Juliana Awada (CEDOC)

Los Expedientes Lindner: hoy, el pasado desconocido (y menemista) de Juliana Awada

Durante todo diciembre, NOTICIAS publicará investigaciones del jefe de Política y de la web de la revista. El presente capítulo pertenece al libro “Juliana” (Planeta, 2016).

Mauricio Macri estaba pasmado.

Su esposa acababa de saludar a uno de los personajes más polémicos de la Argentina con una familiaridad llamativa:

–¡Luisito! ¿Cómo te va, querido?

Y Luis Barrionuevo había devuelto la gentileza:

–¿Qué hacés, nena? Cada día más linda vos, ¿eh?

Corría septiembre de 2012 y estaban en la multitudinaria fiesta del sindicato de los gastronómicos en La Rural, a la que Barrionuevo había invitado al entonces jefe de Gobierno porteño y su primera dama.

Pero Macri no entendía lo que pasaba entre Juliana y el sindicalista. Risas, miradas cómplices, alguna broma picante. Era evidente que había confianza entre ellos. Y mucha.

–¿Pero ustedes de dónde se conocen? –los interrumpió Macri, casi celoso.

Barrionuevo, risueño, le contestó:

–No seas boludo, si ella nació en mi casa… Contale, nena, contale.

–Es verdad –dijo Awada–, Luis era muy amigo de papá. Le compró la casa que teníamos en Ballester cuando yo era chica.

–La casa donde nació ella –se rio el sindicalista–. ¿Sabés hace cuánto la conozco?

Macri no salía de su asombro. ¿La inmaculada Juliana era íntima de uno de los emblemas menemistas de los años ’90, el mismo que había inmortalizado aquello de que «tenemos que dejar de robar por dos años» para sacar el país adelante? Por lo visto, su princesa de cuento de hadas tenía un pasado que él desconocía.

–Mirá vos… –enmudeció Macri.

La escena me la contó el propio Barrionuevo y demuestra que Juliana efectivamente no salió de un repollo. Su familia, aunque hoy nadie lo recuerde, estaba muy cerca del poder menemista, de sus caras más visibles y del propio Carlos Menem, un viejo amigo de Abraham Awada, el padre de la primera dama.

Barrionuevo solía jugar al golf con Abraham en el club San Andrés, una costumbre que no perdieron ni siquiera cuando el padre de Awada dejó de tener un estado físico apto para ese deporte. En sus últimos años de vida, él acompañaba al resto de los amigos en un carrito de golf y se limitaba a darles charla, ya sin pegarle a la pelotita.

Entre hoyo y hoyo, Barrionuevo lo chicaneaba por la reciente relación de Juliana con Macri. Su vocabulario era soez:

–Qué braguetazo que se pegó tu hija, ¿eh?

–Callate vos –se molestaba el padre.

Los demás, todos peronistas, se sumaban a la broma.

–Terminó con un «gorila» la nena…

La casa de la anécdota, la misma en la que había nacido Juliana, se la compró Barrionuevo a Abraham en el verano de 1989, antes de que su hija cumpliera los 15. Queda sobre la calle Lange al 200, a pocas cuadras del centro de Villa Ballester. Es amplia, luminosa, con un parque cuidado y pileta, y sobresale por una particularidad: delante del garaje, pegada a la casa, hay una palmera que dificulta la entrada y salida del auto. La leyenda cuenta que la esposa de Abraham, Elsa Esther Baker, «Pomi», se encargaba hasta de encerar los baldosones de la vereda para que la propiedad luciera más imponente, un dato que Juliana repudia y desmiente.

–La casa la pagué 150 mil dólares –me dijo Barrionuevo–. Vale más que eso, pero Abraham quería venderla rápido porque los habían asaltado tres o cuatro veces y estaba buscando algo en la ciudad, un departamento.

–¿Abraham estaba conforme con el precio? –le pregunté.

–Agarró viaje. Todos los días tomábamos café frente al sindicato de Luz y Fuerza y él me insistía: «te vendo la casa», «te hago precio», «dale, comprámela». Y yo se la terminé comprando.

Barrionuevo cuenta que, una vez iniciada la transacción, el padre de Juliana tuvo un momento de duda. El gremialista ya le había dado 50 mil dólares de anticipo y Abraham se fue de viaje a Nueva York en medio de las tratativas. A su regreso le quiso devolver el dinero y cancelar la operación, argumentando que a él no le alcanzaba para comprarse el departamento porteño que tenía en vista. Pero era tarde.

