Thursday 12 de December, 2024

OPINIóN | 30-07-2017 00:07

El macrismo en su laberinto: La impotencia de los políticos

El ministro de Hacienda Nicolás Dujovne es una de las caras del equipo económico que no acierta el rumbo.

Tanto los macristas y sus simpatizantes que culpan a Cristina, Axel Kicilloff y compañía por el estado nada bueno de la economía nacional, como los opositores que insisten en que es consecuencia de la ineptitud o peor del gobierno actual que a su entender ya debería haber resuelto todos los problemas que le dejó su antecesor, dan por descontado que los políticos están en condiciones de manipular virtualmente todas las variables. Si no logran hacerlo, es porque son malas personas a quienes no les importa el bienestar de la gente o farsantes que no saben nada.

Se trata de una ilusión conmovedora que, por cierto, no se limita a la Argentina. Es universal. En todas partes, los políticos tienen forzosamente que afirmarse capaces de convertir la economía local en una dínamo sin perjudicar a nadie con la eventual excepción de algunos corruptos parasitarios. Es por lo tanto natural que los deseosos de aprovechar el mal momento económico traten de hacer pensar que ellos sí entienden lo que hay que hacer para estimular la producción y el consumo, crear nuevos empleos, impedir que la inflación se desboque, garantizar que los subsidios sigan llegando a quienes los necesitan para vivir y asegurar que hasta los más pobres compartan la bonanza prevista.

No es ningún consuelo, pero en muchos países desarrollados están representándose dramas sociopolíticos que son muy similares al argentino. Gobiernos de derecha, centro e izquierda son blancos de críticas vitriólicas porque las tasas de crecimiento no son como las de antes, pero les está resultando sumamente difícil concretar los cambios que, en opinión de los especialistas en tales asuntos, los harían factibles. Sucede que la política se ha paralizado al agotarse las ideologías que dominaban el siglo XX sin que hayan surgido otras igualmente prometedoras.

El envejecimiento muy rápido de todas las sociedades occidentales, la irrupción de novedades tecnológicas que se encargan de trabajos aptos no sólo para obreros no calificados sino también para una franja cada vez mayor de profesionales de clase media, la competencia inexorable de los países asiáticos encabezados por China y otros factores han fortalecido el conservadurismo de los consustanciados con el progresismo de medio siglo atrás. Lo mismo que en Francia, Inglaterra, Estados Unidos y los demás países avanzados, aquí los reaccionarios son aquellos que defienden con uñas y dientes las conquistas sindicales y sociales de tiempos irremediablemente idos, cuando la realidad demográfica era otra y el poder innovador del Japón era más preocupante que aquel de China, un país con diez veces más habitantes que no había iniciado la expansión fenomenal que haría de la globalización una amenaza para aquellos, como la Argentina y Brasil, cuyas industrias no pueden competir en el mercado internacional.

Si todo va viento en popa, los políticos de raza se jactan de su sabiduría aun cuando el crecimiento que tanto los ha ayudado haya sido fruto de algo tan ajeno como el boom internacional de las commodities que, por un rato, hizo brillar el populismo latinoamericano hasta tal punto que el líder laborista británico Jeremy Corbyn y su equivalente español, el jefe de Podemos Pablo Iglesias, se las ingeniaron para ver en Hugo Chávez el pionero auténtico del “socialismo del siglo XXI”. Huelga decir que si se multiplican las dificultades mientras aún están en el poder, los beneficiados por burbujas que ya se han desinflado se ponen a rabiar contra la perversidad de quienes los critican por no haber entendido que en este mundo todo es pasajero y que en una época de vacas gordas conviene prepararse para enfrentar una de vacas muy flacas.

Para alcanzar sus objetivos personales, todos los políticos, trátense de eruditos o de ignorantes, tienen que brindar la impresión de creerse capaces de manejar la economía como si fuera una máquina. En tiempos como los nuestros en que se ha difundido la sensación angustiante de que fuerzas anónimas se han apoderado del mundo, les es necesario inspirar confianza. Si a un político se le ocurriera confesar que en el fondo todo depende de la capacidad de una sociedad determinada para adaptarse a circunstancias cambiantes y que lo mejor que podría hacer un gobierno es hacer suya una versión apócrifa del juramento hipocrático: “Lo primero es no hacer daño”, motivaría el desprecio de quienes le dirían que lo económico siempre debería subordinarse firmemente a lo político y que, de todos modos, responsabilizar a otros por los fracasos propios es vergonzoso.

