Kafka se encontraba con Hitler en el café de la calle Meiselgasse, dice una teoría originada en anotaciones de Max Brod. Esa versión del amigo y difusor del genial autor checo, creó la teoría literaria que Ricardo Piglia incluyó en su gran novela “Respiración Artificial”: durante aquellos presuntos encuentros ocurridos en 1910, sólo hablaba el joven pintor austríaco, mientras que su contertulio se limitaba a escuchar.
Si de verdad ocurrieron, esos encuentros en el café Arcos, de la entonces capital checoslovaca, podrían develar un gran misterio: la razón por la que Kafka pudo describir el totalitarismo antes de que el totalitarismo exista.
Lo hizo en “El Proceso”, cuyo personaje, Josef K, es víctima de uno de los rasgos esenciales del totalitarismo: el absurdo.
La novela se publicó en 1925, un año después de su muerte y contra su última voluntad. Pero habría sido escrita varios años antes. Está claro que cuando Kafka creó el laberinto absurdo en el que deambulaba desvalido Jósef K, todavía no existía el totalitarismo, sistema que poco después se adueñaría de Alemania y de la Unión Soviética.
El autor de “El Proceso” conoció el absurdo totalitario escuchando al delirante pintor austríaco que décadas más tarde creó el nazismo. Eso señala la teoría literaria.
COMPARACIÓN. Por su carácter absurdo, fue en la literatura y no en la politología donde mejor se explicaron otros rasgos del totalitarismo. Por caso, la capacidad de reinventar el pasado e imponerlo como versión única de la historia. Lo que en el III Reich se llamó, directamente, Ministerio de Propaganda y dirigió Goebbels, en la ficción de George Orwell se llamó Ministerio de la Verdad.
Allí trabaja Winston Smith, el personaje de la novela “1984”, y su tarea es, precisamente, reescribir la historia adecuándola a las necesidades del régimen.
Cuando la Unión Soviética empezó a desmoronarse, circulaba un chiste: una señora llama a la radio de Moscú y pregunta a los periodistas: “Ustedes que saben todo ¿saben cómo será el futuro? Sí –responde el periodista– con el futuro no hay problema, el problema es el pasado, que está cambiando constantemente”.
Por cierto, la reinvención del pasado es también absurda, pero es un rasgo particular, ergo, diferente de otros rasgos también absurdos del totalitarismo. Uno de los más monstruosos y definitorios del Estado en control total de la sociedad es la abolición de la intimidad.
Todo sistema totalitario se asienta sobre una vasta red de espionaje y la capacidad de imponer la delación mediante el miedo, con posibilidad de alcanzar a todos los habitantes.
La persona espiada, sabiéndose espiada, pierde su individualidad y se convierte en masa. La delación y el espionaje masivo acaban con el individuo, porque anulan la individualidad de las personas para controlarlas totalmente.
Es lo que muestra el cineasta alemán Henckel von Donnersmarck en “Das leven der anderen”. El agente de la Stasi, policía política de Alemania Oriental, Gerd Wiesler, convencido de cumplir un buen deber, plaga de micrófonos las viviendas de probables disidentes, auscultando la vida íntima de esas personas.
Pero la más novedosa y visionaria de las películas sobre el totalitarismo es “The Truman Show”. En ese film, Peter Weir denuncia el totalitarismo que viene, en el que ya no será el Estado quien controle la totalidad de la vida e interacción de las personas, sino la televisión.
Lo había vislumbrado Marshall McLuhan. El filósofo y profesor de literatura inglesa anticipó, sobre finales del sesenta, que en la “aldea global”, donde “el medio es el mensaje”, la realidad será lo que muestre la televisión, y lo que no muestre será lo inexistente.
Lo que no imaginó aquel lúcido canadiense es que también el totalitarismo se canalizaría a través de las pantallas. Es parte de la llamada “telerrealidad”, género aparecido en los noventa que incluye el programa creado por el holandés John de Mol y al que tuvo la cínica y brutal sinceridad de bautizar con el mismo nombre con que Orwell llamó al totalitarismo: The Big Brother.
HOY. En la novela del escritor británico, el “gran hermano” es el ojo que todo lo ve, la mirada que atraviesa las paredes y observa la intimidad. Y por su naturaleza, la intimidad tiene la particularidad de desaparecer al ser observada.
HOY. No hay individuo si no hay derecho a la intimidad. La mirada que llega a lo íntimo, junto con la intimidad hace desaparecer al individuo. Por eso se trata de un género televisivo esencialmente totalitario. Porque implica perder la libertad. De hecho, uno de los primeros realities se llamó De Gouden Kooi, lo que en flamenco significa “La jaula de oro”.
En el interior de la jaula de oro, junto con el individuo, desaparece su libertad.
En la metáfora cinematográfica de Peter Weir, un hombre nace y crece en un set de televisión, ignorando que su vida es un programa seguido por un océano de gente que se entrega al voyerismo, convirtiéndose en una masa de autómatas que reemplaza sus propias tristezas y alegrías por las de Truman Burbank, el personaje de ese reality.
La diferencia entre la ficción de Weir y la realidad de este género televisivo de creciente vigencia en el mundo y también en Argentina, es que quienes van a sacrificar su propia intimidad en el altar del rating, lo hacen por propia voluntad. ¿Por qué? Quizá porque son una de las más trágicas consecuencias del imperio de la atroz disyuntiva “éxito-fracaso”.
La española Rosa Montero afirma, en su libro “La loca de la casa”, que “en la sociedad mediática de hoy, el éxito no está relacionado con la gloria, sino con la fama, y la fama es la versión más barata, inestable y artificial del triunfo”.
La falsa disyuntiva éxito-fracaso reemplazó el cartesiano “pienso luego existo” por el desesperado “aparezco, luego existo”; “me ven, luego éxito”; y “si no aparezco y no me ven, no existo”.
Gente de apariencia “mononeuronal”, sin nada más que mostrar que su propia intimidad, vacía y carcomida por la mediocridad, sacrifica su libertad en el altar del rating. Se encierra sola en la “gouden kooi” para que una masa de autómatas voyeristas los vean y, al ser vistos, “existan”.
No hay diferencia entre el público de la ficción de Weir y el público real que espía por el ojo del Gran Hermano en los países donde se producen reality shows. Pero a diferencia de quienes por propia voluntad se denigran en la televisión actual, Truman Burbank no sabía que su vida era una ficción televisiva, y cuando lo descubrió, eligió la dignidad de ser libre, escapando del ojo invasor que le robaba la intimidad.
Los otros; esos que voluntariamente sacrifican libertad y dignidad para ser vistos, aunque sea en la versión más mediocre y vacía de sus existencias, se entregaron a lo que, con dura lucidez, el actor Miguel Ángel Solá definió como “un experimento nazi”.
por Claudio Fantini
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