–No, querido –lo frenó Barrionuevo–. Andá a la escribanía que ya te dejé los 100 mil que faltaban.

Abraham protestó un poco, pero terminó aceptando y la familia se mudó a un departamento de la Avenida del Libertador, frente al Hipódromo de Palermo. La historia demuestra que a los Awada, aunque ya tuvieran un relativamente buen pasar, no les sobraba el dinero. Para comprar una nueva casa tuvieron que vender la que tenían.

Así como compartía bromas y hacía malos negocios con Barrionuevo, Abraham también lo conocía bien a Menem. La amistad había empezado en los tiempos en que el riojano, siendo un joven estudiante de abogacía, paraba en la casa de Jadiye Awada cuando viajaba a Buenos Aires. Allí visitaba a Alejandro Tfeli, «Alito», quien en los años ‘90 terminaría siendo su médico presidencial. Jadiye era la madre de «Alito», la hermana de Abraham y una figura de peso en la colectividad musulmana local, y ambas familias, los Awada y los Menem, tenían un origen geográfico parecido: los padres del ex presidente habían llegado de Siria, y los de Abraham, del Líbano (tenía 3 años cuando arribó con ellos a la Argentina).

El padre de Juliana conocía no solamente a Menem, sino también a su esposa Zulema Yoma y a dos hermanos de ella: Emir, el mismo que protagonizó escándalos noventistas como el de la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia, y Amira, la de las valijas con supuestos narcodólares de esa misma época. El clan completo.

Zulema Yoma a su vez se hizo amiga de la esposa de Abraham, «Pomi» Baker, de ancestros también sirios, y esa relación continuó aun después de que la primera dama se divorciara de Menem. Y Juliana entabló un vínculo fluido con Zulemita, la hija del ex presidente.

A Abraham le gustaba difundir detalles de su amistad con el caudillo de las patillas. Por ejemplo, el viaje que en los años ‘80 hicieron juntos al desierto del Sahara, pero equipados como se debe. Cada vez que el entonces gobernador de La Rioja hablaba de la hazaña, Abraham acotaba, divertido:

–Sí, Carlos, nos fuimos al Sahara, pero en un coche con aire acondicionado…

Menem también estuvo invitado a la boda del hijo mayor de Abraham, Daniel Awada, «Kemel», quien en 1985 se casó con la modelo Patricia Fraccione. El riojano llegó acompañado de Zulema Yoma y lució el incomparable look que lo convirtió en blanco de las imitaciones de Mario Sapag: traje blanco y corbata y pañuelos rosados.

Menem lo había bautizado «Chapulín Colorado» a su amigo porque Abraham repetía la frase de aquel personaje de Roberto Gómez Bolaños: «No contaban con mi astucia». Así fue como, para el entorno del riojano, pasó a ser «el Chapulín» Awada. En los ’90 iba seguido a tomar el té a la quinta de Olivos, donde el anfitrión le convidaba los habanos que le mandaba Fidel Castro. Hablaban de política, fútbol y mujeres ante la inevitable presencia de «Alito» Tfeli, el sobrino de Abraham y médico de cabecera de Menem. A veces también compartían alguna mañana de golf en el club San Andrés o en otro llamado Los Cedros, conectado a la comunidad musulmana. Ninguno de los dos jugaba bien, pero se divertían.

El actor Alejandro Awada, uno de los cinco hijos de Abraham y «Pomi» y la oveja negra de la familia, recordó que Menem también estuvo en casa de sus padres:

–Hubo una comida en casa donde fue ese señor, pero yo no fui –dijo en un reportaje–. Sigue siendo un tema que nos diferencia.

En realidad fueron varias visitas y no solo una, primero en la casa de Villa Ballester y luego en el departamento de Palermo. Pero el hijo antimenemista del «Chapulín» Awada no se enteró o no quiso enterarse. La que sí estaba siempre sentada a la mesa en esos encuentros era la menor del clan, la bella y consentida Juliana, junto con toda la familia salvo Alejandro. A ella le causaba gracia aquel excéntrico personaje de acento norteño y carisma desbordante, aun mucho antes de que fuera presidente.

