Cuando tenía dos años y medio, Juan Manuel no hablaba, ni balbuceaba, a no ser por una situación excepcional. Su cuerpito blanco y redondeado era blando y parecía desparramarse, y hasta le costaba mantener la posición de sentado sin caerse de una silla. Ya conocía y dibujaba las letras del alfabeto perfectamente y podía contar del 1 al 99 tanto ascendente como descendentemente. Era el único momento en el que emitía sonidos, y eso lo hacía tremendamente feliz. El pasaje de un tren a dos cuadras de su casa le provocaba un llanto feroz, junto con un violento apretarse los oídos con ambas manitos. Ir por la calle era caminar tres pasos y frenar uno, en particular en zonas muy habitadas, y entrar a un shopping, una tarea imposible.
Juan Manuel miraba el ir y venir de las personas, escuchaba el ruido, se colgaba mirando las luces brillantes, no avanzaba. Se atenazaba contra el piso. A veces, optaba por tirarse cuerpo a tierra, panza apretada contra el suelo seguro, y llorar, llorar, llorar. Otras, giraba sobre sí mismo sin marearse nunca, sin caerse, con una risa interminable. Su mayor diversión era pasar no menos de dos horas (120 minutos, medidos por reloj), sobre la hamaca de una plaza, hundidito el mentón rosado sobre el pecho, mirando el piso, sonriéndose.
Juan Manuel es mi hijo. Hoy tiene diez años y ya no hace ninguna de esas cosas. Aunque los ruidos a veces siguen impresionándolo, confunde su pantorrilla con su talón y escribe en las carpetas “todojuntoypegadito”. Juan Manuel puede hacer cálculos mentales de tres cifras y programa juegos de computadora en un cuaderno pero, al mismo tiempo, aún no comprendió en qué consiste atarse los cordones de sus zapatillas y cuando no puede hacerlo, dice de sí mismo “nunca lo lograré”, llorando desconsoladamente.
En realidad sí lo va a lograr, porque Juan Manuel tiene algo que con tratamiento especializado ayuda a modular dificultades concretas, como esas mismas que, año tras año, fue suavizando y hasta eliminando de su vida. Es un problema poco conocido, pero que afecta a entre el 5% y el 15% de la población infantil, aún cuando no es diagnosticado: un desorden de la integración sensorial.
La integración sensorial es, en términos generales, el acto de organizar las sensaciones para su uso. Más estrictamente, es un proceso inconsciente del cerebro que organiza la información que detectan los sentidos, esto es vista, oído, tacto, gusto y olfato, a los que se le agregan dos más, que informan sobre la posición y el movimiento del propio cuerpo en el espacio (sentido propioceptivo) y sobre los efectos que tiene la gravedad de la Tierra y el equilibrio (sentido vestibular). Estas dificultades a nivel sensorio se traducen, con el tiempo, en dificultades a nivel de aprendizaje escolar e interacción social con los otros chicos de su edad. En los casos de los niños con Trastornos del Espectro Autista (TEA), 9 de cada 10 padecen algún tipo de desorden de la integración sensorial y hay quienes consideran que el problema está en la base misma de los TEA.
“Lo sensorial es la puerta de entrada de todo –resume María Rosa Nico, terapista ocupacional (TO) con 30 años de experiencia en el trabajo de atención clínica e instructora en el área de T.O pediátrica e Integración Sensorial-. No hay posibilidad de percepción del mundo sin un sistema sensorial bien integrado. Cuando hay problemas, la percepción es errónea y lo agradable se convierte en algo desagradable”.
La dificultades no provienen del hecho de que el chico carezca de alguno de sus sentidos, sino de que el sistema sensorial en su conjunto no está funcionando bien. “Es como tener una computadora nueva, de buena potencia, pero que arrastra un problema de software que le impide procesar la información en tiempo y forma. Eso hace que se cuelgue, que no pueda trabajar, aún cuando posea los mejores componentes de hardware. En el caso de un niño, si no tiene acceso a la información que le brindan sus siete sentidos, no podrá operar normalmente en el mundo”, ejemplifica Nico.
Sobre e hipoestimulación. Un chico con dificultades para percibir y saber cómo está su cuerpo en el mundo, qué lugar ocupa, cómo hacer frente a la fuerza de la gravedad, puede sentirse desorientado, salir corriendo hacia el lado opuesto al que sus compañeros en una carrera y tener un tono muscular tan bajo que se cansa ante el menor ejercicio físico. El resultado es que las actividades más comunes pueden convertirse en un esfuerzo sobrehumano, el mundo deviene en un caos de estímulos que entran todos al mismo tiempo sin orden ni concierto y entonces es necesario hacer un alto, parar, escaparse mentalmente, estimular esas áreas del cuerpo que no están enviando las señales que debieran con la suficiente fuerza (o calmarlas, si están trabajando demasiado intensamente). Caminar por un sendero angosto es angustiante, los fuegos artificiales el 31 de diciembre se escuchan como bombardeos, el puré es una pasta pegajosa que se adhiere al paladar y la lengua, un objeto que no se sabe dónde queda ni cómo se mueve dentro de la boca, y un pantalón de jean, una especie de arpillera que hace picar y arder la piel (hipersensible al tacto) con cada roce.