Los macristas tuvieron la mala suerte de acceder al poder cuando el viento ya soplaba de frente pero el modelo K, si bien estaba a punto de caer en pedazos, aún se mantenía intacto. Desde el punto de vista de un halcón neoliberal, hubiera sido mejor que Daniel Scioli ganara las elecciones presidenciales para entonces encargarse de la debacle que se acercaba, facilitando así la tarea del gobierno siguiente que, como el de Eduardo Duhalde, hubiera podido llevar a cabo una serie de ajustes draconianos sin enfrentar mucha oposición.

De todos modos, para no asustar a la gente, al empezar su gestión Macri se abstuvo de informarnos que lo que había recibido de manos de los kirchneristas fue un desastre descomunal. Prefirió hablar como si sólo fuera cuestión de algunas distorsiones que podrían corregirse con un poco de sintonía fina. Fue un error muy grave.

A pesar de la constante ebullición superficial, en el fondo la sociedad argentina es muy conservadora. Lo es porque casi todos se aferran con tenacidad a lo que tienen por temor a caer en la miseria, lo que, en vista de lo que ha sucedido en las décadas últimas, es comprensible. Sin embargo, la resistencia generalizada a arriesgarse demasiado convive con el consenso de que muchísimo tendría que cambiar para que el país por fin entrara en una etapa prolongada de crecimiento vigoroso, como han hecho tantos otros en Europa, Asia e incluso América latina.

A menos que el país haya sufrido una de sus esporádicas crisis terminales, un gobierno de aspiraciones reformistas como el de Macri se expone a ataques en ambos flancos. Por un lado, lo acusan de condenar a muerte a sectores no competitivos, o sea, de castigar a los pobres que dependen de ellos; por el otro, lo critican por no hacer lo suficiente para impulsar cambios que servirían para desbloquear una economía que, por enésima vez, se muestra reacia a desarrollarse al ritmo deseado. Para quienes participan del movimiento de pinzas así supuesto, gradualismo es sinónimo de mediocridad, de falta de imaginación, mientras que cualquier ajuste, por cauto que sea, es tomado por una manifestación de saña neoliberal antipopular.

Cuando estaban por mudarse a la Casa Rosada y los edificios ministeriales aledaños, Mauricio Macri y sus colaboradores esperaban que inversiones procedentes del exterior les permitieran ahorrarse problemas sociales hasta que la decisión de privilegiar al campo comenzara a brindar los frutos previstos en la forma de recursos genuinos. Como estrategia, el esquema dista de ser malo, pero antes de tomar decisiones definitivas, los interesados en participar del eventual renacimiento económico argentino quieren asegurarse que el populismo está bien muerto, lo que ha dado a los partidarios del orden corporativista tradicional tiempo en que movilizarse en defensa de sus intereses particulares. Asimismo, por las consabidas razones políticas, el Gobierno se ha visto constreñido a concentrarse en impulsar el consumo con medidas que, según los puristas, son típicamente populistas y que, tarde o temprano, motivarán más problemas. Estarán en lo cierto quienes piensan de tal manera, pero si Macri optara por intentar cambios más drásticos que los ya ensayados, podría desatar un estallido social que se vería seguido por el retorno triunfal del populismo rencoroso.

Los macristas y sus aliados rezan para que una mayoría amplia entienda que, a menos que el país logre salir del orden corporativista en que lo dejó atrapado Juan Domingo Perón, le aguardará un futuro venezolano, pero parecería que la agonía convulsiva del chavismo no ha tenido un gran impacto aquí. Por lo demás, aunque el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, jura que la economía ha reanudado en crecimiento luego de años de letargo y que las iniciativas oficiales continuarán rindiendo sus frutos, sus afirmaciones en tal sentido desentonan. Se ha puesto de moda otra vez el negativismo no sólo entre los candidatos electorales que, claro está, se ven obligados a hablar pestes de lo hecho por el Gobierno, sino también entre los que, sin simpatizar en absoluto con el kirchnerismo o la izquierda dura, se sienten decepcionados porque Macri no ha cumplido todas sus promesas electorales.

Por desgracia, la oposición, liderada por Cristina, Sergio Massa, Florencio Randazzo y otros miembros de la gran familia peronista, además de izquierdistas y, a su manera, Margarita Stolbizer, no ofrece una alternativa nítida al proyecto macrista. Lo que quieren sus diversos integrantes es que la Argentina se enriquezca mucho en los años próximos pero que todo quede más o menos igual. Son contrarios al statu quo, eso sí, pero también son contrarios a los cambios sustanciales que serían precisos para que el país lo dejara atrás.

por James Neilson

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