Cuando en 1983 Gilles Lipovetsky publicó “La era del vacío”, además de describir por primera vez el paso de la modernidad a la posmodernidad en Occidente, provocó una duda tremenda entre muchos intelectuales: ¿era un libro a favor o en contra de lo que describía?
Ni a favor ni en contra, Lipovetsky investigó con mirada crítica a esa sociedad que dejaba de lado la creencia en los mega relatos de la modernidad como las grandes ideologías, los Estados nacionales y las ideas fuertes. El filósofo francés estudió a esas sociedades que se sublevaban frente al “imperio de lo verdadero” impuesto por la racionalidad moderna y comenzaban a reivindicar sin pudores el goce individual, la frivolidad consumista, las religiones alternativas y el pragmatismo ideológico.
En la Argentina, como en la mayoría de los países no desarrollados, el fenómeno tardó en derramar. Fue recién en la década del ’90 cuando el menemismo representó la traducción local de ese cambio histórico. Entonces, el peronismo dejó de ser la ideología dura que combatía al capital y enarbolaba el revisionismo histórico, para licuarse con los relatos típicos del liberalismo: economía abierta al mundo y héroes históricos sin distinción de banderías.
Menem representó los deseos de una mayoría que quería vivir y sentir como quienes vivían y sentían en el Primer Mundo. Así, sin pecado concebido, expuso la frivolidad como señal de época, reivindicó el pragmatismo como instrumento de gestión (capaz de mezclar una intervención nunca vista del Estado en el mercado, como la Convertibilidad, con una apertura ultraliberal de las importaciones), el hedonismo como derecho individualista y el indultó a dictadores y guerrilleros para demostrar que la caída de los grandes relatos también implicaba el fin de los grandes demonios.
Eso fueron los ’90, pero al iniciarse el nuevo siglo el mundo posmo estalló. La caída de las Torres Gemelas simbolizó el fin de era y lo que comenzó fue distinto de todo lo anterior. Bin Laden y los grupos fundamentalistas reflejaban el avance de cierta religiosidad medieval premoderna que empezaba a extenderse por Europa, pero también regresó la modernidad de los Estados fuertes y la preocupación por el futuro desplazó al dogma posmoderno de no ver más allá del presente.
Lipovetsky comenzó a hablar de hipermodernidad, porque no encontró otra forma de definir a ese nuevo mundo que unía premodernidad, modernidad y el rastro indeleble de lo posmoderno.
Creo que el kirchnerismo fue la representación argentina de los tiempos hipermodernos. Y Cristina su máxima exponente. No por sí, sino –otra vez- como encarnación funcional de una nueva mayoría social. Tomó algunos conceptos de la modernidad (como la construcción de un gran relato) pero pasados por el tamiz frívolo de la posmodenidad. Cruzó a Evita y la juventud maravillosa setentista con Louis Vuitton y la militancia rentada. No tuvo (ella y ese sentimiento social por entonces mayoritario) la despreocupación que tuvieron los posmodernos con el pasado, pero jamás desdeñó el goce del presente y el buen pasar económico. Fue narcisista como los posmos, pero con la pasión política de los modernos. Retomó el hit modernista de la Verdad, pero desde la noción premoderna de que ella era la dueña mitológica de ese valor. Entonces, la Verdad fue una verdad relativa (la de los periodistas militantes, la del INDEC) y las ideologías férreas de los setenta mutaron en la remera de La Cámpora estampada en el corazón de Vicky Xipolitakis. Moderna sí, ma non troppo.
Esa hipermodernidad cristinista encontró bien predispuesta a una mayoría social que ya estaba harta de la liviandad explícita de los ’90. Pero ese tiempo también llegó a su fin, incluso antes de que llegara a su fin el mandato de Cristina.
El hecho de que los tres candidatos más importantes que surgieron a partir de 2013 para competir por la sucesión presidencial fueran Scioli, Massa y Macri, revelaba una tendencia de la sociedad a escaparse de los relatos más duros de la “década ganada”.
Sus discursos marcaron una suerte de regreso al relato posmoderno que reinó durante el menemismo, no tanto por sus valores políticos, pero sí por su espíritu filosófico. Se dejó de lado la imprescindibilidad de un relato superior para privilegiar relatos de corto plazo pero más utilitarios (seguridad, felicidad, deporte).
Ahora, tras estos dos meses de gobierno, Macri demostró ser el máximo ejemplo de esta época más líquida.
