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MUNDO | 15-10-2019 11:31

Europa perdida en su propio laberinto

España y una nueva elección. Italia y su coalición débil. Gran Bretaña sin Parlamento. El fin de los consensos tradicionales.

El histórico esquema político de la posguerra en Europa está en crisis. La alternancia entre socialdemócratas y conservadores que forjó la gobernabilidad en los países de Europa occidental y dio sustento a la conformación y funcionamiento de la Unión Europea se sostiene a duras penas o ha sido reemplazada por nuevos esquemas, donde emergen nacionalismos, verdes, izquierdas globalistas, liberales y otros que tienen posiciones mucho más divergentes entre sí y que, sobre todo, no está claro si conformaran un nuevo orden o solo son parte de la destrucción del viejo.

Nos encontramos entonces con una España que, lejos de los consensos del Pacto de la Moncloa, deberá ir a las urnas por cuarta vez en cuatro años por no poder encontrar su dirigencia política acuerdos mínimos para conformar gobierno en un Parlamento que, como una casa de familia que queda chica, fue diseñado para dos y donde hoy deben convivir por lo menos cinco.

En Italia, la inestabilidad política ha sido una constante –66 gobiernos desde 1945– y el bipartidismo tradicional explotó por los aires tras el “Mani Pulite” en los '90. Sin embargo, los gobiernos seguían reproduciendo la vieja lógica de centroizquierda y centroderecha hasta que, en 2018, los antisistema del Movimiento Cinco Estrellas acordaron formar gobierno con los conservadores populares de la Liga. Duró poco, pero el reemplazo es una alianza del Cinco Estrellas con los liberales de izquierda del Partido Democrático que tampoco encaja en las categorías de análisis político tradicional.

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En Francia, el primer emergente de la crisis no solo fue la llegada del nacionalismo de Marine Le Pen al balotaje en 2017, sino que su contrincante y a la postre triunfador, Emanuel Macron, expresó una alianza que contenía posiciones tanto de derecha (en lo económico) como de izquierda (en cuestiones de valores), dando por terminado el tradicional enfrentamiento entre conservadores y socialistas.

Y la crisis política ha llegado ahora a las costas inglesas. El mundo observa asombrado cómo la formal política británica se parece cada vez más a un sketch de Benny Hill y cómo las posiciones a favor y en contra del Brexit han roto el mapa político tradicional para revivir a los casi desaparecidos liberales y reconfigurar al Partido Conservador en un partido nacionalista de la mano de Boris Johnson.

Razones. ¿Pero qué hay detrás de esta crisis? La referencia más inmediata que encontramos es económica. La crisis de las hipotecas de Estados Unidos en 2008 derivó en una crisis económica global y, contrariamente a lo que había sucedido en cataclismos anteriores, este no fue capitalizado políticamente por la izquierda o centroizquierda (a pesar de que Europa, a diferencia de Estados Unidos, apostó al ajuste para salir) sino por fuerzas de la derecha alternativa. Los llamados populismos o, como lo define el argentino Francisco de Santibañes, autor del libro “La Rebelión de las Naciones”, el “conservadurismo popular”.

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¿Por qué la centroizquierda no pudo aprovechar esta crisis? Razones hay varias, pero una de las más importantes es que, a grandes rasgos, la izquierda europea hace años que renunció a enfrentar al capitalismo y ha optado por marcar sus diferencias en el terreno de las cuestiones valóricas y sociales más que en las económicas. Esta decisión, como todas, le ha traído beneficios, porque le permitió acceder al poder y desmarcarse de la deriva soviética, pero también costos que empiezan a aparecer: muchos sectores populares dejaron de verlos como sus representantes.

En palabras del filósofo Diego Fusaro, autor del libro “El Contragolpe”, la izquierda ya no es roja sino fucsia y la hoz y el martillo han sido reemplazados por el arcoiris. El joven pensador italiano cree que el antifascismo que pregona hoy la izquierda en Europa es una coartada para no hablar del capitalismo: “Muchos tontos que se dicen de izquierda luchan contra el fascismo, que ya no existe, para aceptar sumisamente el totalitarismo del mercado”, afirma.

