber enterado.
–Pero esa es la historia que cuenta Miguel Núñez.
–¿Él cuenta eso? Te aseguro que no fue así.
¿Por qué niega Núñez que los haya presentado a la jefa y su «cristino»? Imposible saberlo.
La historia del «casi antes» también tiene otros testimonios. El periodista Edgar Mainhard escribió en una nota del sitio Edición i en diciembre de 2005: «Aunque muchos lo ignoren, Alberto y Cristina llevan una década frecuentándose. Alberto se encontraba en el Grupo BAPRO y ella era diputada nacional cuando ya eran confidentes». Y luego volvía a afirmar: «Fernández conoció a Néstor Carlos Kirchner en sus días en Grupo BAPRO, y siempre le agradó, no duda en revelarlo, que desde el principio Kirchner le explicó sus ideas, brutal, sin vueltas: “Soy un peronista antimenemista, simpatizo con el progresismo y un día quiero ser Presidente de la Nación”. En verdad, Alberto Fernández ya lo sabía por comentarios de Cristina».
Cuando llamo a Mainhard, el periodista asegura:
–Ese dato lo tengo bien chequeado, se conocían desde antes ellos dos. Había muchas fuentes con las que yo hablaba, incluso un familiar de la ex de Alberto, Marcela Luchetti.
–¿A Alberto y CFK los presentó Miguel Núñez?
–Es muy posible. Recuerdo bien que Núñez «chapeaba» con su relación con Cristina, a mí fue él quien me sentó con ella.
Gabriel Brito, el arrepentido de la mafia de los medicamentos, además de procesado por ese caso, contó en el sitio Tribuna de Periodistas que una vez le preguntó al vocero Núñez si su jefa, de gran protagonismo en el Congreso de los años 90, imaginaba para sí misma una candidatura presidencial cuando aún nadie soñaba con la de su marido.
Brito dijo que Núñez le contestó sorprendido:
–¡Eso lo tenés que hablar con Alberto Fernández, él es su operador político!
En efecto, era un «cristino», como decían los «pingüinos» que reportaban al jefe y no a la subjefa que brillaba en Buenos Aires.
E igual de «cristino» era Núñez.
Es obvio, entonces, que CFK y Alberto entraron en contacto antes de que apareciera en escena Kirchner como último integrante de ese triángulo.
¡Si hasta compartían vocero!
Julio Bárbaro, también testigo y parte de esa fase embrionaria del kircnnerismo, me dice:
–No me queda claro quién presentó a quién, lo que sí sé es que Kirchner venía seguido a Buenos Aires mientras Cristina estaba en el Congreso y entonces había que entretenerlo al hombre.
–¿Qué significa eso? –pregunto.
–Eso, entretenerlo –dice Bárbaro–. Eran noches tediosas, en las que un grupito que lo acompañábamos a matar el tiempo en los bares o a cenar mientras esperaba que Cristina saliera del Congreso, siempre tarde, a veces a la 1 de la madrugada, por las votaciones. Ella después se nos unía.
–¿Quiénes eran?
–Los primeros en acompañarlo al hombre en esas noches fueron Argüello y Valdés, después me sumé yo y en algún momento empezó a aparecer Alberto, allá por 1996. Éramos amigos de la noche, nos juntábamos a cenar en El Mirasol de La Recova o en Teatriz, cerca del departamento de los Kirchner en Recoleta.
–¿Quiénes más iban?
–El grupo que te mencioné, y a veces se sumaban algunos más. Por ejemplo, Daniel Varizat, que también era senador, el que después atropelló a unos docentes con su camioneta en Santa Cruz.
–Lo recuerdo, sí.
–También estaban «El Negro» Rubén Ledesma, el «capo» del sindicato de Comercio en La Matanza, y el historiador Fernando Suárez. Y a veces aparecía Pichetto.
–¡No! ¿El compañero de fórmula de Macri?
–Bueno, antes de eso fue peronista Miguel Ángel.
Bárbaro se ríe.
Recuerda cómo se enfrió la relación entre Kirchner y uno de esos comensales noctámbulos cuando, ya elegido Presidente, le ofreció más de lo que el otro podía aceptar. Le dijo a Fernando Suárez que lo nombraba al frente de la ONABE, la oficina que administra las propiedades del Estado, una caja más que apetecible.
–Te estoy haciendo rico –le sonrió.
Suárez no supo cómo reaccionar en el momento, pero después se desahogó ante Bárbaro.
–Decile a Néstor que yo no me quiero hacer rico, ¿podés transmitírselo?
Su amigo cumplió el pedido.
Y dice que Kirchner masculló su incomprensión:
–Bueno, búsquenle otro cargo.
Sigue hablando Bárbaro:
–En ese grupo original, el más amigo de Néstor era Argüello, que era su hombre de confianza en la Capital. Pero después se cansó, decía que Kirchner no iba a llegar nunca a ser Presidente, que era un demente.
