Friday 22 de November, 2024

OPINIóN | 22-02-2013 13:57

La gran interna bolivariana

Rafael Correa, el presidente reelecto de Ecuador, mantiene viva la influencia chavista en la región.

Si bien Hugo Chávez se aferra a la vida con tenacidad admirable, pocos creen que le sea dado recuperar las fuerzas necesarias para seguir liderando el populismo de retórica izquierdista y praxis llamativamente conservadora, cuando no feudal, que desde hace más de un siglo disfruta de buena salud en muchas partes de América latina. Por lo demás, en Cuba, los ya octogenarios hermanos Castro, Fidel y Raúl, símbolos de la rebelión contra la presencia asfixiante del “imperio” norteamericano, podrían abandonarnos en cualquier momento. Así las cosas, es sin duda lógico que el tema de la sucesión haya comenzado a preocupar tanto a los emotivamente comprometidos con esta variante política como a aquellos que la consideran una manifestación gritona del rencor que sienten muchos que viven en una región que, a pesar de sus grandes riquezas naturales y su herencia mayormente occidental, se ha quedado atrasada y que, fuera de Chile y, en cierta medida, de Perú, Brasil y Uruguay, debe su progreso económico reciente al “viento de cola” que sopla desde China.

Por lo pronto, hay dos candidatos con posibilidades de asumir el papel protagónico que ha desempeñado Chávez. Uno es el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, que acaba de anotarse un triunfo electoral plebiscitario. Su rival es nuestra Cristina, que en octubre del 2011 logró imponerse por un margen igualmente satisfactorio a diversos representantes de una oposición que estaba tan fragmentada como está en Ecuador. Aunque Correa, un orador fogoso al que le encanta basurear a sus enemigos, en especial a los escribidores periodísticos, es dueño de las cualidades personales que le permitirían tomar el lugar de Chávez en el universo mental de los populistas y, a diferencia de la mayoría de sus congéneres, ha conseguido manejar la economía con un grado sorprendente de prolijidad, Ecuador es un país pequeño, de apenas 14 millones de habitantes. También es pobre, de suerte que su mandatario no podrá regalar subsidios gigantescos a sus correligionarios en otras latitudes, como ha hecho con generosidad conmovedora el comandante venezolano.

¿Y Cristina? Tal vez haya sido una coincidencia que, justo cuando Chávez pareció estar al borde de la muerte, la Presidenta optó por acercarse a los ayatolás iraníes, de tal modo saltando por encima del obstáculo principal que le impedía entregarse plenamente a la causa bolivariana. Aunque es poco probable que el caudillo venezolano se sienta afín a la “revolución islámica” de los clérigos iracundos y del hombre que suele llamar su “hermano”, el presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad que nunca deja pasar una oportunidad para expresar su deseo de aniquilar a Israel, entendió muy bien que al aliarse con ellos haría perder los estribos a los norteamericanos, garantizándose así el apoyo fervoroso de la izquierda antiyanqui mundial.

¿Será por este motivo que Cristina, consciente de que los líderes de los países desarrollados le han dado la espalda, haya querido superar el conflicto con Irán minimizando el significado de los atentados sanguinarios a la embajada de Israel y a la sede de la AMIA? Es factible: en el infierno no hay tal furia como la de una mujer desdeñada. A inicios de su gestión, Cristina quería que la Argentina se asemejara más a Alemania (a la de Angela Merkel, no a ciertas versiones anteriores), y después soñó con ser una buena amiga de Barack Obama, pero ni ellos ni otros líderes occidentales se permitieron engatusar. Antes bien, se sienten tan molestos por su conducta que están pensando en cómo echarla del club elitista del G-20.

De todos modos, las dificultades que enfrenta el populismo bolivariano no se limitan a la enfermedad al parecer mortal de Chávez, la edad avanzada de los crueles gerontes cubanos y las deficiencias de los aspirantes a tomar el relevo. Con la excepción provisoria de Ecuador y Bolivia, los países gobernados por ideólogos en guerra contra la ortodoxia o, como ellos dirían, el “neoliberalismo”, están hundiéndose en un pantano económico que amenaza con tragarlos. En un esfuerzo por salvarse, los cubanos están procurando liberalizar la economía anquilosada, los venezolanos acaban de devaluar su moneda, el bolívar, lo que fue una pésima noticia para millones de indigentes porque su país tiene que importar buena parte de los alimentos que consume, y la Argentina corre peligro de verse devastada por un huracán inflacionario.