Pero el conservadurismo popular tampoco es anticapitalista. Su prédica se asienta más en las consecuencias que en las causas del auge del capitalismo financiero, que es el formato que ha adoptado el sistema en los últimos años. Así, sus ejes económicos son la falta de soberanía monetaria, la competencia que genera la inmigración masiva a los trabajadores europeos o los ajustes fiscales promovidos por la cúpula de la Unión Europea, pero todo esto sin salirse del marco general del capitalismo.

Lo cierto es que este discurso le permitió crecer al conservadurismo popular en desmedro de las fuerzas tradicionales, y como toda acción tiene su reacción, el crecimiento de esta derecha alternativa generó una respuesta que tampoco fue contenida por los conservadores o socialdemócratas, sino que se expresó –sobre todo en las últimas elecciones del Parlamento europeo– a través de los partidos ecologistas.

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Podríamos decir que, así como el conservadurismo popular expresa a los perdedores del proceso de globalización –mayores de 40, obreros industriales, habitantes del interior, etcétera–, los verdes expresan a los ganadores o al menos a los que creen que el proceso los beneficia: jóvenes, trabajadores de áreas tecnológicas, habitantes de grandes centros urbanos, etcétera.

Panorama incompleto por cierto porque todavía hay amplios sectores que siguen votando a los partidos de siempre que incluso, aunque por escasos nueve votos, lograron en el Parlamento imponer como autoridades políticas y económicas de la UE a sus candidatos.

En este marco, el otro punto a abordar para comprender la crisis política europea es el de las identidades. Horrorizada por las consecuencias de las dos guerras mundiales, Europa apostó a borrar o al menos difuminar los nacionalismos que muchos veían como responsables del conflicto. La homogeneización llegó incluso a la religión y aunque el veto al ingreso de Turquía a la UE se sostuvo, entre otras razones, porque la historia europea se apoyaba en las grandes batallas históricas contra las invasiones musulmanas, a pesar de las protestas del entonces Papa Juan Pablo II la Constitución europea no contempló la condición cristiana como parte de la UE.

La élite europea promovió entonces una nueva identidad, liberada tanto de los nacionalismos como de la religión y apuntando a nuevos valores como los derechos humanos, la solución pacífica de los conflictos, la democracia liberal como sistema político, etcétera. Una pata fundamental de esa nueva identidad era el Estado de Bienestar, clave en la recuperación económica de la Europa de la posguerra y como freno al avance del comunismo.

Pero algo se rompió. Una vez terminada la amenaza roja con la caída de la Unoón Soviética en 1991, el Estado de Bienestar empezó a dejar de ser visto como una herramienta política y empezó a considerarse como fuente de déficit fiscal.

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Ajuste. De manera lenta pero persistente, la clase media europea viene entonces asistiendo a un proceso de achicamiento que por supuesto tiene como consecuencia política que los partidos que la representaban ya no lo hacen o al menos no en la misma medida. En palabras del geógrafo francés Christophe Guilluy, autor del libro “No society: el fin de la clase media occidental”, el problema es que “ahora ya no es necesaria la clase media para crear riqueza”. Concluye: “Los grandes partidos tradicionales se concibieron para representar una clase media integrada y ahora deben reescribir sus programas para representar a una inmensa clase popular no integrada”.

En esa línea pueden leerse las recientes declaraciones del ex presidente español Felipe González: “El modelo del capitalismo triunfante está destruyéndose a sí mismo por su insostenibilidad. Tengo una perspectiva socialdemócrata y creo que la distribución del ingreso es muy injusta, pero más allá de la discusión sobre la justicia social o mejores oportunidades en la redistribución de la riqueza, un poco más allá del debate ideológico, hay una realidad, y es que la sostenibilidad de este modelo económico va a fracasar”.

¿Implicará este fracaso un final opaco para la UE en particular y la civilización occidental en general en desmedro, por ejemplo, del visible crecimiento chino? ¿O, por el contrario, es algo temporal? Como decía Antonio Gramsci: “El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.

por Lisandro Sabanés

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