–Y ahí ganó protagonismo Alberto.
–Exacto, Alberto aprovechó ese hueco que había dejado Argüello y apostó. Y le salió bien.
Valdés, otro de los comensales, tiene una mirada parecida:
–¿Si Argüello se borró? Bueno, en realidad él nunca se dedicó «full-time» a Kirchner, no le daba tanta bola y no creía que pudiera ganar una elección.
–Y Alberto sí.
–Alberto sí. Y era una máquina como operador político, se lo ganó así a Néstor.
Vuelve a hablar Bárbaro:
–La ambición de Alberto era algo tremendo, se transparentaba. Muchas veces Kirchner le tuvo que parar el carro porque era una topadora. Le desconfiaba, pero a la vez lo necesitaba porque Alberto llegaba a lugares que él no: la Bolsa de Comercio, algunos empresarios y medios, el propio Duhalde cuando fue candidato del PJ o luego presidente...
Bárbaro recuerda que Kirchner una vez les dijo a él y a Fernández en el restorán Pedemonte:
–Ustedes son mis dos brazos.
Bárbaro, poco apegado a la «rosca», se sintió raro.
–Néstor, yo no soy un brazo... Conmigo podés debatir, pensar, todo lo que quieras. Pero, ¿qué brazo?
Alberto no dijo nada. ¿Cómo iba a ofenderlo ese comentario del jefe? Él no era un intelectual, sino un operador, un ejecutor de decisiones.
Las cenas y los cafés de esos tiempos invariablemente los pagaba Kirchner, que pasaba hasta dos días laborales a la semana en Buenos Aires con su esposa legisladora y sus nuevos amigos porteños. Ya se decía antimenemista, a pesar de que años antes había definido al caudillo riojano como «el mejor Presidente de la historia». Pero ahora no dependía más del poder central. Tenía caja propia, gracias a los famosos fondos de Santa Cruz que terminaron depositados en el extranjero sin que ningún opositor en la provincia estuviera al tanto de esa decisión. Esos fondos errantes eran fruto del resarcimiento que el Estado le había pagado a Santa Cruz en 1993 por regalías petroleras mal liquidadas y llegaron a ser más de 500 millones de dólares.
Había de sobra para las cenas en Buenos Aires, y también para empezar una campaña desde la nada misma. Pero el problema era que, fuera de la Patagonia, al candidato prácticamente no lo conocía nadie.
Recuerda Bárbaro:
–Esos tiempos de instalación fueron complicados. Íbamos a cenar a los restoranes porteños y la gente la saludaba a Cristina, pero no a Néstor.
–Ella era la conocida –le digo.
–Sí –sigue Bárbaro–. Ella daba sus discursos altisonantes en el Congreso e iba a los programas políticos de TV. Y a Kirchner no lo saludaba nadie. ¡No lo conocían!
Es cierto que CFK se destacaba. Tanto que, en su etapa como senadora, antes de saltar a la Cámara de Diputados, sus pares del bloque peronista la terminaron echando por su afán de protagonismo. No solo por sus dardos permanentes al gobierno de Menem cada vez que tomaba la palabra, sino también por una costumbre que enfurecía a sus pares: Cristina les filtraba el contenido de las reuniones reservadas del bloque a algunos periodistas de su confianza, acercados por Fernández y Núñez, y no había forma de mantener a salvo un secreto.
Primero los senadores decidieron jugar a las escondidas y no notificarla de las reuniones de bloque, pero ella aparecía igual, alertada por algún aliado clandestino que le pasaba el dato.
Luego cortaron por lo sano.
En mayo de 1997, su jefe Alasino la amonestó delante de todos en una reunión:
–Vos no podés tener infidencias sobre nuestra estrategia parlamentaria.
–El bloque no es un cuartel –levantó la voz ella–. Vos no sos el general Alasino ni yo soy la recluta Fernández.
Después del reto, y ya marginada del bloque, siguió votando en contra de las distintas iniciativas del menemismo que Alasino tenía la misión de cristalizar. Y finalmente, en diciembre de 1997, saltó a una banca de la Cámara de Diputados, elegida por Santa Cruz. Los senadores peronistas, con los que se había cansado de discutir, le organizaron una breve despedida en el recinto.
Héctor Maya pidió la palabra y dijo:
–Quiero agradecerle, senadora, porque usted también contribuyó a la reconciliación de muchos hogares argentinos.
–¿Sí? –se extrañó ella.
–Porque antes de conocerla, muchos de nosotros pensábamos que la peor mujer que nos podía tocar era la propia –dijo «Mayita».
Algunas risotadas retumbaron en el recinto. La senadora fingió no escucharlas.
Maya me cuenta que no sabe si ella le perdonó la humorada porque algún tiempo después, cuando él le presentó a su esposa, Cristina le dijo, de mujer a mujer:
–No sabés lo que es este, querida. ¡De lo peor!