Y el chico no puede hablar, pero necesita hacer saber que todo eso está sucediendo y que está sufriendo. Necesita parar esa multitud de estímulos que no puede asimilar todos en patota: grita, se tapa los oídos, arroja juguetes contra la pared, llora. No es un inadaptado social. Ni odia a sus padres. Tampoco está tratando de llamar la atención por puro capricho. Está sufriendo. Cuando los estímulos desorganizados son desagradables pero soportables, puede recurrir a ciertas estrategias propias para calmarlos: girar sobre sí mismo, correr de un lado al otro de la casa sin parar, caminar en puntas de pie para estimular su sensación de contacto contra el suelo, mirar compulsivamente ruedas de juguetes girando. Perderse dentro de sí mismo.
“El autismo, por ejemplo, es en su base un descarrilamiento del aprendizaje durante el cual se asimilan conductas socioemocionales clave durante el apego -explica el psiquiatra infanto-juvenil Christian Plebst, uno de los mayores especialistas argentinos en TEA, y fundador de PANAACEA, Programa Argentino para Niños, Adolescentes y Adultos con Condiciones del Espectro Autista-. Al no ingresar y usar de manera masiva técnicas de regularización que calman esa tormenta de sensaciones que el niño siente de manera desordenada, el chico se aísla y establece conductas repetitivas que impiden o dificultan su desarrollo. Mediante un tratamiento que ayude a su integración sensorial esto puede suavizarse y la situación del chico mejora, y mucho”.
La integración sensorial da significado a las experiencias clasificando toda la información y seleccionando la importante para que podamos actuar o responder ante una situación. Es como un rompecabezas que une todas las piezas que van aportando los diferentes sentidos y que, en última instancia, fortalece la autoestima y la comprensión de las emociones, lo que a su vez mejora la relación con el mundo y con las otras personas.
Señales. Si un chico presenta dificultades de conducta, atención, aprendizaje o en la coordinación motora, lo mejor es hablarlo con el pediatra de cabecera y buscar asesoramiento con un Terapista Ocupacional (TO) formado en Integración Sensorial, para una evaluación. ¿Cuáles son las señales de alerta más comunes?
El niño se irrita fácilmente y llora sin motivo. Sufre o se enoja con ciertos cuidados de higiene, como lavarle la cabeza, cortarle el pelo, cepillarle los dientes, cortarle las uñas, limpiarle los oídos. El chico con trastornos sensoriales puede también mostrar fuertes preferencias o rechazo por ciertas prendas de vestir, sentirse molesto con los zapatos y preferir andar descalzo o, por el contrario, siempre con medias, por ejemplo. A menudo prefiere usar ropa de manga larga aunque tenga calor y es complejo que acepte variar sus prendas con los cambios de estación.
Suele pasar también que estos chicos rechacen tocar ciertos materiales como la arena o la plasticola, se niega a pintar con los dedos o jugar con masas, enchastrarse o tocar materiales pegajosos. Puede tender a evitar el contacto físico, sobre todo con personas que no son los padres y se muestra amenazado o reacciona exageradamente cuando lo tocan desde atrás.
La hora de comer suele ser un momento complicado para los chicos con trastornos sensoriales y hay señales de alerta muy típicas: que muestren preferencias extremas por ciertas comidas y un limitado repertorio de alimentos según texturas, temperaturas y/o sabores y olores.
Otra situación durante la cual prestar atención es el juego. Estos chicos prefieren (extremadamente) los juegos de dar vueltas, las hamacas y los plazas o parques de diversiones. Aunque puede pasar todo lo contrario y entonces evitan todo tipo de movimiento brusco y se disgustan con los que les resultan inesperados. Además, tienen dificultades para andar en triciclo o bicicleta, se cansan rápidamente cuando hace actividades físicas (parecen débiles) y son más torpes que los chicos de su misma edad. Un rasgo muy común es que se muestren temerosos y lentos al subir y bajar escaleras.
Los estímulos auditivos y los visuales tienen un gran impacto en el niño con mucha o poca sensibilidad sensorial. Es más sensible que otros a los sonidos fuertes o inesperados, se irrita o abruma en ambientes ruidosos, al punto de necesitar irse. La luz del sol es molesta y a veces hay miedos irracionales a la oscuridad en edades en las que todavía no son normales. Al momento de ir a la cama a dormir estan hiperactivos, aún cuando estén cansados, tienen problemas para conciliar o mantener el sueño y al otro día se levantan exhaustos.
Adultos. Hay muchos adultos con desórdenes de la integración sensorial nunca diagnosticados. “Los problemas se expresan, sobre todo, en su vida laboral. Quienes tienen problemas vertiginosos, por ejemplo, son menos eficientes, tardan mucho más tiempo en hacer una tarea, no pueden cumplir con el multitasking. Esa pobre integración de los sentidos también afecta a las emociones: son personas que sufren mucho más el estrés, son desorganizados, orientarse en el espacio para ellas es un verdadero problema y además suelen tener poca capacidad para mantener la atención”, explica Nico que, luego de 25 años en los Estados Unidos, cuando volvió al país en el año 2003 trabajó con sexólogos.
“Promiscuidad, eyaculación precoz, anorgasmia, dificultades para mantener relaciones sentimentales, pueden obedecer a desórdenes de integración sensorial, como los trastornos de ansiedad, la hiperactividad, las fobias, son personas obsesivas compulsivas que evitan ponerse en contacto con otros”, ejemplifica la especialista. Y aclara que todas estas situaciones tienen la posibilidad de mejorar, siempre a partir del tratamiento con terapista ocupacional entrenado y certificado para trabajar con técnicas de integración sensorial.
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