En Colombia, ni la disolución de los carteles de Medellín y Cali fueron el final del narcotráfico, ni la firma del acuerdo de paz con las FARC trajo la paz y el final de esa guerrilla. El narcotráfico de poderosos jeques como Pablo Escobar y los hermanos Rodríguez Orejuela, se trasladó a México, dejando en Colombia una estela de pequeños narcotraficantes que no ostentan riqueza ni andan rodeados de sicarios armados hasta los dientes. Es la generación de narcos “invisibles”, que cedió a los poderosos cárteles mexicanos el mercado norteamericano, pero conquistó el mercado europeo. Con esas mafias más discretas negocian las FARC residual.
La paz firmada con Timochenko fue importante. Implicó el desarme y la desmovilización de siete mil guerrilleros. Pero el asesinato de tres ecuatorianos, seguido por el secuestro de una joven y pareja ecuatoriana que viajaba por la frontera de Colombia en una moto, les avisó a los colombianos que aún hay guerrilla en el país. Además del Ejército de Liberación Nacional (ELN), están los mil doscientos combatientes que dieron la espalda a las negociaciones que se realizaban en La Habana y luego rechazaron el acuerdo con el gobierno y acusaron de traición a la cúpula de la vieja guerrilla.
Una de esas ramas de las FARC es la que comanda “Alias Guacho” y secuestro al periodista, el fotógrafo y el chofer del diario ecuatoriano El Comercio. Un triple asesinato cruel y sin sentido que, sumado al posterior secuestro de la pareja ecuatoriana que viajaba en moto, resalta las limitaciones del acuerdo de paz con el que Juan Manuel Santos ganó un Premio Nobel.
En el Estado colombiano de Nariño, las FARC residual manejan la frontera con Ecuador. Por esa línea fronteriza no sólo trafican cocaína, sino también lo que produce la minería ilegal y la trata de personas, realizando además tráfico de armas y de órganos. Y a este monstruoso trajín no lo inició ese chacal al que llaman Alias Guacho. Lo inició Tirofijo y lo continuaron sus sucesores.
Límites. La prueba de que la frontera colombo-ecuatoriana era parte del negocio de las FARC cuando a la guerrilla aún la comandaban los comandantes Luis Briceño, Alfonso Cano, Iván Ríos y Timochenko, es el ataque que ordenó Alvaro Uribe matando a Raúl Reyes en un campamento que estaba instalado dentro del territorio de Ecuador.
La llegada de Rafael Correa al Palacio de Carondelet favoreció esa presencia insurgente en el norte de Ecuador. Desde el gobierno de Jamil Mahuad, el pequeño país vecino de Colombia había reemplazado su antigua moneda, el Sucre, por el dólar norteamericano. Un incentivo para contrabandistas y narcotraficantes que necesitan lavar dinero.
El proceso de envilecimiento de las FARC comenzó tras la muerte de su fundador, Jacobo Arenas. Años más tarde, ya era una milicia enriquecida por la industrialización del secuestro y por el narcotráfico. Violaban derechos humanos en igual o mayor magnitud que los militares y los paramilitares, pero mantenían el discurso ideológico y la pose de insurgentes revolucionarios.
Los mil doscientos guerrilleros que quedaron en la selva, liderados por jefes como alias Guacho, son un residuo tóxico que ni siquiera hace el juego hipócrita de la ideología y la revolución. Contrabandea, trafica, secuestra y asesina sin piedad y sin rubor.
Pero los comandantes que cambiaron las armas por escaños y candidaturas, no son tan absolutamente lo contrario. Ellos, con Tirofijo a la cabeza, fueron los primeros en crear Gulags en la selva para acumular en condiciones infrahumanas a secuestrados que luego canjearían por dinero. Esos comandantes fueron los primeros en asociar con el narcotráfico a la vieja guerrilla marxista que había nacido en “la República de Marquetalia”.
Fuerzas. La guerrilla residual no podía ser otra cosa que una versión aún más criminal de la insurgencia que había envejecido y perdido sus valores fundacionales en la guerra más antigua y extraviada del continente. Los reconvertidos en políticos, ni siquiera tuvieron la prudencia de poner fin a la sigla de cuatro letras. Recurriendo a un ridículo juego de palabras, conservaron la sigla FARC como nombre de la nueva fuerza política. Y su primer prueba en las urnas les mostró con crudeza, hasta que punto su lucha armada carecía de representatividad en el cuerpo social. No llegaron ni al uno por ciento, por lo tanto, no obtuvieron bancas parlamentarias más allá de las diez que se apropiaron en el acuerdo que alcanzaron con el presidente Santos.
Rodrigo Londoño, que en la selva y con un Kalashnikov en la mano se llamaba Timoleón Jiménez, o Timochenko, desistió de presentarse como candidato a presidente aduciendo problemas delicados de salud. Puede que esté enfermo, pero aún estando sano habría buscado alguna excusa para no sufrir unipersonalmente una derrota tan abochornante como la sufrida colectivamente por el partido FARC en las legislativas.
Con la misma sigla en sus brazaletes, varios batallones mantienen su actividad militar en las selvas y al menos uno estableció el control de la frontera con Ecuador, imponiendo el terror de los dos lados. Igual que hace con la necesidad de realizar ajustes en la economía y con los tembladerales institucionales que provoca la corrupción, el presidente Lenin Moreno culpa a su antecesor. Y tiene lógica sospechar que, a pedido de Hugo Chávez, Correa hiciera la vista gorda para que las FARC pudieran tener bases selváticas en el lado ecuatoriano de la línea fronteriza. Posiblemente, Rafael Correa, quien a pesar de su carácter volcánico con el líder venezolano era suave como el terciopelo, también sabía que las FARC traficaban cocaína y lavaban dinero en la economía que él mantuvo dolarizada. Sin embargo, el presidente actual no puede culpar a su antecesor sin que esa culpa lo toque también a él.
En definitiva, Lenin Moreno no era un opositor de Correa, sino su vicepresidente. Nada menos.
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