Antes de irse de la Cámara alta, CFK se dio el gusto de ser elegida como la mejor senadora de 1997 por la revista El Parlamentario, una distinción que trajo polémica.
Rafael Flores, el rival de los Kirchner en su feudo austral, me explica:
–Con Cristina hubo un esfuerzo publicitario financiado por la provincia de Santa Cruz. Justo en el mes en que le dieron ese premio, la provincia compró 6000 ejemplares de la revista.
–Tal vez estaban tan contentos que compraron todos los ejemplares –le digo.
Flores se ofusca:
–¡Pero El Parlamentario nunca editó esa cantidad de ejemplares en su historia! Además, la orden de compra de la gobernación era anterior a la publicación de la revista.
–Ya veo.
–¡Es obvio que hubo un arreglo!
Al lado de la pirotecnia de CFK, claro, Kirchner parecía un ente fantasmal. Una sola persona le tenía fe al candidato en boxes. Era Alberto.
Ella, en cambio, fluctuaba entre el pesimismo y la esperanza, según el momento. Fernández escribió en su libro antes citado: «Cristina misma solía preocuparme, diciéndome que impulsar a Néstor en esa aventura ponía en riesgo el gobierno santacruceño».
Otras veces, sin embargo, ella se embalaba.
Como cuando tuvo un aparte con Bárbaro a la salida de un almuerzo con Kirchner en Teatriz:
–Julio, hablemos...
–Sí, Cristina.
–Te lo cuento a vos para que sepas. Va a ser primero él y después yo...
Hablaba de la Presidencia.
Me dice Bárbaro:
–¿Te das cuenta? Ya tenían todo decidido desde el principio.
Hay que detenerse en el audaz Fernández que en esos años se convirtió en brazo ejecutor de los Kirchner, primero acercándose a ella y luego a los dos. Como ya se dijo, era el vicepresidente del Grupo BAPRO, el holding de empresas estatales que gerenciaba el Banco Provincia. En ese cargo, como en el anterior que tuvo en el gobierno de Menem, también soportó contratiempos, aunque tardíos. Recién en 2002, cuando ya no ocupaba su estratégico sillón en la entidad, la Justicia investigó el modus operandi con el que el BAPRO otorgó a empresarios y particulares unos 42 mil préstamos por un total de 2400 millones de pesos, catalogados como incobrables. Ese rojo que terminó absorbiendo el Estado se conformó entre 1991 y 1999, con Fernández como testigo acaso incauto o protagonista en los últimos cuatro años. Y en paralelo a la investigación judicial, llevada adelante por la Unidad Funcional de Divisiones Complejas de La Plata, también una comisión bicameral de la Legislatura bonaerense se interesó por el asunto.
Varios gerentes del BAPRO fueron llamados a indagatoria y procesados, entre ellos Héctor Ferraro, quien declaró que la supuesta maniobra de vaciamiento de la institución se había hecho con la venia y el conocimiento del ex gobernador Duhalde y del ex titular del BAPRO, Rodolfo Frigeri. Al protegido de este último, Fernández, no lo mencionó.
En el expediente se hablaba de los supuestos delitos de peculado, fraude por abuso de confianza, autorización indebida y administración infiel. Pero la investigación, como sucede casi siempre, se terminó concentrando en los escalones más bajos de la cadena de mando. Y quedó sepultada en el olvido cuando Alberto y los Kirchner llegaron a la Casa Rosada en 2003, un año después de destapado el caso.
Las teorías conspirativas incluso sugieren que Graciela Ocaña le debe su primer cargo K, el de titular del PAMI, al hecho de haber husmeado en esa contabilidad de la banca bonaerense, sin llegar a hacer una denuncia. Según esa lectura, Fernández, rápido de reflejos, la entretuvo con otras tareas. Incomprobable.
El endeudamiento y rescate del BAPRO, una mala noticia para las arcas del Estado, no necesariamente lo era para los funcionarios que podían haberse enriquecido con ese desmanejo, ni tampoco para sus jefes políticos, sobre todo si se los participaba en las ganancias. Por más extraño que parezca, el gobernador Eduardo Duhalde empezó a delegar nuevas cajas y funciones en ese joven ambicioso al que ya llamaba «Beto».
Allá por 1998, ya con la certeza de que sería candidato presidencial, le pidió que organizara un frente «progre» del duhaldismo para retener a algunos de los muchos peronistas que emigraban al Frepaso de «Chacho» Álvarez, el socio de los radicales en la Alianza. Alberto no era «progre», pero tenía amigos que sí decían serlo. Enseguida incluyó a los Kirchner en la movida. Y aceptó la idea de Cristina de celebrar el encuentro fundacional en El Calafate, la patria chica K. Allí fueron Julio Bárbaro, Argüello, Valdés, Alberto Iribarne, Carlos Tomada, Eduardo Luis Duhalde –«El Bueno»–, «El Bebe» Righi, Carlos Kunkel, José Pampuro, Aníbal Fernández, Jorge Taiana, Juan Pablo Lohlé, Mario Cámpora y otros.