Menem la mimaba:

–Qué linda está tu hija, «Chapulín».

En cuanto a la ya mencionada amistad entre Juliana y Zulemita, lo cierto es que, aunque hoy se trate de un secreto de Estado, hay demasiados testigos de ese vínculo como para intentar desmentirlo.

Uno de ellos es el empresario Marcelo Open, vinculado sentimentalmente a la hija de Menem en una época.

–Eran amigas, sí –me dijo Open–. A veces salíamos a comer todos juntos, incluso después de que Menem fuera presidente.

El hermano del ex jefe de Estado, Eduardo Menem, también confirma esa relación aunque intenta poner algo de distancia donde sencillamente no la hubo.

–Zulemita y Juliana Awada se conocían, pero no sé si eran tanto como amigas –me dijo.

–¿Pero no se veían seguido? –le pregunté.

–Ah, eso sí –concedió el ex senador–. Andaban juntas.

A Zulemita, como a su madre Zulema y su tía Amira, por un tiempo le gustó vestir las prendas de la marca Awada. Luego se inclinó por la indumentaria de la modista Elsa Serrano, quien aún le está reclamando la deuda por los vestidos que la hija presidencial, conocida por su voracidad, se llevó sin pagar, argumentando que se trataba de un «canje».

A los Awada, más allá de la conexión que había logrado con Juliana, Zulemita los miraba con desprecio.

–Estos se llenaron de plata con papá –era el prejuicio que cada tanto repetía.

Marcelo Open, el empresario al que se la vinculó por un tiempo, dice que la tranquilizaba:

–Estás siendo injusta, son laburantes de verdad.

La cronología de los hechos indica que la explosión de la marca Awada se dio en los años menemistas, cuando Abraham y «Pomi» lograron abrir un local de venta al público en el selecto shopping Alto Palermo, a fines de 1993. Al año siguiente, a las prendas femeninas de Awada se le sumó la indumentaria para niños de Cheeky, la marca de Daniel, el hijo mayor, en el mismo paseo de compras. No cualquier recién llegado al negocio abría dos locales de la noche a la mañana en el Alto Palermo, pero los Awada tenían espaldas y también contactos en lo más alto del poder. Ninguna traba burocrática se interpuso en su camino.

En el caso de Cheeky, además, siempre se rumoreó que Daniel Awada contó con la colaboración económica de alguien que fue acusado públicamente de ser un testaferro de Menem. Se trata de Alberto Rossi, el marido de Zoraida Awada, una de las dos hermanas mayores de Juliana.

Rossi llegó al entorno del entonces presidente de la mano de su suegro Abraham, quien se lo presentó en una cena familiar. Es arquitecto, y rápidamente se hizo cargo primero de la remodelación de quinta de Olivos –mucho antes de que Juliana volviera a cambiarle la cara al lugar– y luego de las reformas de La Rosadita de Anillaco, la casa que el entonces presidente tenía en su terruño riojano.

También en Anillaco, el arquitecto Rossi construyó un paraje paradisíaco que parecía un hotel cinco estrellas, pero que no estaba abierto al público sino solamente a disposición de un único destinatario, Menem. Era como su segundo hogar, pero estaba a nombre de Rossi. Se llama Aguada de las Alturas, un claro homenaje al apellido de Abraham.

Para que se entienda: el hombre al que se acusó de ser testaferro de Menem, es decir, de encubrir la verdadera fortuna del ex presidente, es el cuñado de Juliana Awada.

Rossi tuvo su momento de mayor protagonismo mediático en octubre de 2001, cuando una cámara oculta del programa Telenoche Investiga lo dejó muy mal parado. En esa grabación, un personaje del submundo del menemismo, Ángel «Papito» Ramini, lo incriminaba a él y también a sí mismo en la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia y presentaba a la banda que conformaban ambos junto a otro arquitecto, Antonio Aguirre, con este nombre: «Somos los tres mosqueteros».

Ramini, que creía estar hablando con un potencial cliente privado y no con un periodista encubierto, también alardeó de los supuestos contactos que el grupo tenía con el traficante de armas y drogas sirio Monzer Al Kassar.

Y cuando le preguntaron por Rossi, no lo dudó:

–Es uno de los testaferros de Menem –dijo «Papito».

El arquitecto Aguirre, también grabado, coincidió con esa definición.

