Con una hora de retraso abordamos el avión de Air Koryo, la aerolínea de bandera del Estado norcoreano, la que más Tupolevs y Antonovs tiene en el planeta y una de las pocas que se atreve, todavía, a surcar los cielos con el Ilyushin a turbohélice, un antiguo modelo soviético que en otros países es, desde hace décadas, pieza de museo. Nuestro avión, un Ilyushin a turbina, tampoco parecía un modelo reciente; en lugar del consabido aviso de salida de emergencia, «Exit», había un pequeño cartel que anunciaba, impasible, un plan de evasión bastante más precario: «Escape Rope».
No es por culpa de aquella flota residual ni de aquel cartel inquietante que Air Koryo haya sido consagrada la única compañía aérea de una sola estrella, merecedora, durante cuatro años consecutivos, del título de «la peor aerolínea del mundo». Tal etiqueta, una de las tantas marcas superlativas que ostenta Corea del Norte, no evalúa la calidad del servicio ni el nivel de seguridad de sus aviones, tan buenos –o tan malos– como los de cualquier aerolínea promedio; apenas refleja el hecho menos estridente de que la empresa no es miembro de la Asociación Internacional de Transporte Aéreo y, en consecuencia, no paga la cuota de membrecía, no tiene programas de viajero frecuente ni de acumulación de millas y no está registrada en la Auditoría de Seguridad Operacional que certifica los aviones en uso. Son caprichos comerciales que no desvelan a los funcionarios norcoreanos: Air Koryo es una agencia del Ejército Popular de Corea y todos sus pilotos son oficiales en servicio activo de la Fuerza Aérea y por ello siempre listos para entrar en combate, de un momento a otro, en caso de que estallara una guerra.
Sin ayuda del personal a bordo, ocupado quizás en tareas más apremiantes durante todo el vuelo, ubiqué mi lugar: 17D, pasillo, al lado de un pasajero norcoreano que había corrido la cortina de tela celeste lo necesario para apoyar su frente sobre el vidrio de la ventanilla y dejarla allí, absorto en el paisaje abstracto de las nubes, hasta el aterrizaje. Saqué de mi bolso el ejemplar del semanario oficial The Pyongyang Times que había llevado para leer en el avión, lo doblé cuidando de que el pliegue no dividiese en dos la cara de Kim Jong Un que ilustraba la portada, una de las ofensas más graves que extranjeros y coreanos por igual pueden cometer, y esperé las demostraciones de seguridad, que nunca llegaron.
Las azafatas del vuelo Pekín-Pyongyang que yo había tomado para llegar al país en mi segundo viaje tenían las faldas más cortas que vi en Corea del Norte y la arrogancia natural que les infundía saberse internacionales en un país hermético. Sus pares de cabotaje, en cambio, no tenían ninguna de esas virtudes: apagadas y discretas, parecían mimetizadas con el avión. El vetusto Ilyushin aterrizó una hora y media después sobre una pista marchita a cuarenta kilómetros de Chongjin, la tercera ciudad más grande de Corea del Norte y la segunda en capacidad industrial, que visitaríamos el día siguiente. Aquella cinta de cemento era la única señal de que habíamos llegado al aeropuerto de Orang, una diminuta instalación militar bajo el control de la Fuerza Aérea que empezó a recibir vuelos comerciales de cabotaje en los últimos años. No había, en aquel terreno barroso y aislado, más comodidades que dos cubículos de cemento gemelos sin techo, de un metro de alto por un metro de ancho, a los que llegué guiada por la necesidad y de los que me aparté aconsejada por el olfato. Eran los baños, ambos equipados con los instrumentos estrictamente indispensables: una pileta de manos sin canillas y un agujero excavado en el piso de tierra.