Una mezcla de PJ porteño, duhaldismo y kirchnerismo que le debe su nombre al lugar en el que tuvo su bautismo: Grupo Calafate.
La idea original de Alberto era inaugurar ese incipiente frente en la localidad de Tanti, en Córdoba, donde el BAPRO tiene cómodas instalaciones. Pero Cristina se salió con la suya. De lo contrario, ahora tal vez se estaría hablando del Grupo Tanti.
¿Cómo lo convenció ella? Fue en una reunión preparatoria que se organizó en el hotel Savoy de la avenida Callao, a pasos del Congreso, donde los elegidos por Alberto y aprobados por CFK departieron hasta bien entrada la noche, entre café y vino. Cristina se sentó al lado de su armador y no se separaron en toda la velada. Era la primera vez que los Fernández, ella y él, dejaban entrever esa confianza ante el resto de la tropa.
Kirchner no estaba: las reuniones con recién conocidos lo aburrían.
Uno de los presentes me dijo:
–A muchos nos impresionó la atención que ella le prestaba a Alberto. Fuera del círculo más cercano no se sabía que él influía tanto.
Ese armado «progre» organizado a las apuradas por un ex militante del nacionalismo de derecha se convertiría, tiempo después, en el esqueleto del albertismo, la rama porteña del kirchnerismo que rivalizaría con los «pingüinos» del Sur.
Pero volvamos a 1998. También en ese año, y acaso por la experiencia del BAPRO, provechosa para algunos, ruinosa para el Estado, Duhalde puso a Fernández como recaudador de su campaña presidencial. Y otra vez, todo terminó en escándalo cuando primero la Procuración de México y luego también el Congreso de los Estados Unidos se interesaron en un supuesto aporte de un millón de dólares del Cartel de Juárez para esa caja que controlaba Alberto. ¿Los «narcos» pusieron plata en la campaña de Duhalde? Eso afirmaban los libros contables de la organización que lograron secuestrar los investigadores. Según la pesquisa, el dinero se trianguló a través de la financiera Mercado Abierto, de Aldo Ducler, cercano al candidato a vicepresidente, Ramón «Palito» Ortega.
Fernández aprovechó este último vínculo para despegarse. El periodista argentino Andrés Oppenheimer, columnista del Miami Herald, escribió en su libro sobre el lavado de dinero en Latinoamérica, Ojos vendados: «El director de la Fundación Duhalde Presidente, Alberto Fernández, me confirmó que Ducler era un tipo muy cercano a “Palito”, el número dos de su equipo económico y uno de los recaudadores de la campaña, antes de que se uniera con la campaña de Duhalde. Es probable que Ducler hubiera recaudado fondos para Ortega».
Según el cajero Alberto, ni él ni Duhalde tenían nada que ver con el hecho. Pero Ducler, el dueño de Mercado Abierto, no solo era amigo de Ortega. Años después se demostraría que también manejó los famosos fondos de Santa Cruz que Kirchner depositó en la banca extranjera.
Durante 1999, mientras lo investigaban por su vínculo con el narcotráfico, ya Ducler trabajaba para el patagónico, que a su vez apoyaba la candidatura de Duhalde, para la que Alberto recaudaba.
Pero toda la culpa la tenían Ducler y «Palito».
Ya se sabe que esa elección no terminó bien para Duhalde, derrotado por la Alianza de Fernando de la Rúa y «Chacho» Álvarez, aunque al menos el peronismo pudo ganar la gobernación de Buenos Aires, un territorio clave. Allí, Carlos Ruckauf venció a Graciela Fernández Meijide luego de que sumara el apoyo de Domingo Cavallo. El que tejió ese acuerdo, a pedido de Duhalde, no fue otro que su estimado «Beto», quien conocía al ex superministro desde los tiempos en que se lo presentó Asseff, aquel viejo referente del nacionalismo.
Aunque ahora se dijera «progre», Fernández seguía siendo el de antes. ¿O alguien imagina a un progresista de verdad terciando entre Ruckauf y Cavallo? El ex ministro de Economía ya por entonces había olvidado las discrepancias que pudo haber tenido con él mientras estuvo al frente de la Superintendencia de Seguros y que se detallaron en el capítulo pasado. La memoria no es amiga del pragmatismo.
De esa época de cajero de Duhalde no solo conserva recuerdos difusos. También dos departamentos, adquiridos justo en esos meses. El primero queda en la avenida Callao 1960, en Recoleta, y lo compró en diciembre de 1999. El segundo, en la vereda de enfrente, Callao 1985, figura a su nombre desde julio de 2000. Ambas fechas pertenecen al breve interregno entre la campaña duhaldista y la asunción de Fernández como legislador porteño por una alianza entre el cavallismo y el PJ de la Capital.