Tras la aparición de la cámara oculta, que sacudió al país, Rossi estuvo prófugo por dos largas semanas.

Cuando se entregó, fue interrogado por el juez federal Jorge Urso y dejado en libertad. Tanto él como «Papito» Ramini se defendieron con el mismo argumento: lo que se veía en aquella cámara oculta, dijeron, eran puras mentiras para impresionar a un potencial cliente.

–Me sorprendió la verborragia de Ramini –dijo Rossi–. En ese programa parecía dueño de todo, oro, armas…

«Chapulín» Awada, su suegro, también salió salpicado. Se insinuó que tenía un parentesco con el traficante sirio Monzer Al Kassar, o que al menos lo conocía.

Esto le preguntó a Rossi el periodista Jorge Urien Berri, del diario La Nación:

–¿Abraham Awada conoce a Al Kassar?

–No, y los Awada no son de Yabrud, Siria, sino de Balbec, Líbano –contestó Rossi.

La reveladora entrevista con el arquitecto de Menem siguió así.

–Alejandro Tfeli, el médico de Menem, ¿es pariente de los Awada?

–Es primo hermano de mi esposa y una persona maravillosa.

–Ramini y Aguirre aseguran que usted es uno de los testaferros de Menem.

–No soy testaferro de él ni de nadie.

–Aguirre dijo que hasta 1992 usted no tenía nada y que después prosperó mucho.

–Yo no vengo de un repollo. Pertenezco a una familia de clase media alta. Es cierto que mi casa la hice al poco tiempo de asumir Menem, pero antes tenía una casa en Maschwitz de 600 metros cubiertos y una hectárea de parque. Además tuve la suerte de casarme con una chica de la cual estoy muy enamorado y que pertenece a una clase económica acomodada.

–¿Presentó a la Justicia sus declaraciones juradas de bienes?

–Hasta el pago de facturas presenté. Y en mis declaraciones están incluidas las cuentas bancarias en el exterior. Se quedaron asombrados de que estuvieran declaradas.

Cuando Rossi hablaba de su esposa perteneciente a una clase acomodada estaba refiriéndose a Zoraida Awada. En cuanto a la casa que dijo que había construido al poco tiempo de asumir Menem, se trataba de un imponente chalet en el country Tortugas, valuado en 2 millones de dólares según las estimaciones del mercado. También «Alito» Tfeli, el médico de Menem, tenía una propiedad allí.

Los Awada y sus parientes políticos sin duda habían prosperado en los ’90.

Su origen, en cambio, fue bien humilde. Lo detalla una monografía de una de las herederas del clan, Nadine Awada, la hija de Daniel, el dueño de Cheeky. El trabajo está dedicado a su abuela «Pomi» Baker, lo presentó en la Universidad de Palermo en 2008 y se titula Historia de una luchadora. Arranca de esta forma: «La historia comenzó en la década del ‘30, con el inmigrante sirio Don Saleh Baker. Provenía de una familia de comerciantes en Siria, así que también se dedicó al comercio en Buenos Aires. Cuando llegó a nuestro país, un hombre no demasiado joven, la gente de su colectividad le comentó que había una familia de origen sirio con muchas mujeres. Le aconsejaron que fuera a la casa de los Yesi, en Lanús, seguro que iba a conseguir una novia allí. Así Saleh conoció a Julia, con quien se casó y tuvo cuatro hijos, la mayor, mi abuela “Pomi”».

En otro párrafo, Nadine suma un dato indiscreto sobre el inmigrante sirio que desposó a su abuela: «No solo se despegó de sus orígenes sino que en Siria también abandonó a su mujer e hijas», casi lo acusa.

La cuestión es que la joven «Pomi», nacida en 1936 y criada en un pueblo llamado Morse –cerca de Junín, la cuna de Eva Perón–, tomó clases de corte y confección y se graduó en una escuela pública. Sigue contando la monografía: «A pedido de Julia, que quería un mejor futuro para sus hijos, la familia Baker se mudó a Buenos Aires en los años ’50. Allí “Pomi” conoció a Abraham Awada, un soltero de 30 años quien al conocerla decidió cambiar el rumbo de su vida y asentarse…». La caracterización que la joven Nadine hace de su abuelo Abraham, casi un caso perdido al que solo «Pomi» pudo enderezar, es enternecedora.