Con los comprobantes del equipaje en mano nos mezclamos con la masa hirviente de pasajeros que esperaban bajo el sol, contenidos detrás de una soga atada a dos estacas de metal, la entrega de las valijas amontonadas en el piso. Rescatamos las nuestras a tiempo para darnos de frente con dos jóvenes formales, los guías norcoreanos, que no habían tenido dificultades para reconocernos; éramos los únicos extranjeros en el lugar si ignorábamos al ingeniero francés que, por tercera vez, iba a realizar tareas de reconocimiento en la zona para la organización humanitaria internacional en la que trabajaba.
A pocos metros de los baños ronroneaba el motor encendido de la combi. Las valijas iban a viajar con nosotros, amontonadas sobre las últimas filas de asientos, listas para caernos encima en cuanto convergieran el cemento agrietado de la ruta y la amortiguación vencida del vehículo. Tardamos tres horas en recorrer ochenta kilómetros hasta llegar a Hoeryong, donde nació Kim Jong Suk, la «madre de Corea», la abuela de Kim Jong Un. En el resto del mundo, esa ciudad es conocida por motivos mucho menos entrañables: allí funcionó el centro de prisioneros políticos más grande del país, el Campo 22, que el gobierno cerró en 2012 antes de abrir la zona a las visitas extranjeras.
Habíamos llegado a través de un camino de asfalto desvencijado que circulaba por el interior de los campos como un río seco; a un lado, sobre una franja angosta de pavimento que se interrumpía abruptamente para dar lugar a los pastizales cultivados, un grupo de obreros reparaba un bache calentando una pasta de material negro sobre una chapa acanalada como si estuvieran asando carne para el almuerzo. Volaban partículas de tierra y de pasto mientras abanicaban la masa burbujeante de alquitrán; los campos sembrados de maíz colgaban al borde de la ruta como en perchas y grupos de mujeres ordenadas en fila se pasaban de mano en mano las mazorcas recién recolectadas para dejarlas secar sobre el camino asfaltado.
–No tomen fotos, no está permitido, no pueden hacerlo –fue la primera, áspera indicación del señor Kim, uno de los dos guías, tan atribuible a su inglés destemplado como a su trato infrecuente con los extranjeros. Vestía la ropa de rigor: camisa rosa abrillantada, pantalón negro ceñido, zapatos a tono y un inmenso reloj de malla metálica en la muñeca derecha que tintineaba cada vez que su dueño gesticulaba con el micrófono de la combi.
–En Corea no usamos el nombre, usamos el apellido. Yo soy el señor Kim –iba a ser difícil acostumbrarse; su cara conservaba rastros de acné adolescente–. Tengo veinticuatro años, no tengo novia, trabajo como guía hace dos años y es la primera vez que me toca liderar un grupo occidental. Es un honor, gracias. Por favor, no tomen fotos.
Semejante confidencia podía parecer un alarde de soltería, o el tamaño de su esperanza nupcial. Era, en parte, ambas cosas. Por un lado, el señor Kim estaba acercándose al límite admisible para casarse en Corea del Norte, los treinta años, pero no era una plétora de novias ni tampoco su ausencia absoluta aquello que le impedía formar un hogar. Sus palabras revelaban que aún no había tenido relaciones sexuales, como tantos otros jóvenes de su edad. Los matrimonios en Corea del Norte siempre han sido arreglados por los padres, que solo exigen a sus hijos que permanezcan vírgenes hasta que ellos se pongan de acuerdo. Pero aun en los casos de bodas motivadas por amor, una moda demasiado reciente para volverse costumbre, el sexo prematrimonial es inaceptable e impracticable, sobre todo en el interior.
Pero no era ese, sin embargo, el aspecto más llamativo de su presentación. Al recitar su currículum, el señor Kim había revelado otra singularidad, quizá más difícil de asimilar: los únicos, poquísimos, extranjeros que llegan a esas tierras son chinos; gran parte de los habitantes locales jamás vio a un occidental en vivo. Nosotros íbamos a ser su debut.
Por Florencia Grieco*
@flowergrieco
*PERIODISTA especializada en temas internacionales
por Florencia Grieco*
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