Uno de sus mejores amigos del PJ porteño jura que lo escuchó dar este consejo por esos días:
–Muchachos, ahora, cuando hagamos la declaración jurada, hay que incluir todo. Si no, después quedamos pegados.
Un pensamiento revelador.
Como estaba por asumir su banca en la Legislatura porteña, debía blanquear todo lo que había adquirido. Pero, ¿cómo justificaba los dos departamentos flamantes?
El mismo amigo recién citado me dice:
–Alberto explicaba que había vendido el departamento que tenía en la avenida Santa Fe al 3300.
Pero no era cierto. Porque esa propiedad, adquirida en 1994, aún seguía figurando en su declaración jurada cuando me interesé por su mágica contabilidad en una investigación que llegó a la portada de la revista Noticias en julio de 2006, y que al entonces jefe de Gabinete le valió un simple llamado de atención de la Oficina Anticorrupción presidida por su amigo Abel Fleitas. En su descargo, Fernández arrancó escribiendo: «Como es de dominio público por una nota periodística...». Y luego enmendó los números que no cerraban.
En la actualidad, como candidato de CFK, ya no declara el departamento de la avenida Santa Fe, pero sí los dos de Callao. Los valúa en 165 mil y 225 mil dólares. Cuando investigué el tema me topé con varias sorpresas. Por ejemplo, el funcionario solo había presentado dos declaraciones juradas, las de 2003 y 2004, y faltaban todas las posteriores. Además, el tamaño de sus propiedades se achicaba de un año a otro, desafiando las leyes de la física. El departamento de Santa Fe disminuyó de 144 a 105 metros cuadrados. Y el de Callao 1985 se encogió de 223 a 175 metros. Del de Callao 1960 no había mayores datos porque lo había puesto a nombre de una sociedad anónima, un artilugio que suele usarse para evadir el impuesto a la riqueza, según los expertos.
Luis María Peña, el ex titular de la vieja DGI, me explicó: «Lo suelen hacer quienes no tienen manera de justificar una compra. Para que el precio de la propiedad no los deschave, lo ponen a nombre de una sociedad anónima».
Y había otro detalle curioso en esas declaraciones juradas: una deuda de Fernández con su madre Celia, por 130 mil pesos, unos 43 mil dólares de ese entonces. Las deudas, reales o ficticias, son una manera de declarar menos plata y aparentar honestidad.
Pero dejemos el resto de la contabilidad para más adelante y volvamos a aquel año 2000 en que Fernández llegó a la Legislatura porteña en una boleta encabezada por Cavallo como postulante a jefe del Gobierno de la ciudad. El candidato a vice era Gustavo Béliz y Alberto iba en el lugar número 11 de los apirantes a legisladores. Él sostiene que Kirchner no estaba de acuerdo con que formara parte de ese acuerdo entre el cavallismo y el PJ porteño porque creía que el ex superministro haría un papelón electoral y quería preservarlo a Alberto.
–Van a chocar –le decía.
–Vas a ver que no –respondía el otro.
Finalmente, Cavallo ocupó un digno segundo lugar detrás de Aníbal Ibarra y metió veinte diputados en la Legislatura. Y Kirchner admitió su error.
–Tenías razón, Alberto.
En la boleta, como suplente, también figuraba Elena Cruz, la veterana actriz y defensora pública del dictador Videla.
Cavallo tampoco era un desconocido para el gobernador de Santa Cruz. Los había presentado un abogado porteño que asesoraba a la provincia, Carlos Sánchez Herrera. Y el vínculo se había consolidado tanto que con frecuencia Néstor y «El Mingo» salían a cenar con sus mujeres, Cristina y Sonia, por los restoranes de Recoleta. Además, Cavallo lo había aconsejado en el tema de los fondos millonarios que el gobernador depositaría en el exterior. El ex superministro era un amigo y un punto de contacto más entre Néstor y Alberto.
En agosto de 2000, con Fernández recién asumido como legislador por la entente cavallo-peronista, Kirchner volvió a citarlo en la cafetería de la primera vez que se vieron, Ópera Prima.
Le puso plazo a su proyecto:
–Necesito que me acompañes porque quiero ser Presidente en 2003.
Alberto se mostró entusiasmado.
–Se terminó la hora de las aventuras –siguió Kirchner–, hay que acelerar a fondo. Te hablo a vos primero porque necesito tu ayuda acá en Buenos Aires.
–Contá conmigo –dijo Alberto.
–Si estás convencido –lo apuró Kirchner–, nos ponemos a trabajar hoy mismo.
Fernández sonrió satisfecho.
–A partir de este instante –dijo–, hay un diputado kirchnerista en la ciudad.
Él mismo me relató la escena por aquellos años.