«Al año siguiente –continúa–, en septiembre de 1953, se casaron. “Pomi” tenía 17 años. Esta pareja de recién casados compró un local en la calle Almirante Brown, en Villa Ballester, que tenía en el fondo un lugar para vivir. Así comenzaron tanto su vida matrimonial como comercial. Al local lo llamaron La Reinita y pusieron allí un comercio de ropa para chicos». Y de golpe, el imprevisto: un día, cuenta la improvisada biógrafa familiar, el proveedor que los abastecía de ropa, y que constituía la base del negocio, los dejó librados a su suerte. «Pomi» convirtió la crisis en oportunidad. Sin pensarlo demasiado, movida por la urgencia, tomó una de las prendas que le quedaban, la descosió y la estudió al detalle. Por fortuna tenía a mano unos rollos de telas que a Abraham le habían dado como parte de pago de una deuda. La nieta Nadine elogia a su abuela: «Tomó una iniciativa sin saber que estaba dando un paso que la marcaría por el resto de su vida… Desarmó uno de los vestiditos que más vendía, copió el molde e hizo una muestra… Como vio que le había salido perfecto, decidió cortar el resto de los géneros y transformarlos en más de esos vestiditos. Las ventas resultaron un éxito, y el margen de las ganancias, mucho mejor».

Así de fácil, explica la joven Awada, se levantan los cimientos de un imperio textil.

Continúa la monografía: «Tuvieron en esa época un golpe de suerte que usaron con mucho criterio. Los amigos de la calle Almirante Brown habían organizado una rifa, “Pomi” y Abraham se ganaron el premio mayor, un auto. Abraham no dudó en venderlo e invirtió todo el dinero en comprar más géneros».

Sí, el primer auto de la familia de la actual primera dama se lo ganaron en una rifa. Y no se lo quedaron. «A partir de entonces –sigue Nadine–, transformaron el taller del fondo en un taller, se mudaron a media cuadra y lanzaron una marca de ropa femenina, la cual recibió el nombre de Awada. Las prendas de Awada se vendían en cantidad y “Pomi” se sentía orgullosa de ver sus creaciones por la calle. Pero todavía quería ir por más. Awada había llegado a su techo como fabricante que vendía a boutiques y revendedores, por eso decidieron abrir un local de venta directa al público en el shopping Alto Palermo. Ese fue el primero de varios que existen hoy en día».

La monografía continúa así: «Los hijos de “Pomi” la han acompañado siempre en su trabajo. Primero fueron “Kemel” y Zoraida. Después de 18 años, “Kemel” volvió a las raíces familiares y comenzó a fabricar ropa de chicos, formando su propia empresa; Zoraida dejó la fábrica para ocuparse de su familia, pero unos años después se volvió a insertar; Juliana terminó el colegio y comenzó a trabajar con su madre; al poco tiempo, Leila también decidió unirse. Aunque cuenta con la ayuda de todas sus hijas, “Pomi” no deja de ir a trabajar ni un solo día, siendo la primera que llega y la última que se va».

La sobrina de Juliana Awada se permite cierto tono épico para finalizar su trabajo: «Hoy, “Pomi” tiene 72 años y es mucho lo que ha vivido. De la vida de campo se acomodó a la ciudad; de una tienda de barrio montó una empresa; tiene cinco hijos y por ahora trece nietos. Siempre hay mucho por delante cuando se trata de “Pomi” Awada. Para esta mujer, la vida es una etapa que recién empieza. Esta es la historia de “Pomi” Awada, esta es la historia de una luchadora».

El papel de Abraham –salvo por la decisión de vender el coche de la rifa– es meramente decorativo en esta feminista descripción de los hechos. Por algo el primer local familiar, como cuenta Nadine, se llamó La Reinita.

Pero Abraham y no su esposa era quien tenía de amigo a un presidente.

¿Cómo transcurrió la infancia de Juliana Awada en este ámbito de crecimiento comercial y sucesivos golpes de fortuna? Cuando llegó al mundo el 3 de abril de 1974, en el sanatorio del Instituto Argentino de Diagnóstico y Tratamiento, en la Ciudad de Buenos Aires, ya la economía familiar estaba encarrilada. Ella creció en la casa de la palmera de Villa Ballester, a los 6 años conoció el Disney World de Orlando, y al cumplir los 15, recién mudada con sus padres al nuevo departamento de Palermo –sus hermanos mayores ya se habían ido del hogar–, le regalaron un viaje por las principales capitales de Europa. Allí fue que se deslumbró con París y Londres, dos de sus lugares en el mundo.