Baila y canta en el balcón de la Rosada. A las dos semanas de asumir se va diez días de vacaciones. Sienta a su perro en el sillón presidencial. Elige animales y paisajes para los nuevos billetes. Encarga una limpieza energética con tono new age. Sube a Instagram una foto de sus pies con un buda detrás. No tiene ni grandes ni largos discursos: aparece para anunciar cosas concretas o para alguna escenificación puntual (sobrevolando una inundación o mostrándose en el Primer Mundo de Davos). Aun como presidente reconoce que su vida no empieza ni termina en la política. Y se fotografía siempre que puede mostrando la imagen de un hombre feliz junto a su bella esposa y su adorable hija.
Macri no es sólo Macri. Es una nueva encarnación de una mayoría social que se ve representada por lo que él actúa y por este nuevo sentimiento de época.
Zygmunt Bauman habla de modernidad líquida y entiende que la felicidad pasó de ser objetivo general de la humanidad como un todo, a convertirse en el deseo aspiracional del individuo. Y ese deseo se transforma en una búsqueda activa, en algo trascendental para la persona, más allá de lo trascendental que pueda ser para el resto.
Macri no tiene dogmas ideológicos, esa es su ideología. Se mueve como un gerenciador que se jacta de elegir una solución u otra según las circunstancias. Igual que el hombre líquido de Bauman, que ajusta su identidad a cada momento, a las nuevas condiciones, nuevas oportunidades, nuevas promesas. Joseph Nye, otro pensador en línea con Lipovetsky y Bauman, habla de la diferencia entre el poder duro y el poder blando. Uno opera por imposición, el otro por seducción. En realidad, Nye propuso una estrategia que Clinton primero y Obama después compraron para Estados Unidos: el “smart power”, una combinación de dureza y blandura para relacionarse “inteligentemente” con el mundo.
Macri no es blando en el sentido de no implementar medidas drásticas (salir del cepo, borrar las retenciones, echar a empleados públicos), pero sí en sus formas y en su recurrencia a avanzar y dar marcha atrás incluso con decisiones políticas relevantes. Como si creyese que su imagen de administrador no se ve afectada por probar, fallar y retroceder, sino por lograr o no los objetivos que se propone.
Si en la hipermodernidad de Cristina, la frivolidad y el hedonismo intentaban ser encubiertas por disfraces modernistas (el modelo) en esta posmodernidad retro el “vacío” es un relato en sí mismo.
Parafraseando las dudas que surgían tras la aparición del célebre libro de Lipovetsky sobre si era una defensa o un ataque a ese tiempo, esta mirada tampoco intenta ser ni una cosa ni la otra. Es el tiempo que nos ha tocado, aunque no por imposición divina.
Macri, junto a esa amplia mayoría que también integra una parte del electorado de Scioli y Massa, representa al “Homo clausus” argentino que hoy aparece más cerrado a la necesidad narrativa de hallar futuras soluciones colectivas y absolutas (como en los setenta, como en el relato K), pero sí está urgido por encontrar respuestas a sus problemas inmediatos y personales.
Los sobrevivientes de la hipermodernidad (kirchneristas, intelectuales de la llamada izquierda o cierto electorado de Carrió) acusan a Macri (e implícitamente a la sociedad que se siente representada por este regreso a la posmodernidad) de manejarse con egoísmo individualista y construir universos políticos vacíos.
Se podría decir que, más que una acusación, es una descripción más o menos objetiva de lo que le pasa a esta nueva alianza multiclasista encarnada mayormente en el macrismo y que cruza en distintas proporciones a las distintas clases sociales. También se podría decir que esta nueva mayoría se cansó de la mirada unidireccional del amigo-enemigo para preferir un presente menos confrontativo y que aprendió a desconfiar de los discursos de la década ganada que parecían profundos, pero eran solo huecos.
Macri (como antes lo fueron Perón, Alfonsín, Menem, los Kirchner) es la mejor representación de este tiempo o, por lo menos, de las mayorías relativas que comienzan a dominar el discurso y la cultura de este tiempo.
No llegó donde está por su dinero, su Durán Barba, sus talentos, sus equipos de campaña. No sólo por eso. Llegó porque estuvo en el lugar indicado en el momento justo para que este nuevo sentimiento de época (el Tigre de la Historia, diría Perón) se lo llevara puesto.
Pero llegar, llegó. El problema sería si ese imaginario que lo arrastró hacia ahí comprueba que la fiesta que promete la posmodernidad retro de Macri es con la luz apagada, porque no da para pagar la cuenta.
*Director Periodístico de Editorial Perfil.
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por Gustavo González
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