Los primeros tiempos del candidato en ciernes y su ahora oficializado jefe de campaña no fueron sencillos. Kirchner, a pesar de su ímpetu, seguía siendo un personaje casi anónimo para el gran público porteño. El consultor Artemio López, que comenzó a acompañar a Kirchner por esos meses, se desesperaba por su alto índice de desconocimiento en las encuestas.
Artemio recuerda una escena que describe ese momento. Fue cuando salían del aeroparque Jorge Newbery tras un viaje con el candidato.
Un chico de la calle se acercó a Kirchner y le pidió:
–Señor, ¿no tiene algo para darme?
–Tomá –le entregó unas monedas el candidato, tras buscar en sus bolsillos.
El chico las contó. Era poca plata.
–¿Solo esto? –le dijo–. ¡Con toda la que te llevás, Tristán!
Los acompañantes de Kirchner se miraron, incómodos. Él no se rio.
Me dice Artemio:
–No, el «efecto Tristán» era algo terrible... ¡La gente lo confundía con ese actor!
¿Cómo llegó el encuestador a trabajar con Kirchner? Se conocieron en 2001, luego de que Artemio terminara una encuesta sobre Santa Cruz, encargada por Rafael Flores, el opositor de los K en su feudo. Además de la imagen e intención de voto de muchos políticos de la provincia, el trabajo incluía datos socioeconómicos como el nivel de desempleo, que multiplicaba por cuatro el que declaraba el gobernador Kirchner: 12 por ciento en vez de 3.
Artemio sostiene que su cliente Flores le dio luz verde para mostrarle esos números a quien quisiera.
–Me dijo: «Usalos tranquilo». Es un caballero...
Pero Flores lo niega:
–Mentira, esa encuesta no se la mostré ni a mi mujer, era ultrasecreta. Y él se la entregó a Kirchner.
Vuelve a hablar Artemio:
–Se la mostré en un café en Recoleta, en la plaza Vicente López. Y lo que más impresionó a Kirchner fue que le pegué con décimas a la intención de voto de Cristina a senadora.
–¿Cuánto le daba?
–62,3. Él no me creía en ese momento, pero tres meses después ella sacó ese porcentaje exacto. Qué pegada, ¿no?
Desde ese día, Artemio se convirtió en el encuestador estrella de los Kirchner. Hubo contratiempos al principio, como la vez en que un sondeo de fines de 2001 indicó que más del 60 por ciento de los encuestados no conocía al candidato patagónico. Alguien filtró esa estadística escalofriante a un diario de Río Gallegos. Y el pobre López tuvo que publicar una solicitada en otro diario de la provincia para negar que él fuera el autor de ese trabajo.
Tras el crack de diciembre de 2001, que se llevó puesto a De la Rúa y al otra vez superministro Cavallo, el inventor del «corralito» con el que empezó a desmoronarse su anterior engendro del «uno a uno», todo parecía posible. El río estaba revuelto y por decisión del Congreso acababa de asumir un peronista que solo duraría una semana como Presidente, Adolfo Rodríguez Saá.
Fue por esos días que Kirchner se entrevistó con él en la Casa Rosada y a la salida fue abordado por los movileros de la TV.
Les dijo:
–Quiero ser Presidente.
Solo Crónica TV le dio un lugar destacado a la frase en una de sus clásicas placas rojas.
«Kirchner será candidato».
Parecía un mal chiste. Porque nadie apostaba a que ese hombre desgarbado, estrábico y de hablar ceceoso pudiera cumplir su propósito. Nadie, salvo Alberto.
Cuando llegó a su departamento de Recoleta, Cristina lo estaba esperando furiosa.
Le dijo que había hecho el ridículo.
–Vos estás completamente loco –lo cruzó.
Pero Kirchner seguía encaprichado:
–Yo voy a ser Presidente.
Ella ya no sabía si seguir apostando.
–Vos sabés que del ridículo no se vuelve –le dijo–. No sé cómo vas a salir de esto.
La escena, de la que tiempo después se reirían, me la contó la propia Cristina una vez que Alberto me contactó con ella. Pero de eso hablaremos más adelante.
Cuando el puntano Rodríguez Saá cumplió su semanita en el poder y salió eyectado por la falta de respaldo de los gobernadores peronistas, el que asumió fue Duhalde, otra vez por encargo del Congreso y para completar el mandato interrumpido de De la Rúa. En busca de apoyos, sondeó a Kirchner, su aliado desde la campaña de 1999, para que ocupara la Jefatura de Gabinete. Era amigo de su ex cajero Fernández e integraba el Grupo Calafate. ¿Por qué no convocarlo?
Alberto vio en esa oferta una posibilidad y así lo cuenta en su libro.
–Tenés que agarrar –le decía–. Esto sirve para que te hagas conocido.
Pero Kirchner se negó:
–Yo no me voy a hacer conocido a cualquier precio, porque para eso mato a mi madre y me van a conocer todos mañana.