La primera dama recordó esos tiempos en un reportaje.

–¿Alguna vez tuviste la sensación de que escaseaba el dinero? –le preguntaron.

–No, jamás –respondió–. Mi mamá y mi papá empezaron muy de abajo y cuando yo nací ya trabajaban desde hacía veintipico de años. Teníamos una casa linda, gente que nos atendía, íbamos a buenos colegios, yo tenía 6 años cuando me llevaron a Disney. Era más parecido a como yo crío a mis hijos. Jamás faltó nada.

Fue a un colegio inglés, el Chester College de Belgrano, y a los 18 se sumó a la empresa familiar, Awada, donde se dedicaría al diseño de las prendas. En los viajes a Europa que todos los años hacía con «Pomi» para inspirarse en las colecciones de París y Londres, la madre aprovechaba la tranquilidad de las horas de vuelo sobre el Atlántico para explicarle lo sacrificados que habían sido los comienzos.

–Me acuerdo de esos viajes con ella –contó Juliana en una entrevista con la periodista Any Ventura y empezó a lagrimear sin remedio–. Me contaba su infancia, y que había pensado en estudiar, pero no podía porque la mandaban a trabajar. Esas cosas son fuertes.

–Tu mamá viene de una familia de mayores carencias.

–Sí, por supuesto, porque el papá era inmigrante sirio. Cuando a veces veo la fuerza que tiene mamá me digo: ¡qué admirable! Porque es una persona que tuvo la suerte que tuvimos mis hermanos y yo. Siempre su mayor preocupación fue trabajar y trabajar para poder darles a todos sus hijos lo que ella no tuvo.

¿Y Abraham? Bien, gracias.

–A mi papá lo adoro –trató de compensar la entrevistada–, es una mezcla de papá y abuelo. Pero me emociono por mi mamá, mi relación más fuerte es con ella, es mi referente.

¿Por qué lo de «papá y abuelo»? Abraham tenía ya 54 cuando nació Juliana, y le llevaba 14 años a su esposa.

Alejandro Awada, el actor K, contó que en realidad la infancia de los hermanos mayores de Juliana no fue tan placentera.

–Somos cinco nosotros y ella es la mejor de todos. Porque ella ligó bien, es la más chica –dijo riendo en un reportaje televisivo–. Fue la más mimada de todos, ¿eh?

–¿De tu infancia qué recordás? –le preguntaron.

Alejandro Awada fue pura sinceridad:

–Nosotros vivíamos en una casa pequeña. Tanto Leila como Juliana faltaba mucho para que nacieran. Yo dormía con mis dos hermanos, en el medio y ellos a los costados. Y tenía miedo, me agarraba de la mano de ellos.

La espaciosa casa de la palmera en la calle Lange aún quedaba lejos. Los tres hermanos, Daniel, Alejandro y Zoraida, dormían amontonados en un mismo colchón en un ambiente al fondo del negocio familiar, La Reinita.

El hermano mayor de Juliana también contó que la primera empleada doméstica que tuvieron, una entrerriana llamada Hortensia, fue la que en buena medida lo crió a él porque su madre no paraba de trabajar un minuto.

–Yo era muy rubio de niño, y ella me llamaba «mi negrito» –dijo–. Puro amor fue esa mujer conmigo.

Hay otra entrevista, reveladora, que la revista dominical del diario La Nación le hizo a «las Awada», como las llamaron en el título: Juliana, su hermana Zoraida y su madre «Pomi» Baker, las tres en la empresa familiar. Data de octubre de 2009, cuando Juliana aún no se había transformado en un personaje público por su relación con Macri.

En ese reportaje arrancó Zoraida:

–Nosotros crecimos con una madre trabajó siempre. Nuestros juegos tenían que ver con acompañarla a la fábrica y pasar más tiempo con ella. Pero cada una se sumó a la empresa por elección propia. Las dos a los 18.

Luego continuó Juliana:

–Nuestro hermano Daniel también siguió este camino y fundó la marca de ropa infantil Cheeky. Pero nuestros otros dos hermanos siguieron diferentes caminos: Leila es artista plástica y Alejandro, actor.

