No es descabellado sospechar que el plan de Barak Obama procura –o al menos incluye– derribar el régimen de Bashar al Assad. ¿Cómo? Posicionando ejércitos árabes contrarios al eje Teherán-Damasco-Hizbolá en el territorio sirio de donde se extirpe al Estado Islámico (EI). Y, usando como fuerza terrestre local al llamado Ejército Libre de Siria (ELS), la agrupación rebelde que representa a los sunitas moderados enfrentados al régimen alauita, sin aliarse con el extremismo salafista y wahabita.
Con la presencia de otros ejércitos árabes, el ELS puede afianzarse en esa franja territorial que contiene yacimientos petrolíferos y, en una segunda etapa, avanzar hacia Damasco para derribar la dinastía Assad.
Si Washington no tuviera esa intención, es difícil comprender por qué su plan no contempla un entendimiento con el gobierno sirio para combatir al EI. Debería reconocerle, al menos, representar a la comunidad alauita y a las minorías cristianas y drusa, que también prefieren un poder secular antes que el sunismo religioso de la Hermandad Musulmana o el extremismo salafista.
Que Washington y Damasco estén parados en veredas opuestas no debería impedir un entendimiento para enfrentar a un enemigo inmensamente peor. Roosevelt y Churchill se aliaron con Stalin para vencer a los nazis, mientras que los comunistas de Mao Tse-tung cerraron filas con el ejército nacionalista de Chiang Kai-shek para enfrentar la ocupación japonesa de Manchuria.
Después vino la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y la guerra civil entre el Ejército Rojo y el gobierno del Kuomintang, pero primero acordaron contra un enemigo que era prioridad derrotar.
Si Obama diera un lugar al ejército sirio en su guerra contra el EI, su plan eliminaría sospechas, aunque generaría la dificultad de acordar bajo control de quién quedarían las tierras liberadas. También resultaría menos atractivo para los gobiernos egipcio, saudita, turco y qatarí, deseosos de desarticular el eje chiíta. Gobiernos que, por lo demás, primero se envalentonaron con la coalición propuesta por Obama, después bajaron el tono del entusiasmo y finalmente empezaron a retroceder en cuanto al aporte de tropas, quizá temiendo volverse blanco de venganzas en su propio suelo.
La brutalidad del EI, con sus crucifixiones, decapitaciones y lapidaciones, tiene en los países vecinos el efecto que tuvo la represalia contra los búlgaros que ejecutó Basilio II. Para que no se aventuraran más en sus dominios, tras vencerlos, el emperador bizantino tomó una legión de prisioneros y les hizo arrancar los ojos a todos, dejando un tuerto cada cien ciegos para que pudieran guiar el regreso. El terror causado en los búlgaros logró su cometido.
La CIA pudo calcular que el “califato” presidido por Abú Baker al-Bagdadí cuenta con 35.000 efectivos, pero no había podido advertir anticipadamente el crecimiento y el arrollador avance de esa fuerza yihadista.
Los marines norteamericanos conocían la combatividad del ultraislamismo sunita. La habían padecido en interminables y sangrientas batallas como la de Falluja. Sin embargo, Estado Islámico irrumpió como de la nada en la opinión pública mundial. De repente, las banderas negras con inscripciones blancas flamearon en un tercio del territorio iraquí, controlando nada menos que Mosul, segunda ciudad más grande del país, capital de la provincia de Nínive y puerta de ingreso al Kurdistán.
Damasco llevaba tiempo denunciando la bestialidad de estos yihadistas que decapitaban y crucificaban a los soldados sirios que hacían prisioneros. Advertía también que las filas del EI crecían con combatientes llegados desde Europa y Norteamérica. Sin embargo, las potencias de Occidente parecían estar desprevenidas. ¿Por qué, si había norteamericanos y europeos secuestrados desde hace al menos dos años?
Es posible que los estrategas del Pentágono decidieran dejarlos actuar mientras el blanco principal era el régimen de Assad y recién advirtieron su error cuando, fortalecidos por la millonaria financiación recibida desde la Península Arábiga, los ultraislamistas regresaron a Irak y conquistaron territorios arrasando al ejército del gobierno iraquí, a los peshmergas kurdos y a las milicias chiítas.
Esto no quiere decir que haya sido Obama quien armó a la feroz milicia. La responsabilidad norteamericana se remonta a la invasión ordenada por Bush, cuando Paul Bremer, el enviado de Donald Rumsfeld, cumpliendo órdenes de sus superiores, desarticuló las Fuerzas Armadas de Irak, convirtiendo ese país en el agujero negro que engendró “Al Qaeda Mesopotamia”.
Esa organización, que abrazó el wahabismo de Osama Bin Laden, creada y liderada por el jordano Abú Mussab al Zarqawi, cambió su nombre al incursionar en la guerra civil siria, consiguiendo financiación proveniente de Qatar y de Arabia Saudita.
El plan de Obama parece inspirado en operaciones exitosas lanzadas por dos antecesores: Bush padre y Bill Clinton. Para la operación “Tormenta del Desierto”, con que se expulsó de Kuwait al ejército de Saddam Hussein, George Herbert Walker Bush logró armar en tiempo récord una coalición de treinta países, con fuerte presencia árabe. Poco después, tras haber frenado desde el aire las limpiezas étnicas en Bosnia, Clinton logró derrotar en Kosovo al ejército de Slobodan Milosevic sin soldados en tierra. Aquella operación área comandada por el general Wesley Clark desde buques en el Adriático fue la primera guerra de la historia en la que una de las fuerzas no tuvo muertos en combate.
Obama sueña con poner fin al califato de Al Bagdadí sin que mueran soldados norteamericanos. No está seguro de lograrlo, pero de lo que está seguro es que enviando fuerzas terrestres corre el riesgo de empantanarse como Bush hijo en Irak y Afganistán.
El califato ya tiene rasgos de Estado. En las ciudades que controla estableció fuerzas policiales y también la “Al-hisba”, que es la policía religiosa. Hay tribunales coránicos que, desde su lunática interpretación de Mahoma, condenan la “zina” (relación sexual fuera del matrimonio) a la decapitación del hombre y la lapidación de la mujer. Obviamente, también son lapidadas las adulteras y ejecutados los homosexuales, condenando con bestial oscurantismo a pecadores de todo tipo.
Las estructuras protoestatales del califato también administran y recaudan impuestos con notable eficiencia. Pero su brazo armado, aunque bien adiestrado y con gran poder de fuego, es una fuerza irregular. Por lo tanto, plantearía una guerra asimétrica; el tipo de conflicto en el que los ejércitos regulares se empantanan indefinidamente.
¿Prescindiendo de un entendimiento con el gobierno sirio, podrá Obama vencer a los yihadistas sin quedar varado en un pantano bélico?.
* PROFESOR y mentor de Ciencia Política,
Universidad Empresarial Siglo 21.
por Claudio Fantini
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