–Pero pensalo al menos...
–No, Alberto. ¿De qué sirve que me conozcan en medio de esta hecatombe?
Kirchner temía, en el fondo, que la crisis también se llevara puesto a Duhalde y que él, como jefe de Gabinete, quedara pegado a ese fracaso. No, ahora era el momento de esperar.
Julio Bárbaro recuerda que tampoco Cristina quería que su marido acompañara a Duhalde. Ella lo detestaba por su rústica imagen de bonaerense embarrado, de «mafioso», como le decía.
–A Néstor, que era un gran pragmático, lo divertían esos prejuicios de ella –dice Bárbaro.
Y recuerda la vez que Kirchner lo codeó en uno de los bares de Recoleta a los que iban.
–Mirá cómo la hago calentar a Cristina –le dijo y marcó el número de ella en su celular.
Cuando CFK atendió, le comunicó, divertido:
–Hola, Cristina. Te quería avisar que voy a aceptar la oferta de Duhalde para ser jefe de Gabinete.
Del otro lado se escuchó:
–Mirá, ya sé que es un chiste tuyo. Pero si llega a ser cierto, me divorcio y después te armo una línea interna en Santa Cruz.
Kirchner cortó y los dos amigos largaron la risotada.
Fue en aquel 2002 que el santacruceño sumó a quien terminaría siendo su canciller, Rafael Bielsa. El atildado rosarino venía de ser el titular de la Sindicatura General de la Nación (SIGEN) y había creado su propio partido para competir por la jefatura del Gobierno porteño, GESTA. Ya conocía a Néstor desde la década del 80, cuando los había presentado Jorge «El Topo» Devoto –un ex cuadro de Montoneros–, y ahora volvía a verlo gracias a su amigo Valdés.
Bielsa recuerda:
–Fue en mayo de ese año y Néstor ya decía que quería ser Presidente. Todos a su alrededor pensaban que estaba loco.
–Es que no medía ni 5 puntos aún –le digo.
–Medía 1,57 –se sonríe el ex canciller, dueño de una memoria prodigiosa.
Y sigue:
–Hacía rato que no lo veía. Hablamos mucho esa tarde, a solas, y me pareció un tipo audaz, que tenía en claro los problemas del país, que hablaba del orgullo de ser argentinos. Me dije: «Este es el tipo».
–Te convenció.
–Sí. Tanto que cuando salí de esa reunión, declaré que mi candidato a Presidente era Kirchner, independientemente de si me apoyaba o no para ser jefe del Gobierno porteño.
–Fue uno de los primeros apoyos para él.
–¡El primero! Salió en algunos medios. Y fue una decisión unilateral, que no consulté con la gente de mi partido. Algunos me llamaron para decirme: «Estás loco, ¿quién lo conoce a ese?».
De a poco, Kirchner iba sumando soldados, quijotescos al principio, interesados cuando ya las encuestas lo mostraban mejor.
Los menos de 2 puntos de intención de voto de los que habla Bielsa se fueron multiplicando con el correr de las semanas. Al publicista «Pepe» Albistur, convocado por Alberto, se agregó otro, Fernando Braga Menéndez. El candidato sumó entrevistas en los medios y afiches en la calle. Y también hubo cierta dosis de suerte, como cuando la carismática diputada radical Elisa «Lilita» Carrió, también lanzada a la Presidencia, pensó en Kirchner como su pata peronista en una posible fórmula. Hasta llegaron a compartir algún acto los dos juntos con Aníbal Ibarra, el jefe del Gobierno porteño, y pidieron por la caducidad de todos los mandatos, es decir, por una renovación total en las elecciones de 2003 que incluyera las bancas del Congreso. El audaz discurso lo escribió Cristina, lo corrigió Alberto, lo aprobó Kirchner y lo leyó «Lilita» en la Casa de Santa Cruz en suelo porteño, sobre la calle 25 de Mayo. Era el «que se vayan todos» hecho propuesta de campaña.
Si la aventura no prosperó fue porque Néstor no estaba dispuesto a ser segundo, aunque le vino bien la intensa exposición ganada al lado de Carrió, necesaria para hacerlo más conocido. A la luz de hoy, cuesta creer que la feroz opositora de los «Kerner», como siempre los llamó, hubiese estado a punto de pactar con ellos.
Ya mejor posicionado en la opinión pública, a mediados de 2002 se hacía evidente que el candidato venido de la Patagonia necesitaba el envión del gobierno, del macho alfa del peronismo de entonces: Duhalde. Era lo que aún le faltaba para tener una chance cierta. Del otro lado estaba Carlos Menem, el rival del bonaerense, que se proponía retomar el poder en las elecciones del año siguiente.
