Desde que inició una suerte de “sultanización”, el presidente turco Recep Tayyip Erdogán ha insinuado ser capaz de patear el tablero geoestratégico euroasiático. Su giro autoritario y las insinuaciones aumentaron vertiginosamente, desde la fallida rebelión golpista de un sector del ejército. Y una clara advertencia a la OTAN fue enviada desde San Petersburgo, donde Erdogán acudió a echarse en los brazos de Vladimir Putin.
Nueve meses antes del encuentro en el Palacio Konstantinovsky, Turquía había derribado un avión de combate ruso que se dirigía a bombardear a rebeldes en Siria. No había sido el primer incidente. Los F-16 turcos ya habían salido al cruce de un Sukhoi-24 ruso que bordeó su espacio aéreo.
El jefe del Kremlin contuvo su ira. Podría haber respondido devastando alguna base aérea turca, pero con frialdad siberiana y temple de ajedrecista, entendió que Erdogán se escudaba en la OTAN y no quiso correr el riesgo de una escalada de consecuencias impredecibles.
Al fin de cuentas, Putin había logrado imponer su agenda a Estados Unidos en la guerra siria, donde es Erdogán el que quedó en soledad. El ingreso ruso en el conflicto obligó a Washington a asumir en serio la responsabilidad de combatir a ISIS.
Hasta el momento, las acciones norteamericanas buscaban más proteger a sus aliados que devastar el “califato” genocida. Pero la decisión de Putin cambió el rumbo del conflicto, obligando a Obama a priorizar el fin de ISIS por sobre la caída de Bashar al Asad.
En ese punto, Erdogán se quedó solo en el escenario sirio. El presidente turco había priorizado la caída de Al Asad. Por eso colaboró con el fortalecimiento de la milicia que masacra a chiitas, alauitas, kurdos, hazidíes, drusos y todo lo que no sea sunismo salafista.
La intervención rusa, arrastrando a Estados Unidos en la misma dirección, terminará inexorablemente con el “califato” y minará la influencia de los que han ayudado a ISIS (Arabia Saudita, Qatar y Turquía), en la reconstrucción siria y en las negociaciones que definirán su futuro político.
La pregunta es por qué Turquía no buscó recomponer su posición desde su vínculo con Washington, en lugar de acercarse a Moscú. Una posible respuesta es que Erdogán se coloca por encima del Estado turco. La razón sería que prioriza su objetivo personal: la “sultanización” de su gobierno. Esa vía primero lo distanció del ala moderada del Partido Justicia y Desarrollo, y después lo enfrentó con Fetullah Gülen, el poderoso imán que impulsó y financió al islamismo moderado, para lograr por las urnas sacar del poder a la partidocracia laica.
El movimiento Hizmet y la inmensa de red de bancos, colegios y medios de comunicación que maneja Gülen, colaboraron para que Erdogán y Abdulá Gül pudieran llegar a la cima del poder, a pesar de la tradición laica que gravitó la política desde que Mustafá Kemal Atatürk fundara la república moderna en 1923.
Si con la complicidad de Estados Unidos, el ejército (custodio del orden laico) había derrocado mediante un golpe de estado al fundamentalista Necmettin Erbakan, quien había llegado al cargo de primer ministro tejiendo alianzas con el socialdemócrata Bülent Ecevit y la ambiciosa Tensu Ciller, estaba claro que el sistema no toleraría el gobierno de ningún partido religioso.
Gülen apoyó la idea de dejar de lado experimentos como el Partido del Bienestar y el Partido de la Felicidad, las fuerzas islamistas que había creado y liderado Erbakán, para apostar por fuerzas políticas que puedan equipararse a las democracias cristianas europeas. Pero Erdogán y Gülen pasaron sin escalas de aliados a enemigos, cuando el presidente sintió que su mentor en el giro moderado le disputaba el poder y lo presionaba desde el diario Zaman y desde el movimiento Hizmet, que para algunos es la versión musulmana del Opus Dei.
No sería descabellado que Washington y el poderoso imán que allí quedó exiliado, hayan tenido que ver con el fallido golpe. Tampoco sería descabellado que la haya impulsado el propio Erdogán, para justificar una ofensiva total contra sus adversarios y completar el giro autoritario.
El líder turco parece dispuesto a todo para alcanzar sus metas, incluso sacar a Turquía de la OTAN. Ese es el mensaje de advertencia que implica su acercamiento a Rusia.
Una alianza con Moscú sería un cambio sísmico del tablero geoestratégico. Su tamaño puede medirse a través de la ancestral rivalidad eslavo-turcomana que quedaría atrás. Una rivalidad que se remonta a las guerras entre cosacos y tártaros, y la conquista del Mar Negro por el príncipe Potemkin y Catalina la Grande.
Pero ¿qué gana Erdogán alineándose con Moscú? En Oriente Medio, minimizar la debilidad que le produce el vertiginoso retroceso de ISIS por las intervenciones de Rusia y Estados Unidos, y por la valerosa lucha de los kurdos. Por ejemplo cuando rusos, norteamericanos, sirios, kurdos e iraquíes, con el apoyo de Irán, terminen de borrar del mapa al califato, Turquía necesitará que Moscú la ayude a que no se forme un Estado kurdo en su frontera sur. Pero su salto a los brazos de Putin también es un mensaje gestual a Washington: si no le entrega al imán que está atrincherado en Pensilvania, podría patear el tablero de la OTAN.
por Claudio Fantini
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