Los cuadros de Leila hoy decoran la quinta de Olivos, al igual que los de Gimena Macri, la hija de Mauricio que también pinta.

«Pomi», la madre, se sumó a la charla de las Awada:

–Soy controladora. Lo reconozco, pero no lo puedo evitar. En la balanza, trabajar juntas es positivo. El vínculo es mucho más fuerte.

–También a veces discutimos –acotó Zoraida–, porque no hay filtro… Hay más confianza.

–Quizás a un jefe –rio la madre– ellas no le podrían decir: «Por favor, hablá más bajo porque tu carácter es insoportable, no te aguanto».

Juliana terció:

–Ella está en esto desde hace 50 años y es muy difícil cambiarle algunas cosas. Es divina, buenísima, pero a veces tiene una manera difícil de decir las cosas: viene corriendo desde su oficina a los gritos… Nosotros la conocemos y nos reímos.

–¿Cómo fueron los comienzos? –preguntó el entrevistador.

–Lo primero que hicimos fue ropa para chicos en los años ’50 –contestó la madre–. Después pasamos al prêt-à-porter, al por mayor. A fines de la década del ’80 llegamos como marca al público.

Zoraida intervino:

–En las vacaciones íbamos a la fábrica. Yo les mostraba a los clientes las prendas de la colección de invierno. Juliana andaba por ahí cosiendo ropa para sus Barbies.

–¿Lo mejor de este trabajo? –fue la siguiente pregunta.

–Los viajes –no lo dudó Zoraida.

Y «Pomi» dijo:

–Se dan esas cenas largas con charlas profundas, que pueden ir del llanto a la risa.

Juliana, no tan comprometida, opinó:

–También, la libertad. Nos vamos temprano cuando podemos. Por ejemplo, los viernes con Zoraida nos vamos a jugar al golf. Mamá siempre nos cubre.

«Pomi» suspiró, como pasando factura:

–Yo adoro mi trabajo. De lunes a viernes estoy feliz dentro de la empresa. Soy la primera en llegar y la última en irme.

Claro, a la madre nadie la cubría.

–¿El criterio estético es mandato familiar? –siguió el cuestionario.

–Es muy importante para las tres –dijo «Pomi»–. No solo con la ropa, sino con las casas, las mesas que ponemos, todo.

Juliana, tentada, le confesó a su madre:

–Con Leila, cuando no estabas, siempre nos metíamos en tus placares y jugábamos con tus zapatos, guantes, sombreros, pieles… Mamá era una diosa cuando se producía.

«Pomi» agregó:

–¿Te querés reír? Una vez me quedé cuidando a mi nieta Valentina cuando tenía 6 años. Y cuando la voy a vestir me dice: «¿Pero no ves que la bombacha no combina con el pijama?».

Valentina es la hija mayor de Juliana, fruto de su relación con un empresario belga, como se detallará más adelante.

«Pomi» siguió con la entrevista: explicó que la empresa Awada concentraba las áreas de diseño, corte, venta y distribución en el impactante edificio de tres pisos y 2000 metros cuadrados que construyeron especialmente para la firma en los años ’90, sobre la calle Soler, en Palermo Viejo. Allí trabajan unos 80 empleados.

Zoraida, a cargo de la comercialización, dijo:

–Tenemos ocho locales propios y siete franquicias. Y realizamos ventas al por mayor para marcas de todo el país.

Juliana, la jefa de los diseñadores, definió el target de la marca:

–Mujeres de 20 a 70, pero fuerte en el segmento de 30 a 50. Son mujeres activas, mamás, profesionales, con vida social, a las que les gusta estar bien vestidas y cómodas.

–La empresa –completó Zoraida– siempre está en crecimiento. Podríamos expandirnos más, pero no nos interesa. Queremos conservar este clima familiar en el que trabajamos. Trabajar para vivir y no vivir para trabajar.

Todas coincidieron.

Ese «clima familiar» es el que hizo posible, por ejemplo, que la firma decidiera no hacer públicas sus ganancias desde 2012, cuando ya el matrimonio de Juliana con Macri se había consumado y la convertía a ella en blanco del interés periodístico. Ese año, el último del que se tienen datos, declararon una facturación de 25 millones de pesos.