La primera opción de Duhalde para hacerle frente a Menem había sido Carlos Reutemann, pero el ex corredor de Fórmula Uno no aceptó. Tampoco el cordobés José Manuel de la Sota estaba resultando un buen plan, porque no medía lo suficiente. El Presidente interino necesitaba un delfín que estuviese a la altura. ¿Y quién mejor que Alberto, el nexo natural entre Duhalde y Kirchner, para volver a acercarlos?
Tras la negativa de Néstor a ocupar la Jefatura de Gabinete, la relación se había resentido. Pero Fernández se tenía fe. Sabía que ahora sí era negocio contar con el respaldo del líder que había hecho pie en medio de la crisis.
Cuenta su amigo Valdés:
–Alberto decía: «Yo voy a ser el que convenza a Duhalde de que Néstor es mejor candidato que De la Sota». Y Néstor le creía, si no tenía nada para perder...
–¿Y los otros?
–Los «pingüinos» del Sur se burlaban. Uno de ellos, Dante Dovena, que había sido diputado nacional, lo empezó a llamar «Paladino» a Alberto. Y prendió.
–¿«Paladino»?
–Por Jorge Daniel Paladino, aquel delegado personal de Perón que negoció un acuerdo con el dictador Lanusse en 1971 y que fue acusado de blando, y de favorecer a la otra parte. Se decía medio en broma que Paladino no era el representante de Perón ante Lanusse, sino de Lanusse ante Perón.
–Entiendo.
–Entonces, a Alberto los del Sur lo llamaban «Paladino» porque decían que no era el representante de Kirchner ante Duhalde, sino al revés.
–Le desconfiaban.
–Totalmente. Lo tenían para el cachetazo, lo consideraban un paracaidista. Y les terminó tapando la boca a todos.
Valdés recuerda que el momento de quiebre fue cuando Duhalde vio que De la Sota no despegaba en las encuestas para enfrentar a Menem, sino que incluso caía.
–Al principio –dice– la cosa estaba muy complicada. De la Sota medía 10 puntos y Néstor solo 2. Pero después el otro fue bajando, y Kirchner, de a poquito, ya estaba en 7.
Como cuenta Fernández en una entrevista, Duhalde lo convocó a la Quinta de Olivos en agosto de 2002.
Le explicó:
–Estoy en el peor de los mundos. Mi peor enemigo se va a presentar a las elecciones, el candidato que quiero me dijo que no y el otro que tengo no sube en las encuestas.
Se refería a Menem, Reutemann y De la Sota, en ese orden.
–Pero te queda Kirchner –le insistió Alberto.
Y le hizo saber que, de no ser elegido como delfín, Néstor se presentaría igual a las elecciones y le robaría votos decisivos a quien resultara el candidato oficial. Casi un chantaje.
–Pero ese no para de agredirme –pasó factura Duhalde, quien semanas antes había soportado que el patagónico hablara de «una debilidad muy grande» de su gobierno.
Ya por entonces, cuando Kirchner no conseguía lo que quería, pegaba.
Alberto se mostró comprensivo:
–Dejámelo a mí, voy a hablar. Pero tenemos que apurarnos para un acuerdo.
Duhalde aún no se comprometió a ninguna respuesta esa tarde. Era un «tal vez».
Enterado de las novedades, Kirchner no volvió a criticar al Presidente interino en público. Y encaró una tarea aún más difícil, la de convencer a CFK, la alérgica al «mafioso».
–Es la única forma de llegar –le machacaba en simultáneo con Alberto.
Ella los escuchaba resignada.
En su libro Sinceramente, contó que su marido incluso le pidió auxilio a Máximo para hacerla entrar en razones.
–¿Vos creés que los «milicos» tienen que ir presos por todo lo que hicieron? –le preguntó.
–Sí, obvio –contestó el hijo.
–¿Vos creés que este país necesita terminar con el tema de la deuda externa crónica y tener otra política económica, que genere trabajo? –siguió Néstor.
–Claro –dijo Máximo.
El padre concluyó:
–Bueno, entonces ayudame a convencer a tu vieja de que tenemos que cerrar con Duhalde. Si no, no ganamos.
El recuerdo de un Kirchner enemigo de los «milicos» suena a propaganda autobiográfica, aunque lo esencial de la anécdota sí es cierto: hasta CFK aceptó que arreglar con Duhalde era el único camino.
Mientras tanto, Alberto seguía intentando, enviando mensajes a sus contactos bonaerenses, reuniéndose y «rosqueando» con unos y otros.
En septiembre, un mes después de haber hablado con Duhalde, el perseverante operador al fin recibió la noticia tan deseada de boca del secretario general de la Presidencia.
Se la transmitió al jefe, eufórico:
–Acabo de hablar con «Pepe» Pampuro. Duhalde te va a recibir en Olivos.
El otro primero quedó mudo por la sorpresa.
Después sí, lo abrazó.
–¡Bien, Albertito!
Ese día, Fernández dejó de ser «Paladino» para convertirse definitivamente en el hombre clave de los Kirchner.
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