La reciente ofensiva del gobierno de Donald Trump contra Harvard, bloqueando su capacidad de matricular estudiantes internacionales y congelando miles de millones en fondos federales, revela mucho más que una disputa burocrática: es un ataque frontal a la autonomía universitaria y un episodio clave de la cruzada ideológica que el presidente estadounidense busca imponer sobre el sistema educativo.
La medida, justificada por supuestas fallas en la entrega de datos estudiantiles y acusaciones de antisemitismo, fue descripta por Harvard como una “clara represalia” por no plegarse a las exigencias del Trump en materia de currícula e ideología. Aunque la jueza federal Allison Burroughs concedió una suspensión temporal de la sanción y blindó momentáneamente a la universidad, el fallo no constituye una garantía real contra la voluntad política de Trump de asfixiar a Harvard. Lo que está en juego no es sólo el futuro de miles de estudiantes extranjeros —un 27% de la matrícula actual— sino la pretensión de transformar a las universidades en vitrinas obedientes de un pensamiento único. Desde la amenaza de quitarle su estatus impositivo hasta el uso de retóricas que asocian la diversidad con el terrorismo, Trump parece decidido a disciplinar a los claustros o verlos desaparecer.
Harvard deberá dar una batalla legal decisiva frente a los recortes del gobierno de Trump. Y su defensa se apoya en un principio claro: el intento de condicionar el financiamiento federal a un alineamiento ideológico viola la Primera Enmienda. Según Noah Feldman, profesor de Derecho en la misma universidad, la administración está imponiendo “condiciones inconstitucionales” al exigir auditorías externas de “diversidad de pensamiento”. Estas exigencias, lejos de ser meramente técnicas, buscan moldear el discurso académico desde el poder ejecutivo: lo que está en juego no es solo el presupuesto de Harvard, sino la libertad de pensamiento del sistema universitario entero.
Batalla cultural
La segunda presidencia de Donald Trump avanza como un ariete ideológico contra las instituciones clave del sistema democrático estadounidense. En sus primeros cien días, ha desplegado una ofensiva sin precedentes para someter a universidades, medios, firmas legales y hasta cortes federales, a una lógica de obediencia total. Su estrategia es meticulosa: aislar a un blanco, chantajearlo con sanciones, y exigir reformas ideológicas —ya sea en planes de estudio, contrataciones o políticas internas— bajo amenaza de castigos económicos. Harvard, que rechazó públicamente sus imposiciones, incluso a riesgo de perder hasta 9.000 millones en fondos, es una de las pocas excepciones que aún resisten.
Columbia por ejemplo, intentó aplacarlo con concesiones, pero Trump redobló la apuesta exigiendo intervención judicial directa en su gobernanza académica. Por eso hoy, al igual que sucedió en el siglo XX con otros regímenes autoritarios, muchas universidades están comenzando a auto-censurarse, modificar sus estructuras de diversidad y advertir a sus estudiantes internacionales que eviten salir del país.
Lo que emerge es el perfil de es un líder insaciable, determinado a imponer su cosmovisión a todo el aparato cívico: hizo lo mismo con grandes firmas legales, obligándolas a brindar servicios gratuitos para causas de su interés. La lógica es totalitaria: que nada quede fuera de su control. Trump ha erosionado normas, desmoralizado a las élites y sembrado un precedente que, como advierte el profesor Jack Balkin, podría ser replicado por futuras administraciones. Aun si la resistencia académica crece, el temor ya ha echado raíces. Trump no busca reformar: busca doblegar o destruir. “Libre de la ley, inmune a la vergüenza, la administración Trump ha desatado toda la fuerza del poder ejecutivo sobre las instituciones de la sociedad civil”, escribió el profesor Robert Post. Y como concluye Thomas Edsall: “Trump es insaciable”.
Revancha
La embestida de Donald Trump contra Harvard no es un episodio aislado, sino la vuelta de tuerca más radical en una larga cruzada conservadora contra el sistema universitario estadounidense. Desde la “limpieza” que Ronald Reagan prometió hacer en Berkeley en los años 60 hasta el macartismo que perseguía a profesores sospechados de comunismo, las universidades han sido el blanco predilecto de quienes buscan domesticar el pensamiento crítico.
Pero lo que hoy lidera Trump va mucho más allá: “Estamos viendo algo peor que McCarthy”, advierte la historiadora Lauren Lassabe Shepherd. Ahora no se persiguen docentes individuales: se pretende desmantelar departamentos enteros, clausurar programas de diversidad, revocar visas y moldear todo el sistema académico según la agenda oficial.
Lo que antes era presión simbólica, hoy es coerción directa. Exigir que universidades como Harvard rindan cuentas ideológicas, o condicionen sus fondos a auditar políticamente a docentes y alumnos. Equivale a colonizar el saber. “Están intentando socavar, desestabilizar y, en última instancia, controlar la educación superior”, señala Todd Wolfson, presidente de la Asociación de Profesores Universitarios.
Es el modelo que aplicó Viktor Orbán en Hungría, y que Trump admira y ensaya en suelo norteamericano. Y si Harvard, blindada por su historia y sus recursos, apenas puede resistir, ¿qué puede esperarse del resto? El presidente estadounidense está dispuesto a redefinir el rol del Estado frente al pensamiento libre, transformado a las universidades en vitrinas ideológicas obedientes. Y el riesgo, como advierte Steven Pinker, es que “la oposición a sus políticas se vuelva imposible”, y se consume la revancha definitiva.
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