La misma informalidad permitió que Juliana no estuviera inscrita en los registros de la AFIP hasta 2004, a sus 29 años, cuando había trabajado desde los 18. Durante más de una década fue un fantasma para el fisco.

¿Tuvo un sueldo mientras se ocupó no solo del diseño de las prendas, sino también de la imagen y comunicación de la marca? Ella lo niega, insólitamente:

–No, he tenido la suerte de que mis padres me han ayudado –afirmó en un reportaje.

La zona gris se sigue extendiendo. Al diario ABC de España le confirmó que había dejado su trabajo en la empresa para abocarse a sus tareas de primera dama. Ante la revista Noticias, en cambio, habló de una colaboración part time: «No es que me desligué del todo. Paso unas horas, estoy con el equipo de diseño, pero priorizo adaptarme a mi nueva situación». En la empresa deslizan que hoy tampoco cobra un sueldo a pesar de esa ayuda.

¿Es accionista? Según ella, no. De hecho, en una entrevista de junio de 2015, en medio de la campaña electoral, le explicó a la revista Viva que ya no era parte de la marca Awada cuando la consultaron por el incómodo tema de las denuncias de trabajo esclavo y talleres clandestinos que siempre pesaron sobre esa firma y también sobre la de su hermano Daniel, Cheeky. «Decían que yo era la dueña de Cheeky y no lo soy. Tampoco de Awada: colaboré y trabajé durante años en esa empresa, que es de mi madre», dijo.

Curioso: Juliana llegó a ser vicepresidenta de Awada –hasta 2012–, pero jura que no cobraba un sueldo ni es accionista. Solamente «colaboró», como dice ella, y ahora lo sigue haciendo gratuitamente en los ratos que le quedan. O ya no, según el medio periodístico con el que esté hablando.

Es una suerte para todos los Awada que la AFIP hoy esté en manos de un funcionario del PRO, Alberto Abad, dueño de un apellido cuya resonancia además le transmite cierta tranquilidad a la familia política del Presidente. Además, Abad también supo ser menemista, como los Awada.

¿Qué piensa Macri de las antiguas amistades de la familia de su esposa? Aunque se haya mostrado algo sorprendido en un principio –no al extremo de escandalizarse–, la verdad es que tampoco él ni su clan pasarían el test de la pureza. Los negocios de su padre Franco en los ’90 y la fina sintonía que tenía con el menemismo son datos que no por repetidos dejan de ser ciertos. «Gran transformador» llamó Mauricio en esa época al presidente riojano. Y más de una vez analizó presentarse en alguna boleta menemista en la provincia de Misiones, apadrinado por el ex gobernador de esas tierras, Ramón Puerta.

Su desembarco en la presidencia de Boca en aquellos años también contó con la luz verde de Menem, a tal punto que el propio Luis Barrionuevo fue parte del andamiaje que lo ayudó a cumplir ese objetivo.

El sindicalista tiene buena memoria:

–A Mauricio lo conozco desde que él era un pibe –me dijo–. ¿Sabés las veces que vino con el padre a charlar a mi oficina? Ahí mismo donde estás sentado vos.

–¿Por qué cree que se sorprendió Macri cuando supo que usted era amigo de Juliana? –le pregunté.

–¿Vos pensás que se sorprendió tanto? –se sonrió Barrionuevo–. Acá nos conocemos todos, hermano…

Un dato más une las biografías paralelas del Presidente y su primera dama y es que ninguno de los dos puede aladear de un apellido con prosapia. Porque, así como los Awada empezaron desde tan abajo que quisieran no recordarlo, también Franco, el patriarca de los Macri, erigió un imperio multimillonario luego de haber comenzado como un inmigrante italiano casi iletrado y albañil. Las fortunas de unos y los otros por cierto aún difieren mucho. O ya no: porque ahora, gracias a Juliana, las dos familias son una sola.

La de Franco Macri, quien llegó a tener –según la revista norteamericana Forbes– más de 700 millones de dólares, y la de Abraham Awada, el mismo que debió malvender una casa para mudarse a otro lugar.

Un viejo amigo del padre del Presidente me confió:

–Franco al principio los miraba de reojo a los Awada. Decía que eran unos turcos comerciantes que nunca habían hecho plata de verdad.

–¿Y ahora? –le pregunté.

–Ahora ya está resignado –dijo el amigo de Franco–. Es lo que su hijo eligió.

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