Por desgracia, los beneficios proporcionados por el populismo suelen ser meramente psicológicos. Para los convencidos de que el destino, la historia, el capitalismo o lo que fuera los han tratado decididamente mal, es con toda seguridad muy agradable corear consignas beligerantes contra “el imperio” presuntamente responsable de sus desdichas, participar de escraches multitudinarios, regodearse de los problemas que afligen a países ricos, rebelarse contra el sistema económico imperante, proclamarse víctimas de la injusticia cósmica y violar todas las reglas convencionales. Pero si bien tales actividades pueden brindar la ilusión grata de estar militando en un movimiento que un buen día heredará la tierra, no sirven para mucho más. Lejos de contribuir a “derrotar” la pobreza y la desigualdad contra las que se imaginan luchando con coraje solidario, sus esfuerzos casi siempre resultan contraproducentes en términos socioeconómicos aunque no, huelga decirlo, políticos, puesto que para mantenerse en el poder los populistas dependen de los votos de los más perjudicados por la ineptitud insensata que es una de sus características más llamativas.

Antes de la llegada al poder, hace más de medio siglo, de los Castro, el “Che” Guevara y sus acompañantes, Cuba era uno de los países más prósperos de América latina, equiparable con la Argentina de aquel entonces. En la actualidad, es un cadáver económico, de ahí las reformas que está intentando concretar el comandante Raúl. Aún más esperpéntico es el caso de Venezuela. Gracias al petróleo, recibe todos los años el equivalente de varios planes Marshall, pero así y todo no ha conseguido desarrollarse. Sería injusto culpar a Chávez por tal paradoja, ya que los gobiernos anteriores también se las arreglaban para despilfarrar los torrentes de dinero fresco que deberían haber asegurado a Venezuela un nivel de vida superior a cualquier país europeo con la eventual excepción de la escasamente poblada Noruega petrolera, pero los logros concretos de la pintoresca revolución bolivariana han sido tan miserables como los de la cubana. En cuanto a la Argentina del modelo agroexportador cuyas perspectivas económicas inmediatas se verán determinadas por la cosecha de soja, parecería que la mayoría se resignó hace tiempo a un destino de pobreza.

El populismo posmoderno, tanto el bolivariano como el kirchnerista que se le parece cada vez más, seduce porque hace más soportable el fracaso. A veces los gobiernos resultantes consiguen atenuar pasajeramente las lacras que dicen estar resueltos a eliminar, pero en el fondo están más interesados en aprovecharlas atribuyéndolas a la maldad ajena, sobre todo la de los norteamericanos, responsables ellos de todas las desgracias habidas y por haber. La autocompasión movilizada de quienes necesitan creerse capaces de modificar un statu quo que sienten les es humillante, además de los alambicados planteos ideológicos que tanto fascinan a ciertos intelectuales, son para muchos un sustituto más que adecuado por los esfuerzos que exigiría una actitud más positiva.

Prefieren una derrota “épica” a una victoria a su entender banal, como las conseguidas sobre la miseria ancestral por los norteamericanos, europeos occidentales, japoneses y otros asiáticos orientales. Si fuera cuestión de elegir entre un destino suizo, digamos, y el de un guerrillero famélico dispuesto a sacrificar su vida en aras de una teoría económica inservible, como resultó ser la marxista, algunos optarían por la segunda alternativa, aunque los jefes multimillonarios del movimiento suelen ingeniárselas para disfrutar a un tiempo de los beneficios materiales del capitalismo y los psíquicos de la rebelión contra un sistema que a sus ojos es muy poco romántico.

Todo hace prever que en Venezuela y, acaso de forma menos espectacular, la Argentina, países supuestamente “condenados al éxito” por la naturaleza, el populismo llevará a otra debacle económica, pero sería preciso algo más que la depauperación de millones de personas para desprestigiar a los esquemas “heterodoxos” reivindicados por los chavistas y los soldados de Cristina. Como la historia del peronismo ha demostrado, el populismo se nutre de sus propios fracasos. Es probable que, andando el tiempo, en ambos países surjan gobiernos liderados por políticos que se afirmen decididos a aprender de los errores del pasado, conservando lo bueno, si lo hay, de una herencia terriblemente complicada y descartando lo malo –el despilfarro politizado, los excesos del clientelismo, la intolerancia, las alianzas, tácitas o implícitas, con fanáticos religiosos brutales con los que comparten el odio hacia los Estados Unidos–, pero podría tratarse solo de un intervalo relativamente breve antes de que, una vez más, el rencor se haga sentir y los países afectados se entreguen nuevamente a un caudillo autoritario que les promete liberarlos de la triste realidad.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The  Buenos Aires Herald”.

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